¿Qué pasa por la cabeza de una mujer que toma la decisión de abortar? ¿A quién acude? ¿Cómo asume el procedimiento? ¿Cómo cambia su vida? Una escritora lo vivió en carne propia y, a modo de catarsis, decidió escribir este testimonio, que es también la historia de miles de mujeres en Colombia.
Aburrirse es peligroso. Ese viernes que volví a bajar Tinder y me encontré con Chaves, estaba aburrida. Nos conocimos al día siguiente en un BBC, y no solo no era el de la foto, sino que tenía otro nombre. Era más alto que yo, su voz hacía que se me pararan los pezones y tenía una cara muy guapa. Me tomé cuatro gin and tonics dobles y no me acuerdo del primer polvo. Recuerdo el de la mañana siguiente. Nunca usamos condón. Tengo ovarios poliquísticos, por lo que un embarazo es casi imposible. El fin de semana siguiente nos volvimos exclusivos y nos dedicamos a follar. Me sentía millonaria.
Chaves no tenía nada que ofrecer, no me iba a enamorar de él. Además, me advirtió que jamás se enamoraba y que se aburría con frecuencia. Dos meses más tarde terminamos una historia que nunca comenzó. No me llegaba la regla hacía 15 días, lo que, con mi diagnóstico, es normal. Pero, por paranoica, me hice dos pruebas de embarazo caseras que salieron negativas.
Dos semanas después aún no menstruaba. El miércoles a las 7:00 de la mañana oriné sobre otra prueba y me quedé empelota sentada en el inodoro a esperar. Luego de un par de minutos, salió una rayita borrosa y, al lado, una segunda más marcada. Pensé que la primera se iba a desaparecer, pero se marcó más y más y quedaron dos rayitas. Estaba embarazada. Sentí que comenzaba a deslizarme por un rodadero infinito. Mi vieja me acompañó al laboratorio Idime, donde la enfermera que me sacó sangre me felicitó, y yo comencé a llorar con honda tristeza. El resultado del examen lo entregaban el día siguiente —jueves— a las 2:00 de la tarde. Pasé la tarde dormitando y llorando donde mis viejos, que me cubrieron con amor y me prometieron que era lo mejor que podía pasarme en la vida: “Siempre has dicho que quieres una historia de amor, ¡Dios te la regaló!”.
Esa noche, volví a hacerme una prueba en mi casa. Embarazada. El jueves a las 2:00 en punto supe que llevaba seis semanas preñada —las mismas que llevaba con diarrea—, y volví a llorar. Decir que estaba confundida no le hace justicia a lo que me estaba pasando. Era como si hubiera metido la cabeza en una campana y le hubieran dado un martillazo muy hijueputa. Mi vieja me hablaba de Dios, y yo, que no creo en nada, pensaba que debía de ser que la naturaleza había puesto esa vida en mí. Todavía envenenada por la nebulosa del amor y la aceptación de mi familia, pensando que iba a tener ese hijo, lo llamé Valerio Chaves. Aunque el semental no tenía ni 100.000 pesos al mes para aportar a la causa y tampoco estaba dispuesto a vivir conmigo y ayudar, yo quería que mi hijo tuviera un papá presente.
Chaves nunca vino a mi casa a dar la cara. Aunque un hijo no le convenía, pues no tenía cómo mantenerlo, estaba en contra del aborto. Se opuso a todos los nombres que propuse, le parecían ridículos.
A pesar de que todo el tiempo esperé despertarme de esa pesadilla, el viernes, en un intento por terminar de convencerme de que era real e iba a pasar, les conté a mis tías las Rodríguez, quienes recibieron la noticia con la misma emoción que mis viejos. Y yo seguí llorando con infinita tristeza. Desde el miércoles había cambiado la Trazodona que uso hace años para dormir por Hidroxicina —pues esta última sí se puede tomar durante el embarazo— y me levantaba llorando unas seis veces por noche. Me preguntaba qué estaba haciendo. Me comparaba con la productora que se sienta frente a mí en el trabajo, que tenía cinco meses de embarazo y un novio que se iba a vivir con ella. También remplacé el Omeprazol por Sucralfate —también apto para embarazadas— y volví a soportar la acidez que no sentía hacía casi cinco años. Ya no podía tomar Tramadol para mi artritis, y el Acetaminofén seguía derecho, inútil. Me dolían la espalda y la pierna izquierda, pero mi mamá me aseguraba que había mujeres que habían tenido hasta quimioterapia durante el embarazo, y entonces no me quejaba en voz alta.
El sábado amanecí llorando. Mi vieja me había dicho que me tocara la barriga y le dijera que lo amaba, pero era incapaz de hacerlo. Lloraba y lloraba. A la 1:00 de la tarde, mi vieja llegó a hacerme un caldo porque no podía pararme de la cama. El alma me pesaba más que la gordura. Cuando me quedé sola, seguí llorando y quemándome la cabeza. Llegó el domingo. Me sentía muy confundida, no estaba segura de que la mejor idea fuera tener ese hijo. Hablé con mi hermano y con mi gran amiga. Ellos me hicieron preguntas que lograron que, por primera vez, comenzara a pensar en mí misma con claridad, y ya no en lo que querían mis viejos, impulsados por sus buenas intenciones, su infinito amor y sus creencias.
No quería tener ese hijo. No quería que crecieran mis megatetas, no quería engordarme más, no quería estar embarazada, no quería parir ni quería una cesárea, no quería una epidural sin anestesia, no quería amamantar, no quería sacrificar mi sueño, no quería tener que dejar de fumar, no quería ser responsable de un hijo durante el resto de mi vida. No quería tener que dejar los remedios que lograban que mi vida no se viera, realmente, afectada por los síntomas. No quería tener que pasar por el embarazo sin Chaves, ni tener que criar un hijo sin él. No quería tener que mantenerlo sola y convertirme en una carga imposible para mis papás, con quienes acababa de comprometerme a ayudarlos económicamente. Quería continuar siendo libre, estando sola, luchando por mí misma. En últimas, no quería ser mamá.
Cuando colgué con mi hermano y con mi gran amiga, ya había tomado una decisión: no tendría ese hijo. Y entonces me volvió el alma al cuerpo. Hablé con mis papás, que estaban en absoluto desacuerdo. Dijeron que era más fuerte su amor por mí, pero no querían saber nada al respecto. Mi amigo el ginecólogo me sugirió que llamara a Oriéntame (una clínica que brinda servicios médicos y de orientación para la atención y prevención en salud sexual y reproductiva), y el lunes mismo, mientras iba rumbo al trabajo en la mañana, llamé y concreté una cita para esa tarde.
Cuando le conté a Chaves qué había decidido, dijo que no estaba de acuerdo, y nunca volvió a aparecer. Ni siquiera llamó para averiguar si había muerto mientras abortaba con un gancho de ropa en una clínica de garaje. Nada.
Llegué con mi mejor amigo a la clínica, a una sala de espera donde había otras dos parejas que esperaban con semblante muy serio, casi triste. Todo era limpio, impecable y moderno. Además de los condones gratis en un recipiente de vidrio, nada indicaba que se tratara de una clínica. Pagué 750.000 pesos en la recepción. Ese costo incluye una entrevista con una psicóloga, una consulta con un médico general que hace una ecografía, el método que se elija para interrumpir el embarazo y el sistema acordado para planificar. Sin embargo, se maneja un sistema de tarifas diferenciales, pues una mujer de estrato 1 o 2 jamás podrá pagar lo que puede pagar una de estrato superior.
La entrevista con la psicóloga —que se llevó a cabo en una habitación de no más de 3 metros cuadrados, paredes blancas, con un sofá, dos sillas y un escritorio con computador— se demoró casi una hora, en la que se concluyó que se me podía practicar un aborto de manera legal. La sentencia C-355 de 2006 de la Corte Constitucional determina que existen tres causales para practicarse un aborto: 1. Que se haya diagnosticado una malformación en el feto que haga inviable su vida. 2. Que haya quedado embarazada como consecuencia de violación o una inseminación artificial no consentida. 3. Que el embarazo ponga en riesgo —o ya esté afectando— el completo bienestar físico, mental o social.
Por mi edad —38 años—, y porque tengo ovarios poliquísticos, el mío habría sido un embarazo de alto riesgo. Además, tengo artritis degenerativa en la espalda baja y sufro de enfermedad de Crohns (un trastorno autoinmune que se basa en la inflamación crónica del intestino bajo, para el que estoy medicada). Además, en ese momento me estaban haciendo exámenes para determinar qué grado de hipotiroidismo tenía y llevaba cuatro meses tomando Levotiroxina. Todo esto determinó que la causal de riesgo para la salud o la vida de la madre me amparaba.
Le expliqué a la psicóloga la coyuntura de mi embarazo, que había decidido hacía muchos años que no quería ser mamá y que luego había descubierto que —teóricamente— no podía quedar embarazada. Le conté sobre el texto de opinión que escribí para la nueva revista LGBTI Milk, donde doy argumentos que apoyan la adopción en lugar de la reproducción. Le dije que lo escribí sin saber que estaba embarazada. Después, me vio un médico que confirmó mis seis semanas de preñez y me ofreció dos opciones: dos pastillas que podría tomarme en mi casa y abortar sobre una serie de toallas higiénicas o un aborto por aspiración: una intervención quirúrgica ambulatoria que me harían al día siguiente.
Elegí la segunda opción, porque dijeron que podían sedarme durante el procedimiento, por lo que pagué 185.000 pesos más. De esa forma no tendría conciencia sobre el suceso y ninguna memoria al respecto. La idea de abortar en mi casa —y quizá encontrarme con un pedazo de ese feto que mi imaginación pudiera definir— me pareció demasiado sádica, entonces, opté por la alternativa más fácil. No investigué sobre el procedimiento que me iban a realizar, no quise tener ese nivel de conciencia sobre lo que iba a hacer. Ya tendría tiempo después.
El martes a las 2:00 de la tarde, y en ayunas, llegué a la clínica con mi mejor amigo. Nos sentamos en una sala de espera llena de gente que no sonreía y un televisor prendido. Una hora después me dieron un antibiótico muy fuerte, que debía continuar tomando durante cinco días. A las 4:00 casi me desmayo, entonces, me hicieron pasar a una sala donde descansaban las mujeres que acababan de abortar, me acostaron en una camilla y me cubrieron con una cobija de lana. En cuestión de unos 20 minutos me hicieron desvestir de la cintura para abajo y me dieron una bata azul para cubrirme. Debí esperar en una salita junto a una mujer que, a pesar de sus ovarios poliquísticos y la vasectomía de su marido, había vuelto a quedar embarazada.
Llegó mi turno, y otra enfermera con la misma disposición amable, casi dulce y muy profesional, como las anteriores, me hizo pasar a una sala pequeña. Había una de esas sillas de ginecología en las que se encaraman los pies con la cola bien adelante y quedan las piernas abiertas, como un pollo. Como un pollo en un asadero. Odio esas sillas con toda mi alma, y debí relajarme y respirar hondo, tratando de no llorar, antes de acomodarme. Acababan de pincharme tres veces —dos en los brazos y una en la mano— en busca de una buena vena para la anestesia y yo ya comenzaba a imaginar que era un castigo kármico. La doctora que practicaría el aborto, una enfermera y la anestesióloga estaban en la sala. Me pusieron una máscara en la cara y comencé a llorar. Me desperté diez minutos más tarde. Ya no estaba embarazada.
Me pidieron que me pusiera los calzones y una toalla higiénica, y me llevaron de vuelta a la salita de las abortadas. Me cubrieron con una cobija que olía a limpio y me trajeron una aromática de frutos rojos con la que me calenté las manos. Nos pidieron que revisáramos la toalla higiénica, y yo encontré una manchita de sangre. Nos advirtieron que durante los siguientes días podíamos sangrar. Algunas —como yo— sangraríamos quizá una semana más tarde. Sería como una menstruación fuerte. Teníamos que tomarnos la temperatura cada ocho horas durante siete días y, en caso de fiebre, debíamos llamar a la clínica a cualquier hora. Una citología posterior no era necesaria, porque todo había salido bien durante el procedimiento, pero si aun así queríamos, sugerían hacerla al menos dos meses después. Dijeron que debíamos esperar mínimo tres días para tener relaciones sexuales y usar condón para evitar una infección. ¿Follar? Semanas después de haber abortado, todavía me produce impresión la idea de ser penetrada.
Media hora más tarde, alrededor de las 6:00, salimos de ahí con mi amigo rumbo a Chapinero, a comer. Ya no tenía hambre, pero me sentía débil. Entonces me comí el mac and cheese más triste que me comeré en la vida. Me sentía aliviada, segura de que ese estado era el ideal, pero el bajón de la anestesia fue duro y me sentía muy sola. Quería que mis viejos me consintieran, como lo hicieron mientras creyeron que iba a tener ese hijo, pero no podía llamarlos. Mi amigo también se quedó a dormir en mi casa esa noche. Por primera vez, no quería dormir sola en mi apartamento.
Pocos días después, hablé con mis viejos, que me dieron el abrazo que necesitaba. Y todo es amor. A pesar de estar convencida de que tomé la mejor decisión para mi vida, durante las semanas que han pasado desde que aborté, la tristeza a veces se me instala en la garganta y vuelvo a llorar con profundo dolor. Sé que estoy pasando por un bajón hormonal muy bravo, pero la melancolía es real. Tengo conciencia de que manipulé el destino y apagué una vida, pero elegí la mía. Ya investigué sobre el aborto por aspiración y tengo absoluta conciencia sobre lo que hice. Este texto —como todos los míos— es una catarsis. Es también un homenaje a Valerio Chaves. Una forma de asumirlo y honrarlo, de darle un espacio en mi vida. Tengo que contarles que existe una opción segura, un lugar al cual ir a que los asistan, donde nadie juzga a nadie, donde no se corre peligro y donde se opera dentro del marco de la ley.
No sé si en unos años me arrepienta de lo que hice, no sé si entonces me provoque tener un hijo y adopte. Por el momento, estoy considerando ligarme las trompas de Falopio, porque no quisiera tener que volver a pasar por un aborto. Le prometí a la doctora de Oriéntame que no volverían a verme. Que así sea.