SoHo envió a Pascual Gaviria a un lugar en Medellín donde, dicen, varios expertos enseñan más de un truco para conquistar a las mujeres. ¿Cómo le fue a nuestro cronista en sus clases de seducción?
Entre mil apenas hallarás una que te resista;
las que conceden y las que niegan se regocijan lo mismo al ser rogadas,
y dado que te equivoques, la repulsa no te traerá ningún peligro…
Conviene a los varones no precipitarse en el ruego,
y que la mujer, ya de antemano vencida, haga el papel de suplicante.
Ovidio, Ars Amandi
La venta de secretos relativos al amor es una vieja industria humana. Una mezcla de artes adivinatorias y hechizos que promete vencer los más crueles desaires. Para algunos las fórmulas amorosas no son más que un truco burdo que aviva la ilusión de relegados, desapercibidos y demás ayunadores profesionales. Otros, recién premiados con los goces de la bendita flor, dirán que se trata de una ciencia de cerrajería para abrir las puertas más apetecidas y más difíciles. Por mi parte habría preferido un curso de acertijos matemáticos para rendir a mis pies la ruleta del casino, o una clase que revele los secretos de un taekondista para enfrentar a policías o ladrones en las esquinas oscuras de la ciudad.
Pero no me puedo quejar. Un hombre de 28 años dice haber encontrado las claves para enlazar las bellezas más codiciadas y está dispuesto a revelarlas. A cambio de 300.000 pesos que no tendré que pagar y algo de esfuerzo por lucir limpio, interesante, respetuoso, sereno, enigmático y bien plantado, podré acercarme hasta las encrucijadas de la señorita que se me antoje. Ni los chamanes de garaje ofrecen tanto por tan poco.
De entrada imagino a mi instructor como un boy scout orgulloso de su colección de nudos. Llego al salón del "juego de la seducción" con un guayabo que aumenta mis prevenciones. En mi puesto me espera una libreta de apuntes con la caricatura de una mona, una rubia, en palabras del cazador, con atributos innegables. The Game reza el encabezado y ya me siento en una especie de juego de rol. Ahora parece que hago parte de una de esas farsas de espadas y capas que juegan los adolescentes tardíos mientras llega la nueva versión de su película favorita. El dibujo del botín en la primera página de mi libreta encarna una lección inicial: "Aquí estamos es en busca de las bonitas", dice mi instructor con el tono del técnico que alienta a sus muchachos en el camerino.
Comenzamos con una pequeña lección teórica con referencias bibliográficas. Parece que el capítulo de la seducción tiene tantos nuevos gurús como el de las ventas, la publicidad y el yoga. Y ahí está mi profesor, demostrando su bagaje teórico en el terreno de las prácticas amorosas, analizando las estrategias de los machos más activos en el corral de las discotecas gringas y europeas: Gunwitch recomienda verlas a todas como unas zorras e insistir hasta que suelten un mordisco o levanten la cola. Style, un aprendiz de mago que antes de reunir su harén creyó que moriría en manos de Onán, sugiere una colección de cuidados desplantes y un conocimiento de los juegos sociales: a quién saludar, hasta dónde llevar las miradas, cómo convertir la conversación en una disimulada antología de los gustos de la víctima. Y por último un consejo importante para el bolsillo de los galanes: "No regales nada hasta que no te hayas acostado con ella". No es mezquindad, es solo un asunto de sana lógica: los jugadores de la seducción proponen una rutina de ensayo y error con tres mujeres cada día de caza. No se pueden regalar las carnadas.
Mientras oía las recomendaciones de los grandes hechiceros de nuestro tiempo, autores de best sellers, anfitriones de una casa libertina en la que los adelantados hacían sus investigaciones, amigos confianzudos de Courtney Love, recordé a Silvio Berlusconi. Un seductor de la vieja escuela que no nos deja olvidar el parentesco cercano entre el galán y el payaso. Tal vez las palabras de mi instructor me hayan llevado hasta el amante de toda Italia que puede decir una frase increíble sin arrugar la frente: "Todos los italianos quieren ser como yo". Una frase tan rotunda como esa hizo que los siete aprendices nos acomodáramos en nuestras sillas. Nuestro guía nos condenaba y nos tiraba un lazo para la salvación: "Eso es lo que eran ustedes antes de venir aquí. Unos MFP, unos machos frustrados promedio".
El juego había comenzado. Ahora todos estábamos volcados sobre la libreta de apuntes. Anotábamos siglas y abreviaturas, oíamos en silencio el lenguaje de los iniciados. Toda esa tecnología del seductor surgió de grupos secretos que compartían sus experiencias entre la barra del bar y la cama, así que el nuevo lenguaje del amor tiene ínfulas de código oculto: Set es el corrillo de mujeres elegido para el primer embate. Idis son los indicadores de interés que deja escapar la dama abordada. Wing es la manada de cazadores que acechan como guardaespaldas. Dav es la demostración de alto valor que debemos dejar con los desplantes que enamoran. Ahora me sentía en una especie de seminario de mercadeo con énfasis en las ventas ambulantes: "Siempre debemos abrir un Set de mujeres que estén sentadas. Es clave no entrar muy de frente porque eso puede hacer que se suban las defensas. Es importante definir uno o dos Dav con anterioridad para hacer énfasis en ellos: por ejemplo el humor o el dominio de un tema que casi con seguridad apasionará a algunas de las mujeres del Set".
Oyendo esa jeringonza de vendedor por catálogo me parecía que los signos del amor y sus especialistas se han empobrecido sobremanera. Un libro apolillado que compré hace unos años por la gracia de su nombre, El secretario de los amantes, y por la promesa de su encabezado, "El arte de enamorar y de ser afortunado en amores", tiene muchas más claves y enigmas que los que venden las comunidades de seductores de hoy. Según el libro, publicado a comienzos del siglo XX en México, era necesario conocer los lenguajes del pañuelo y del abanico, armas con las que las mujeres de la época emitían sus más claras señales. Si agitaban el pañuelo con la mano derecha, decían te odio; si lo apoyaban en la mejilla izquierda, daban un sí prometedor; si lo dejaban caer, mostraban su deseo de relaciones amorosas. Con el abanico pasaba igual. Jugar con él era señal de desprecio y cubrirse la cara significaba que la muy ingrata estaría diciéndole feo a su pretendiente.
El recuerdo de ese librito que trae su catálogo de cartas ardorosas o poéticas, lugares recomendados para buscar el amor, primeras palabras para acercarse a una joven hermosa entre otras muchas cosas, logró que mi actitud para la siguiente hora del curso fuera más condescendiente. Ahora atendía con una sonrisa compasiva. Incluso estuve tentado a entregarle al grupo secreto, la comunidad PUA (Pick Up Artist) de la que ya hago parte, una invocación de El secretario de los amantes para reforzar las posibilidades de captura: "Santa María, que me llegue el día, Santa Sinforosa, de encontrar esposa, Santa Isabel, que me sea fiel, Santa Estrella, que sea muy bella, Santa Juana, que no sea mundana, San Luis, que me haga feliz, San Lupo, que no le agrade el lujo…".
Con mi nueva actitud llegaron los mejores momentos del curso. Ya teníamos un catálogo básico de comportamiento y observación. Era el momento de ensayar la voz, la postura, la seguridad y el encanto frente a los ojos del profesor y mis compañeros. Desde los tiempos de las viejas dinámicas de grupo en el colegio no me sentía tan torpe. Observé a los aprendices con la compresión de quien sabe que pronto será burlado. Cuatro horas de lección nos habían convertido en robots avergonzados. Mi actuación fue deprimente: manos en los bolsillos, tartamudez, lugar común como entrada y lógica cabeza gacha como salida. Pero alguien tenía que sacar la cara por nuestro grupo. Perdón, nuestro Wing.
Entonces salió a escena el más aventajado de nuestros conquistadores en ciernes: 1,68 de estatura, amenaza de calvicie, ni flaco ni gordo y una risa chillona y contagiosa como característica sobresaliente. Desde el comienzo supimos que una "falsa excusa de tiempo" era la clave para abrir el Set. Se debe advertir a las sorprendidas víctimas que solo disfrutarán un momento de nuestra compañía. Dos o tres preguntas que sorprendan y sonrojen, que hagan reír y desconcierten y hora de partir con un teléfono que es una promesa. Nuestro compañero, que además tiene la ventaja de manejar 300 enfermeras en su trabajo, caminó midiendo 1,75, preguntó por los dientes largos de una de las supuestas elegidas con el aire de Caperucita, nos hizo responder alguna cosa entre carcajadas y cuando estábamos felices con su charla nos despachó con una frase infalible: "Bueno, niñas, me voy ya que tengo un ropero pa planchar". En un año largo de cursos nunca había aparecido una mejor "falsa excusa de tiempo".
Cuando todo eran risas en el salón de los seductores entró la sexóloga con un aire de maga de fiesta infantil. Repartió cuatro condones y un bon-bon-bum a cada uno de los pasmados aprendices. Ya no éramos los alumnos nerviosos y risueños de noveno grado sino los atentos y desubicados de primero elemental. La maga se dedicó a excitar a su auditorio con frases certeras: "El talento de ustedes es la testosterona, es seguro que a ninguno le falta". Así comenzó el sexo de papelógrafo entre los siete escolares y la iniciada vestida de verde, con sus manos largas, sus preguntas rotundas y sus reproches para un grupo apenas balbuciente. De nuevo el salón está volcado sobre las libretas. En letras mayúsculas la palabra misteriosa del día: ALREDEDOR. Y las frases para que tenga un sentido más profundo: "El clítoris no se toca, se antoja"; "el ano no se viola, se seduce".
Fuimos pasando por los tipos de orgasmos femeninos, las claves para descubrir los gemidos simulados, la necesidad de ser amantes versátiles y poder jugar de media punta y de centro delantero definido; todo con una naturalidad que fue alentando a las preguntas y a las risotadas. Incluso el hombre de las 300 enfermeras se atrevió a contar su sexo de primera noche con una sueca nada chancletuda. El alumno aventajado ahora hacía méritos para monitor. Pero faltaba el gran truco. La hechicera nos había prometido enseñarnos a poner el condón con la boca. Para eso eran los dichosos bombones. La idea era que nosotros le transmitiéramos, perdón por la palabra, el conocimiento a una de nuestras elegidas. Se bajó un poco la luz, se hizo un silencio expectante y entre manos, boca y bombón no logré entender el movimiento. La moneda había desaparecido sin que el ojo lograra descifrar el truco. La charla terminó con los escolares chupándose su bon-bon-bum y la alquimista haciendo su venia de despedida.
Para el final de la tarde cambiamos el monólogo alrededor de la vagina por unas lecciones sobre el cerebro femenino. Se habló de telequinesis y telepatía, de neurolingüística y no sé qué más. Mejor dicho, se mencionaron esas palabrotas. En realidad se trataba de unas técnicas infantiles para inducir a las mujeres a decir sí, para llevarlas a olvidar lo que no conviene al amor pronto: "Cuando hable de su ex novio debemos agitar las manos hacía atrás para sepultarlo en el pasado. Y cuando queremos el sí a alguna de nuestras propuestas debemos inducir cinco o seis respuestas afirmativas para que en la cuestión crucial la inercia la lleve a asentir". Todo ese cuento se acercaba al más barato de los conductismos. No sé, pero no creo que las mujeres se dejen amaestrar como si fueran pericos australianos.
Entonces, llegó la hora de la verdad. Íbamos camino al Parque Lleras, el más estrecho y remilgado de los gallineros de Medellín, con la idea de lograr que la teoría se convirtiera en arrojo y soltura frente a las mesas femeninas. El jefe de las enfermeras se lanzó sin aviso e hizo reír a cuatro jovencitas que estrenaban la cédula. Uno a uno los pichones temblorosos se iban aventurando y volvían felices de los desplantes o las sonrisas. Se trataba de vencer el pánico a enfrentar las presas. Nunca vi cazadores más torpes y más nerviosos. Pero lanzaban el zarpazo, era lo único que importaba. El profesor mostró su melena de macho alfa, enfrentó varios Sets con suficiencia y volvió siempre con un botín de teléfonos. Así algunos vinieran sin el nombre de la susodicha.
Cuando la lluvia amenazaba con privarme de la foto necesaria demostrando mis adelantos, apareció mi dulce enemiga acompañada de tres compañeras. Había ido y vuelto en mis tragos largos de la noche anterior y me aproveché de ella. Llegué a la mesa y fui todo sinceridad. Les dije que era un alumno habilitando la improbable materia de la seducción y me respondieron con sonrisas y un guaro doble: "Pues muy bueno que les enseñen porque se les olvidó", fue la respuesta de la que tenía las defensas más bajas y el escote más profundo. Eso sí, se mostraron en desacuerdo con la teoría de no regalar nada hasta no recibir nada. Me levanté con una "falsa excusa de tiempo" y decidí no mirar atrás ante el estruendo de las carcajadas.
Ahora que han pasado unos días luego del curso, cuando las notas de la libreta se hacen ilegibles, cuando ya he leído los consejos de Ovidio en El arte de amar, pienso que he cargado muy duro contra mi profesor. Es cierto que no escribe como el poeta romano pero también es cierto que encontré que muchos de sus trucos coinciden con los del manual de amantes escrito a comienzos de la era cristiana. Tal vez mi maestro por un día sea sin saberlo un sencillo traductor de Ovidio al triste lenguaje del marketing del galanteo.
Pero el juego no podía terminar sin una sola palpitación. Ya había olvidado las claves seductoras cuando una dama negra se sentó a mi lado en una sala de espera. Era más para una película de James Bond que para un capítulo de El capo. Su portátil también negro sobre las rodillas y unas pulseras anchas en las dos manos llenas de anzuelos tintineantes. ¿Y por qué no decirle algo? Me susurró el demonio de mi profesor. Qué bueno oírla hablar, pensé. Ya las manos me sudaban. Increíble que la pantomima de una semana atrás me tuviera recordando algunos espasmos adolescentes. ¡Qué va!, me embobé, dije decidido y pasé la página del periódico. Pero si esa mona me dice cómo se llama yo quedo feliz. Qué será que le digo. Ya había guardado el periódico y estaba decidido. Ofrecería comprarle cinco minutos de internet en su portátil. Le hablaría como a una sencilla minutera y la dejaría pasmada. Estaba listo cuando sonó esa voz estridente y maléfica: "Pasajeros con destino a Cali favor abordar por la puerta 11". La chica Bond cerró su portátil y se levantó moviendo los pescaditos de plata que colgaban de su cinturón negro. Desdoblé mi periódico y me convencí de ser un macho frustrado promedio.