Una reclusa en la cárcel de mujeres más importantes del país le contó a una periodista los pormenores de una visita íntima con su pareja en una celda que, si está de suerte, se turna con otras compañeras.
La primera vez que Íngrid vio a su marido después de 20 meses de ausencia sintió que el corazón se le iba a salir del pecho. Solo le bastó un corto vistazo para distinguir su silueta por entre las rejas. Se llevó el pelo detrás de las orejas y posó las manos sobre la cabeza en un último intento por arreglarse el peinado. El día anterior, había visitado la sala de belleza del Buen Pastor y había pedido que le cepillaran el pelo. Como todos los viernes que preceden a las visitas conyugales de los sábados, la afluencia de clientas al salón se había duplicado.
Antes de lanzarse a saludarlo, les preguntó a sus amigas si se veía bien. Los ojos, perfectamente maquillados con un tono mora en leche, resaltaban gracias al rímel que multiplicaba el tamaño de sus pestañas. La boca roja, minuciosamente delineada, servía como telón para la sonrisa que se escapaba a medida que él se acercaba. No llevaba el uniforme beige de reclusa, sino una de sus mejores pintas. Unas candongas inmensas, hechas a partir de perlas ensartadas sobre metal, la hacían sentir elegante.
Felicidad: desde hace mucho tiempo no tenía contacto físico con un hombre, nada de abrazos ni mucho menos besos. Con el primer acercamiento, se sintió como una adolescente, tenía el estómago revuelto mientras anticipaba la emoción del primer beso. Melancolía: se extrañaban con el fervor de dos amantes a larga distancia, solo que en este caso lo que los separaba no eran kilómetros. Íngrid no veía a su esposo desde hacía casi dos años, porque él estaba recluido en el penal de La Picota y ella, en El Buen Pastor.
En Colombia, las cárceles de tercera generación (construidas hace no más de diez años y diseñadas por empresas norteamericanas) son las únicas que cuentan con un ala de visitantes: un lugar designado para que los familiares de los reclusos y otras personas cercanas no entren a los patios ni a las celdas. Cuentan con un dispensario propio, lo que permite regular los alimentos que ingieren los internos y sus visitantes. En el segundo piso, tienen pequeños espacios que fungen como habitaciones para recibir las visitas conyugales. El Buen Pastor es una estructura penitenciaria de primera generación. Esto quiere decir que Íngrid debe turnarse la celda con algunas compañeras que también reciben visitas conyugales. Si no cuenta con suerte, debe alquilar otra celda para estar a solas con él.
Vergüenza: Íngrid siente mucho pudor cuando su esposo entra y comienza a escarbar entre sus pertenencias. Él quiere saber cómo vive y qué le hace falta. Esa mezcla de curiosidad y preocupación la pone ansiosa. Timidez: Íngrid, que ha dispuesto todo de manera impecable para la visita, siente que su corazón se acelera cuando finalmente la dragoneante sale y se queda en la puerta para hacer la guardia. Están solos, no lo estaban hace mucho tiempo. Como si se tratara de una incómoda primera cita, se sientan un largo rato frente a frente en silencio.
Él la besa nuevamente, la toca. Y ella siente cada una de esas caricias como si fuera la primera vez que las recibe. Por un momento, Íngrid se olvida de la dureza de la colchoneta y de la ropa extendida que cuelga de la reja. “El tiempo se hace más largo y a la vez más corto —recuerda—. Es verdad que estamos juntos. No hay nada en el mundo distinto a él”.
Pasada una hora, la dragoneante les golpea para avisarles que es hora de salir.
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Como soy periodista, a diferencia de los otros visitantes que hacen fila —familiares o amigos de una reclusa—, de mi pecho no cuelga una escarapela transparente en donde está la cédula y una foto fondo azul. Una señora eficiente nos ofrece fotografías tipo carné por 4000 pesos y, de ñapa, nos encima el servicio de guardarropa.
Al Buen Pastor únicamente se permite el ingreso de alimentos preparados, organizados en una refractaria mediana y transparente para que su contenido quede a la vista de los guardias. Todos acá conocen muy bien las normas. No pueden traer embutidos, mucho menos un tamal, pues sus hojas son perfectas para camuflar cualquier objeto peligroso y el alimento quedaría destrozado después de la primera requisa. Nada de naranjas o de banano, mucho menos con cáscara. Con ellas podrían hacer una bebida fermentada para contrabandearla adentro. Mi nombre no está en un listado junto con el de otros nueve familiares, amigos o personas cercanas que una vez al mes tienen derecho a verlas. A diferencia de ellos, no he tenido que tramitar innumerables documentos que certifiquen que conozco a la reclusa, que tengo una relación con ella y que mi historial penal está limpio. Mi paciencia no se ha visto resquebrajada frente a todos esos trámites kafkianos que buscan lo imposible: documentar una relación afectiva por medio de oficios legales que den cuenta exactamente de cada uno de los encuentros entre el visitante y el visitado. A pesar de las diferencias, todos llevamos casi una hora esperando en fila detrás de la enorme puerta azul de acero macizo que custodia la entrada a la cárcel El Buen Pastor.
Pareciera que la prisión albergara un microclima. Cae una llovizna gélida y el viento se trepa por la ropa hasta llegar a los huesos. Los muros altos y grises le dan al lugar un aspecto de fortaleza color neblina. Mi cédula está del otro lado de la puerta, mientras revisan mis antecedentes. Cada 15 minutos, una dragoneante asoma el rostro por una pequeña ventana. Llama el nombre de aquellos autorizados a seguir y, casi siempre, quienes se acercan a la puerta deben volver dos o tres veces más a la fila pues olvidaron tramitar algún permiso. A mi lado, una mujer distrae la espera resolviendo un crucigrama. Frente a mí, tres niños juegan un partido de piquis, que en el largo plantón se transforma en un torneo. Estoy impaciente. Cada vez que la guardia aparece, el corazón se agita con la esperanza de que esta vez sea yo la elegida. Pero no llama ningún nombre y alguna de las visitantes comienza a manotear y a decir que es el colmo. Siente que está perdiendo el tiempo y amenaza con irse si no la dejan entrar pronto.
Caigo en la cuenta de la paradoja: mientras dura la espera, los que estamos afuera deseamos con ansias que se agilicen los trámites para poder entrar a un lugar del que solo se quiere salir.
Hay que pasar seis filtros de seguridad para llegar a donde se encuentran las reclusas. Primera requisa. Nada de llaves, celulares, armas, drogas o dinero; todos objetos prohibidos dentro del recinto penitenciario. Nada de medias veladas ni zapatos de tacón o botas. Nada de chaquetas doble faz acolchadas para el frío o buzos de capota. Me ponen un sello en el brazo derecho, evidencia de que estoy limpia. Paso entonces a las mesas en donde los perros huelen los alimentos. Otro sello en el brazo y llego a un corredor. Me hacen subir a una silla de fórmica opaca que parece salida de ese futuro de ciencia ficción que imaginaron Los Supersónicos. Es un detector Garrett para los metales que pudieron haber pasado inadvertidos en la primera requisa. Nada de aretes, joyas o hebillas. Nada de taches, ni en los jeans, ni en la blusa, ni en los zapatos. Nada de brasieres con varillas gruesas. “Si tuviera la T de cobre, seguro el aparato le pitaría”, asegura, entre risas, una de las guardias encargadas de la vigilancia. Otro sello y a reseña, lugar en donde comparan las huellas dactilares con la cédula y registran mi nombre.
Para el momento en el que logro pasar la puerta que separa mi afuera con el adentro de Íngrid, mis antebrazos parecen las páginas de un pasaporte.
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En la cárcel, todo está mediado por la burocracia. Para que una reclusa pueda tener una visita conyugal —también llamadas visitas íntimas por quienes prefieren el uso de velados eufemismos— debe diligenciar cientos de formularios donde se justifica el encuentro y pasar todos los documentos de soporte necesarios para demostrar que esa persona es el cónyuge o con quien sostiene una unión de hecho. Las mismas reglas aplican para parejas del mismo sexo, parejas que están en una misma reclusión pero en diferentes patios o parejas que están en penitenciarías diferentes. No importa la intensidad de la pasión, lo mucho que pese la ausencia del otro o las ganas de sentir el cuerpo del amado. Las visitas son aprobadas si y solo si los formularios están diligenciados correctamente. Cuando llega el sábado, día destinado solamente a las visitas conyugales, a todas sin falta se les entregan dos condones y se les da información sobre otros métodos de planificación a los que pueden acceder dentro de la cárcel.
Quedar embarazada cambia las reglas del juego. Las madres gestantes son trasladadas a otro patio con menos hacinamiento y reciben cuidados prenatales. Además, hay un beneficio judicial que contempla la suspensión condicional de la pena por seis meses mientras tienen a su hijo. En El Buen Pastor, muchas de las reclusas acuden a prácticas como la automutilación para llamar la atención de los entes administrativos y recibir atención prioritaria en salud o bienestar. Otras encaletan la comida que reciben para consumirla cuando está en estado de descomposición y así intoxicarse y recibir atención médica inmediata. Si soy honesta, en esta situación no me parecería descabellado considerar los beneficios que podría traer un embarazo.
Cuando le pregunto a Íngrid si ella ha pensado en esta opción, teniendo en cuenta los auxilios que podría traerle, me responde con un tajante no.
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Lo que siento por ti es tan difícil / no es de rosas abriéndose en el aire, / es de rosas abriéndose en el agua.
Para Íngrid, el momento más duro no es la despedida, sino las horas que pasan desde que salen de la celda hasta que llegan las 4:00 de la tarde, cuando él se tiene que ir. Su cabeza se llena de estrategias. “Tengo que ser fuerte, sonreír, entregarme a la conversación y aprovechar”. El reloj le juega en contra. Llegado el momento, le da un último beso. “Quisiera quedarme prendida por siempre, no volver a separarnos”. Cuando él sale, ella podría subir por las escaleras y ver cómo se aleja. Tal vez despedirse con un gesto por entre las rejas. Pero Íngrid se niega: “Esa escena ya la he visto muchas veces en telenovelas”. No le hace justicia a lo que está pasando: una parte de su corazón se está yendo de su lado.
Esto que rueda / o que se quiebra con tantos gestos tuyos / o que con tus palabras despedazas / y que luego incorporas en un gesto / y me invade en las horas amarillas / y me deja una dulce sed doblada.
Todas sus emociones están revueltas. Durante el tiempo que su marido estuvo recluso, Íngrid no tenía tiempo para alimentar fantasías de celos o abandono. Pero ahora que él está afuera, podría rehacer su vida en cualquier momento lejos de ella. “Uno de mujer es más entregado —afirma—. La mujer es de paciencia y dedicación, pero así no son los hombres”. Cada vez que él se va, Íngrid se siente tan lastimada como optimista. Quiere volverlo a ver. Cuenta en el calendario los días que faltan para la próxima visita, los días que faltan para estar afuera. Le escribe cartas y lee y relee las notas que él le ha dejado en la celda. Pero también pasa las horas muertas imaginando con quién estará. Cada vez que él no contesta el teléfono, cada vez que su voz se escucha distante o que le explica que está ocupado en ese momento y que no puede hablar, ella solo puede pensar que pronto se olvidará de ella. Que pasará la página.
Lo que siento por ti, tan doloroso / como la pobre luz de las estrellas / que llega dolorida y fatigada. / Lo que siento por ti, y que sin embargo / anda tanto que a veces no te llega.
Este poema de la uruguaya Idea Vilariño es para Íngrid. Quién más que ella para poner en palabras la desazón de la ausencia, el deseo voraz y contradictorio por el otro, el caos de las emociones, las ansias de libertad.