Para explicar a los lectores de esta entrega qué siente una mujer cuando pierde la virginidad, debo remontarme unos “cuantos años atrás”, y lo pongo entre comillas porque de eso hace ya muchos años y llego al nombre de Pablo Cortizas...
Pablo había sido, durante algunos años, uno de mis mejores amigos, por no decir mi mejor amigo. Sabíamos todo sobre la vida del otro y nos acompañamos en esos primeros desengaños amorosos que se viven a los 15 años. Recién cumplí los 17 y él los 18, nos hicimos novios. No me pregunten por qué, pero así se dieron las cosas.
Eran las vacaciones de verano, de esas que en España duran tres meses, y estábamos veraneando, como cada año, en el mismo pueblito de Galicia, un pueblito con mar. Una cosa llevó a la otra y decidí que con quién mejor que con él para vivir mi primera vez.
Decidimos hacerlo la noche que una amiga daba una fiesta en su casa. Les dije a mis padres que íbamos a dormir allí un grupo de amigas, al estilo de fiesta de pijamas, y llegué lista y preparada... lista y preparada a emborracharme un poco porque sabía que así, a palo seco, no iba a ser capaz. Entre trago va y trago viene, entre bailoteo y bailoteo, Pablo y yo acabamos en una de las habitaciones (en España no se estilan los moteles), y comenzó la faena. Y digo la faena porque eso pareció más una corrida de toros que otra cosa. Un besito por aquí, un toque de teta por allá y... estocada final.
En menos de cuatro minutos el torero ya le había clavado la espada al toro así, a sangre fría, sin ni siquiera avisar ni entrar en calor. El dolor que me invadió me dejó muda en ese momento. Estaba tratando de entender lo que estaba pasando, cuando mi mejor amigo, mi novio, mi primera vez se desplomó encima de mí gimiendo, sudando y dándome las gracias. Casi me da un síncope. Me escondí debajo de la sábana, le di la espalda y junté las piernas mientras me preguntaba si eso era lo normal o si yo era rara. No había sentido placer, solo dolor. Un dolor que todavía seguía sintiendo hasta en el estómago.
El sudor de él todavía me empapaba. Yo no había sudado nada. ¿Eso era todo?, me preguntaba. ¿Dónde estaban esos momentos de éxtasis, de amor, de placer, de gemidos que tantas veces había visto, 15 veces por lo menos, en Dirty Dancing cuando hacían el amor los protagonistas? ¿Por qué Patrick Swayze había hecho estremecer así a su pareja y se les veía a los dos felices y gritando (incluso a ella)? ¡Pero si hasta la secuencia de la película duraba más de lo que había durado lo mío, por Dios!
Llena de estupor y vergüenza me levanté de la cama porque otra idea me acababa de asaltar. ¿Y si había sangrado? Tocaba entonces lavar las sábanas o la madre de mi amiga Nuria la mataría. Encendí las luces a toda velocidad y respiré con alivio. Cero sangre. Obvio, me dije, si es que yo creo que este ni me ha desvirgado, esto no puede ser así.
Sin embargo, para cerciorarme, y mientras Pablo dormía, me levanté a reunirme con mis amigas para contarles y que ellas me contaran a ver si eso era lo normal. Pues claro que es lo normal, me dijeron. Así tal cual lo estás contando. Bienvenida al club de las desvirgadas. Casi me desmayo. “Pues no voy a volver a acostarme con nadie, vaya porquería”, grité. Para sufrir ya está la vida.
Enfadada y rebelde me acosté en otra habitación con mis demonios y mi culpabilidad. Me sentía tonta e idiota por haber dejado que solo él disfrutara y yo no. Al día siguiente, me vestí temprano y caminé hacia mi casa con una rara sensación de que, en mi forma de caminar, en la manera como movía las piernas, se me notaba que había perdido la virginidad el día anterior.
Sentía como las piernas más separadas la una de la otra, como si mi pecho hubiera crecido, como si llevara un cartel en la frente que dijera claramente “Eva tuvo sexo ayer”. Entré en mi casa, saludé, me fui directa al cuarto a leer rezando para que mis padres no notaran todo lo diferente que había en mí y tardé en volver a acostarme con alguien: ¡todo un año!