Historias

Los secretos del Pentágono, la historia detrás de la película The Post

Por: Valeria Angarita Alzate

The Post, la última película de Steven Spielberg y nominada al Oscar, cuenta uno de los históricos momentos sobre los Papeles del Pentágono: su publicación en The Washington Post. Este es el resto de la historia.

Hay historias tan heroicas en el periodismo que son dignas de ser contadas más de una vez. El escándalo de Watergate quedó inmortalizado con Todos los hombres del presidente (película basada en el libro homónimo). El abuso pederasta de miembros de la glesia católica en Boston, desenmascarada por el equipo del Boston Chronicle, fue una tragedia conocida en todo el mundo gracias a Spotlight. Ahora, The Post desempolva la filtración a la prensa de los papeles secretos del Pentágono y recuerda, una vez más, la relevancia del cuarto poder.

Meryl Streep interpreta a Katharine Graham, la legendaria editora y dueña de The Washington Post, mientras que Tom Hanks personifica al no menos mítico director Ben Bradlee. Es 1971 y los protagonistas se enfrentan a la decisión de publicar, o no, los oscuros documentos que mantenía ocultos el Departamento de Defensa y que, de ver la luz, podían causar uno de los mayores escándalos políticos de la historia de ese país. The Post muestra a una Graham que, en un entorno machista, lucha por ser escuchada y por defender la libertad de prensa.

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El primero de octubre de 1969, Daniel Ellsberg sacó, por primera vez y sin autorización, documentos secretos de la corporación RAND, el centro de pensamiento de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos. Eran 7000 páginas que contradecían el relato oficial sobre la Guerra de Vietnam. Dos años después, la historia fue portada en The New York Times.

Daniel Ellsberg, el hombre que les pasó los documentos a los medios, habla con la prensa durante el día de su entrega, el 28 de junio de 1971. Nunca fue encarcelado, pues logró salir bajo fianza.

La llegada de Ellsberg al Pentágono ocurrió en 1964, cuando ingresó como analista bajo las órdenes del entonces secretario de Defensa, Robert McNamara. Desde el primer día intuyó que algo no cuadraba. Habían recibido un telegrama en el que informaban sobre un ataque a unos buques estadounidenses en el golfo de Tonkín, en Vietnam del Norte. Esa misma tarde llegó otro telegrama en el que decían que dudaban de la veracidad del primero.

A pesar de eso, el presidente Lyndon B. Johnson aprovechó la situación para pedirle al Congreso total libertad de acción para que el ejército respondiera al supuesto ataque sin restricciones. Así nació una confrontación sangrienta entre Estados Unidos y Vietnam, que concentró las perversiones de la Guerra Fría y que se extendió durante 11 años.

Tiempo después, el día del Año Nuevo vietnamita de 1968, las tropas estadounidenses fueron atacadas por sorpresa. La ofensiva del Tet, como se le llamó, marcó muchas primeras veces. Fue la primera vez que la guerra se trasladó a las ciudades de Vietnam, la primera vez que Estados Unidos se sintió derrotado y la primera vez que los estadounidenses entendieron que esa no era una guerra fácil de ganar. También fue la primera vez que el periódico The New York Times filtró información sobre la guerra que el gobierno escondía.

Robert McNamara (derecha), secretario de Defensa del presidente Lyndon Johnson (izquierda), fue quien encargó la elaboración de los papeles del Pentágono.

Después de la ofensiva del Tet, los estadounidenses dejaron de apoyar la guerra, y Nixon, que se convertiría en el trigésimoséptimo presidente de los Estados Unidos en 1969, le hizo creer a su pueblo que tenía un plan para acabarla pronto y de la manera más pacífica posible. No podía ser más falso. A los pocos meses de subir al poder, Nixon no solo no acabó con la guerra, sino que la extendió a Laos y Camboya a fuerza de bombardeos. Incluso llegó a considerar una bomba nuclear como solución.

Pero Nixon solo seguía la tarea que habían empezado los últimos cuatro presidentes de esa nación. Desde el gobierno de Harry S. Truman, tenían la sensación de que si un país se entregaba al comunismo, el que estuviera al lado iba a hacer lo mismo y así sucesivamente. Era la teoría del efecto dominó. Ahí arrancó todo. Truman financió a los franceses para que recuperaran su colonia en Indochina. Luego siguió Dwight D. Eisenhower, quien le dio todo su apoyo y miles de dólares al presidente de Vietnam del Sur, el dictador Ngo Dinh Diem, a pesar de los indicios que lo mostraban como un terrible opresor. Cuando fue el turno de John F. Kennedy, ya era claro que Diem nunca iba a unir al norte y al sur, y en apenas dos años los integrantes del Viet Cong se habían triplicado.

Una vez asumió el poder, el presidente Richard Nixon prometió acabar con la Guerra de Vietnam. Cuando todo se complicó comenzó a mentir hasta que el escándalo explotó. 

El presidente francés Charles de Gaulle le advirtió a Kennedy, basado en la experiencia de su país, que la guerra contra Vietnam atraparía a Estados Unidos en un pantano militar y político. Pero en Washington decían que su ejército era superior al de los franceses y que con un poco de ayuda a Diem ganarían. Fue asesinado tres semanas antes que Kennedy.

Johnson siguió con las mentiras. En sus discursos televisados decía que hacía todo lo posible por evitar la guerra, cuando en realidad estaba alimentándola. Lo cierto es que ningún presidente quería cargar con el peso de haber permitido que Vietnam del Sur se entregara al comunismo. Los cinco tenían como pretexto la defensa a la libertad al costo que fuera, pero con más de 58.000 estadounidenses muertos por esta guerra, Nixon no la tenía nada fácil.

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En el otoño de 1969, Ellsberg empezó a fotocopiar los 47 volúmenes del expediente secreto Relaciones Estados Unidos-Vietnam, 1954-1967. Era el informe que Robert McNamara les había encargado a Ellsberg y a otros investigadores de la Corporación RAND sobre la guerra en Vietnam. Estas páginas pasaron a la historia como ‘los papeles del Pentágono’.

Hizo varias copias. Unas para los congresistas, que abiertamente eran detractores de la guerra, y otras para filtrarlas a los medios. En el Congreso no tuvo mucho éxito. Los congresistas y senadores temían leerlos, pues enfrentarse al poder ejecutivo era algo impensable incluso para ellos.

Ellsberg siguió su plan y, en marzo de 1971, contactó al periodista Neil Sheehan, de The New York Times, le filtró el informe secreto y rápidamente en el periódico fueron conscientes de la magnitud del caso. Era la chiva del siglo. Por la confidencialidad tan alta no redactaron nada desde las oficinas del diario, sino que alquilaron una suite en el Hotel Hilton de Nueva York.

Primero The New York Times y luego The Washington Post publicaron historias sobre los controvertidos documentos secretos.

Sheehan y el periodista Anthony Russo se tomaron un tiempo para analizar si debían sacar a la luz la información. Los abogados del periódico insistían en que no publicaran una sola palabra, pues —de lo contrario— infringirían la ley. Pero pesó más el deber periodístico que los cálculos políticos y legales, y diez días más tarde, Abe Rosenthal, director del periódico, dio luz verde: el primer fragmento de los papeles del Pentágono se fue a impresión.

Apareció el 13 de junio de 1971 bajo el titular Archivo de Vietnam: el estudio del Pentágono rastrea tres décadas de creciente participación de los EE. UU. Con ese primer artículo, para los estadounidenses quedaba claro que su país entró a la guerra por voluntad, que el gobierno les mentía y que miles de sus soldados morían solo por mantener las apariencias.

Al día siguiente, John Mitchell, el fiscal general, mandó a The New York Times un telegrama en el que ordenaba detener las publicaciones de inmediato. Nixon no estaba nada contento. En una llamada que se filtró dijo: “Ese maldito periódico no sabe lo que le va a caer encima”.

Mientras el Times esperaba un llamado a juicio, la cara de Ellsberg era difundida por todos los medios de comunicación como el responsable de la filtración. El FBI lo buscaba, por lo que decidió esconderse unos días en un motel a la espera de poder seguir con los envíos a la prensa. Fue en ese momento que Ben Bagdikian, subjefe de redacción de The Washington Post, lo llamó.

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En 1971, Katharine Graham ya llevaba ocho años a cargo de The Washington Post. Aunque era de su padre, solo heredó la compañía en 1963, tras el suicidio de su esposo. Pocos confiaban en ella. Una mujer a cargo de un medio de comunicación era fuera de lo común; además, Graham era particularmente tímida e insegura. Una de sus primeras jugadas fue traerse de la revista Newsweek al mítico Ben Bradlee como director. Este mejoró notablemente la calidad del diario y logró que la influencia del Post fuera cada vez mayor. Impulsaba a los periodistas a buscar grandes historias y a investigar al gobierno de Nixon sin pudor. Por eso cuando The New York Times, su gran rival, publicó sobre los archivos secretos del Pentágono, Bradlee no se limitó a citarlos. Quería hacer artículos propios.

El 16 de junio, Bagdikian voló a Boston para recoger la copia que Ellsberg tenía destinada para el Post. Al día siguiente viajó a Washington con 4400 de las 7000 páginas de los papeles del Pentágono.

La caja en la que estaban tenía su propia silla en primera clase. Tan pronto aterrizó, se fue a la casa de Bradlee, donde un equipo de editores y periodistas leyeron los documentos y se pusieron a redactar tan rápido como pudieron. Bradlee sabía que tenía que aprovechar el paro forzado en el que se encontraba el Times y continuar destapando el escándalo.

Mientras su casa hacía las veces de una redacción en cierre, tenía que convencer a Graham sobre la publicación de estos informes. Y no la tuvo nada fácil, pues además de poner su capital en riesgo —el Post estaba a punto de entrar a la bolsa de valores por primera vez—, Graham era una socialité y entre sus amistades estaba McNamara, el mismo que había encargado la investigación secreta.

En The Post, Katharine Graham, dueña de The Washington Post, y Ben Bradlee, su mítico director, son interpretados por Meryl Streep y Tom Hanks.


Eso por un lado. Por el otro, los abogados del Post suplicaban que no publicaran nada. Además de poner en peligro las acciones del periódico, decían que compartir esos secretos de Estado era ir en contra del interés nacional y, sobre todo, podía acarrearles ser acusados de violar la orden judicial emitida contra el Times. Podrían enfrentar un juicio incluso más grave que el del diario neoyorquino.

Aunque Bradlee era el director, fue Graham quien tuvo la última palabra. Cuando fue el momento de tomar la decisión, dijo: “Hagámoslo, publiquemos”. Con esta sentencia no solo defendía la libertad de la prensa, sino también demostraba que tenía el carácter para estar ahí.

El primer artículo en The Washington Post sobre los papeles del Pentágono apareció el 18 de junio y contaba cómo el gobierno había retrasado las elecciones de 1954 en Vietnam, mientras en público decían que apoyaban la democracia. Al día siguiente ya circulaba una orden judicial que les prohibía seguir publicando.

Pero esta ya no era una lucha que solo peleaban el Times y el Post. Era la prensa contra el gobierno. Así lo sentenció Bradlee: “Si nos detienen, siempre habrá otro diario que tome el relevo”. Y así fue. The Boston Globe, The Chicago Sun-Times, Los Angeles Times y los once periódicos de la cadena Knight se pusieron en la línea del frente.

La publicación de los documentos marcó el inicio de una nueva era en el periodismo.

Mientras tanto, Mike Gravel, senador demócrata por Alaska, un don nadie hasta ese momento, hizo una jugada maestra. Ellsberg le había ofrecido los documentos del Pentágono para que los leyera en el senado y él los leyó en público, con voz temblorosa, en una reunión que convocó para tal fin. Así los documentos secretos se convirtieron en públicos en el acta.

El trabajo de Ellsberg ya estaba hecho. Por eso el 28 de junio de 1971 se presentó ante el Palacio de Justicia para admitir que había filtrado los papeles. A la salida, un periodista le preguntó si tenía miedo de ir a la cárcel, pues podía enfrentar una condena de hasta 20 años. Sin titubear respondió: “¿No iría usted a la cárcel si sirviera para poner fin a esta guerra?”. No fue necesario: salió libre bajo fianza.

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La Corte Suprema hizo una sola audiencia el 26 de junio para escuchar los alegatos del Times y el Post. Esa tarde los jueces estuvieron reunidos por horas, pero no dieron su sentencia sino hasta el 30 de junio. El fallo era claro. Con seis votos a favor y tres en contra, la prensa quedaba libre para seguir publicando. Como proclamó el magistrado Hugo Black: “La prensa debe servir no a los gobernantes, sino a los gobernados”.

The New York Times salió más victorioso que nunca, pues además ganó muchísimos nuevos lectores. Rosenthal, su director, dijo en una rueda de prensa que la enemistad entre los dos era un buen síntoma para todos y que nunca debería llegar el día “en que nos vayamos a la cama juntos”.

El Post obtuvo el reconocimiento nacional y sentó un precedente importante, pues más adelante los periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein destaparían en sus páginas el escándalo de Watergate, que terminó con la renuncia de Nixon.

La publicación de los papeles del Pentágono fue el inicio de una nueva era del periodismo que no le temió a la censura y que entendió que debía estar de parte del pueblo. De nadie más.

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