Un salario mínimo bien invertido

Crónicas

Seis meses con un salario mínimo

Por: Andrés Felipe Solano

SoHo le propuso al escritor Andrés Felipe Solano que dejara a un lado toda su rutina, que abandonara lo que venía escribiendo y que se fuera muy lejos de Bogotá, la ciudad donde vive y donde tiene todas las comodidades para que asumiera el ejercicio periodístico de vivir durante seis meses con el salario mínimo.

Aceptó, se fue para Medellín sin familia ni amigos, alquiló una habitación y trabajó en una empresa de confección como un empleado más. Crónica que recoge la realidad de miles de colombianos que deben subsistir con 484.500 pesos mensuales.


Capítulo I

 
1

Al partir en este viaje, mis votos son los de un monje: pobreza y castidad. He decidido vivir seis meses en Medellín con el salario mínimo y no sé cuál será mi casa, si tendré amigos, si un día me acostaré con una mujer. Mis únicas certezas son un número de teléfono y un puesto como bodeguero, que he conseguido a través de un conocido en una empresa de confección infantil llamada Tutto Colore. Repito el nombre en voz alta y con un falso acento italiano: Tu-tto Co-lo-re, una ironía si pienso en la monocromática vida que me espera como operario de una fábrica. Además de mi ropa, en la maleta llevo varios tubos de crema dental y pastillas de jabón, tres desodorantes y dos cepillos de dientes. Es la única trampa que voy a hacer. Los artículos de aseo son lo más costoso de la canasta familiar: en ellos me he gastado unos setenta mil pesos, casi una sexta parte de lo que voy a ganar al mes. En la billetera tengo un calendario de bolsillo para tachar los días en que viviré como un honesto impostor: serán seis meses de ser lo que no soy y de saber lo que puedo llegar a ser.

Ya llevo un día en Medellín. Sentado en un bar del centro de la ciudad, recorro los clasificados del diario El Colombiano para buscar una pieza donde dormir. He encerrado en un círculo unas cuantas habitaciones en lugares que reconozco por libros y guías que leí antes de venir aquí. El clima primaveral que anuncian los folletos es mentira: un termómetro en la pared marca 32 grados, pero estoy contento de no tener que llevar puesta una chaqueta. Podrá sonar ingenuo, pero elegí Medellín porque creo que pasar necesidades en un clima más amable será menos complicado. Siempre he querido vivir en Buenos Aires y quizás ahora mi sueño por fin se cumpla: hay algunas pensiones para hombres solteros situadas en el barrio que lleva por nombre la capital de Argentina. Elijo otro par en Aranjuez y Manrique, unos barrios obreros fundados en la primera mitad del siglo pasado, esa etapa de esplendor de la industria textil. Es como si tirara los dados sobre el periódico.

No sé qué resultará de mi elección. Pero el dinero manda y mi criterio es simple: ganaré 484.500 pesos, incluido el subsidio de transporte, así que según mis cuentas no puedo gastar más de 150.000 por mes en el arriendo. El resto de mi sueldo lo destinaré para los buses y la comida. ¿Me sobrará dinero? ¿Unos 120.000 pesos para darme gustos los fines de semana? Algún helado, las cervezas, una película, una discoteca, la vida. El lujo de ser un soltero sin hijos que gana el sueldo mínimo y no tiene la obligación de enviarle dinero a su madre.

No sobran posibilidades para elegir un cuarto barato en Medellín. Estuve muy cerca de mudarme a una habitación de siete metros cuadrados y paredes descascaradas en el barrio Manrique Central. Tenía una cocineta a medio terminar y un baño sin cortina. El antiguo inquilino se había llevado los bombillos, pero en retribución dejó una revista pornográfica y una olla ahumada. Al frente del cuarto, en un patio interior, quedaba un lavadero de cemento donde los habitantes de la pensión, hombres solos, refregaban su ropa sucia y la colgaban en un alambre retorcido. Sobre el patio daba sombra un bonito samán, muy viejo, a juzgar por las enredaderas que lo cubrían. El árbol fue lo único que no encontré amenazador. El hombre que me mostró el cuarto, un tipo flaco que me recibió en chancletas y sin camisa, me dijo que el teléfono público del pasillo no servía porque lo dañaron al querer sacarle las monedas: "Es que la gente no respeta. No vaya a dejar la ropa colgada durante la noche. De pronto no la encuentra al otro día", insistió.

No me ilusionaba tener que golpear puerta por puerta preguntando por mis calzoncillos. Su sinceridad bastó para que me decidiera a usar el número telefónico que tenía anotado en un papel. Me lo había dado un periodista al que le había contado sobre esta mudanza. Llamé y así fue como apareció en mi vida una mujer que trabajaba en la alcaldía de Envigado. En menos de dos horas me consiguió una habitación en la casa de su mejor amiga, en el barrio Santa Inés, al nororiente de la ciudad. Hasta el 2000, la comuna tres, donde me quedaría, había concentrado la mayoría de bandas de Medellín en su etapa más sangrienta, entre ellas La Terraza, que llegó a dar empleo a unos tres mil sicarios. No sé muy bien por qué, pero algo me decía que ahí, en ese barrio popular que fue campo de guerra, encontraría lo que estaba buscando. Sin pensarlo dos veces, al día siguiente me mudé a ese lugar.

2
He empezado a vivir con tres desconocidos en una casa donde las habitaciones no tienen puerta. Un velo de tela separa mi cuarto del comedor y de una cocina que me tiene deslumbrado: es de metal, vidrio y madera y parece que la hubieran arrancado de un apartamento de estrato seis para empotrarla en un lugar, que, según un recibo de servicios públicos que vi sobre la nevera, es del estrato dos. Pregunté cuánto había costado y uno de los aún desconocidos, una mujer de un metro cincuenta y hablar dulce, me dijo que dos millones de pesos. Los cuartos de la casa no tienen puertas, pero los Carrasquilla, mis anfitriones, poseen una de las cocinas más caras de este barrio que lleva el nombre de una santa.

Hay que reparar en los nombres, a veces el secreto está en ellos. ¿Quien bautizó el barrio sabía acaso que la santa había sido mártir? Dicen que Inés fue juzgada por rechazar un pretendiente noble y sentenciada a vivir en un prostíbulo, donde permaneció virgen gracias a varios milagros. De acuerdo con las Actas de su martirio, aunque fue expuesta desnuda, los cabellos le crecían de manera que tapaban su cuerpo. El único hombre que intentó desvirgarla quedó ciego. Pero Santa Inés lo curó a través de sus plegarias. Luego fue condenada a muerte y decapitada.

La primera noche pegué un mapa de Medellín en una de las paredes de mi cuarto. Antes había revisado allí cómo funcionaba un televisor de perilla y verificado la dureza de mi cama. Ambas cosas iban a ser definitivas en mi nueva vida. Lugares comunes como un televisor y una cama entrañan verdades más profundas de las que uno solo se entera por el paso del tiempo y la experiencia. Lo confirmaría días después cuando sintiera qué significaba trabajar diez horas al día en una fábrica de ropa. Quién sabe si, cuando vuelva a esa casa, mi único deseo será desparramarme en el colchón para ver un programa de televisión sobre casas de campo en Gales.

Don Guillermo Carrasquilla, el dueño de casa, había fabricado el clóset de madera donde colgué las cuatro camisas y los tres pantalones que había traído desde Bogotá. Esa primera noche acomodé en un rincón mis dos pares de zapatos y unas chanclas y me senté por unos minutos en la cama a ver el punto exacto del mapa donde estaba mi nueva casa. Lo había señalado con una estrella mientras doña Lucero Carrasquilla, esa mujer de hablar dulce que es la esposa de don Guillermo, me preguntaba si tenía algún gusto culinario especial. "Fríjoles, me gustan los fríjoles", le respondí sonriente. No esperaba que alguien se preocupara a tal punto por mi comida.

De un modo extraño, mi cuarto se ha vuelto una mala clase de geografía. El mapa sobre la pared muestra los casi 250 barrios urbanos oficiales que tiene la ciudad. Por sus nombres puedo decir que me agradan Moscú No 2, La Frontera, La Avanzada, Caribe, La Pilarica, La Mansión, Ferrini, Castropol y El Corazón. Según los cartógrafos, la ciudad se acaba unas veinte cuadras al oriente de donde estoy. Más allá aparece una gran superficie verde, el pico de la montaña sobre la que fue construida Santa Inés durante los años setenta, justo cuando un código de construcción decretó la discriminación social en la ciudad. Así, El Poblado, el barrio donde terminaron asentándose los adinerados de Medellín, sería una zona residencial de baja densidad, con lotes por vivienda de 1.200 metros cuadrados; mientras que aquí, en el nororiente, las casas tendrían solo 90 metros. He subido a la terraza de esta casa que alguna vez tuvo las paredes de ladrillo desnudo y el piso de cemento —la de enfrente todavía los tiene— para comprobar si el verde del mapa existe a la vista, pero desde allí no se ve. O está muy lejos. Antes se divisa una hilera de ranchos fabricados en madera y zinc, como los quince que este año fueron sepultados por un alud de tierra a causa del invierno. En realidad pudieron haber sido treinta mil las viviendas destruidas, que es el número de casas ubicadas en zonas de alto riesgo de deslizamiento en Medellín y que, por supuesto, no aparecen en mi mapa.

Al regresar de la terraza, decepcionado de las discrepancias entre los cartógrafos y la realidad, paso a la lección de matemáticas. Hago cuentas en la calculadora de mi teléfono, un celular prepago que traje para que me pueda encontrar mi familia. Estoy acostado sobre mi nueva cama, en la que mis pies sobresalen unos cinco centímetros. Por la pieza acordé pagar 250.000 pesos, unos 100 más de lo presupuestado en un principio. Pero este precio incluye tres comidas diarias y la lavada y planchada de la ropa. En verdad es una ganga. Debo tomar cuatro buses al día para ir y volver del trabajo, a 1.100 pesos cada uno, lo que significa que me gastaré 88.000 pesos en transporte. Tendría que vivir más cerca de la fábrica para tomar solo un bus, pero ya es muy tarde para esta clase de contemplaciones. Los descuentos de mi salario por salud serán de 8.674 pesos y por pensión 8.414. Dios, los números me desesperan. Siempre he preferido las letras. Empiezo a pulsar las diminutas teclas de mi teléfono con temblor. Si quito todo eso de los 484.500 que tengo derecho por trabajar casi cincuenta horas a la semana, me sobran 129.412 pesos. Mi cálculo inicial no estaba tan lejano. Y ahora, la gran división, el conejo que sale del sombrero: al día tendría libres 4.313 pesos. Pienso entonces en la templanza, en los espartanos, en los estoicos.

Los Carrasquilla, esos tres desconocidos a quienes he invadido en su casa, se corresponden como las piezas de un rompecabezas. Son una pareja de esposos, él de cincuenta y pocos; ella de cuarenta y tantos, más segunda hija, una veinteañera pelirroja y de andar huracanado. En la sala de su casa hay una mesita con fotos de la familia. En uno de los retratos, ya descolorido, don Guillermo Carrasquilla lleva una melena y unos pantalones de bota ancha que nunca habría adivinado en él. Un domingo, cuando lo saludé por primera vez, me intimidó su pinta de cantante de boleros: ese bigote recortado, su corte de pelo y peinado perfectos, el aplomo de quien va a recitar una copla o a dar un discurso fúnebre, y esas manos endurecidas de maestro albañil. A su lado, en aquella fotografía, Lucero Carrasquilla llevaba un vestido de flores y tacones altos. Aún así le llegaba al hombro a su marido. En otra foto, aparecen sus tres nietos en la piscina que les infla el abuelo durante los días de sol para jugar en la terraza. Ese altar familiar lo acaban de componer unos retratos en blanco y negro de familiares muertos y, en el centro, en un marco dorado, varias veces más grande que los demás, sonríe Astrid Carrasquilla el día en que cumplió los quince años. De Farley y Lili, sus otros dos hijos, no hay ningún recuerdo sobre esa mesa de centro.

Tres noches después de mi mudanza, doña Lucero Carrasquilla dejó de ser una extraña para mí. Antes de irse a dormir descorrió el velo de mi cuarto y se despidió con una frase que me acompañaría el resto de mis días en esta casa. "Mi niño, que la virgen me lo bendiga". De su hija menor me hice amigo desde el primer fin de semana. Sentados sobre la cama de su cuarto, ante su diploma de la Universidad de Antioquia y una colección de collares que alimentan su vanidad, Astrid me invitó a beber una botella de tequila. Se había graduado de comunicadora social gracias a una beca. Siete tragos después, hizo sonar en el computador una veintena de canciones de salsa que jamás había oído. Mi nueva amiga cantó una a una las canciones, paladeando un despecho amoroso que la envolvía por esos días y yo la acompañé en los coros. Fue ella quien me hizo adicto a Latina Stereo, esa emisora de salsa de Medellín que transmite las 24 horas y que me acompañaría en mi cuarto cada domingo. A don Guillermo Carrasquilla me tomó más tiempo conocerlo. El señor con pinta de cantante de boleros se ausentaba con frecuencia de la casa. A menudo, le encargaban remodelar fincas en pueblos de las afueras de Medellín, como Santa Fe de Antioquia, La Ceja y Guatapé. A veces, el maestro de obra estaba hasta una semana fuera. Pero estoy seguro de que fue él quien puso una foto mía en la mesita de la sala al mes de haberme recibido en su hogar.


3

Dos meses después, ya no me siento más un intruso en el barrio ni un incómodo forastero. Lo supe cuando el Tigrillo, un hombre joven en el que no riñen unas gafas de varias dioptrías y unos tenis de jugador de básquet profesional, y que cada día empieza su jornada con un tinto y un cigarrito de marihuana, me apretó la mano con firmeza un lunes a las 6:05 de la mañana. A esa hora, a dos cuadras de mi casa, tomo el taxi colectivo que me llevará al centro de Medellín. Todos los días me bajo en el parque San Antonio y hago fila en un paradero para subir al bus que me conducirá a Guayabal, la zona donde queda mi fábrica. Suelo marcar mi tarjeta a las 6:45 a.m. Recién cuando había cumplido dos meses con la misma rutina de irme a trabajar, me saludó con un firme apretón de manos un personaje del barrio famoso por repartir orden y justicia: cada mañana, el Tigrillo organiza con disciplina marcial la fila para tomar un taxi colectivo que está prohibido por el código de tránsito de la ciudad. En él se suben cuatro personas por turno. Es más rápido que el bus pero vale doscientos pesos más que él y, a esa hora, corro el riesgo de llegar tarde y que me descuenten.

Debo cuidar cada peso de mi quincena. No había calculado en mis cuentas del principio esos doscientos pesos extras. Son cuatro mil pesos con los que ya no cuento. Cuatro mil pesos = tres cervezas y un paquete de cigarrillos menos. En las noches, después de que doña Lucero Carrasquilla me sirve la comida, suelo subir a la terraza a fumar. Fumo a solas mis Soberanos, a manera de oración. Son unos cigarrillos nacionales con olor a vainilla que se consiguen en una cigarrería del parque Bolívar, en pleno centro de Medellín. En diagonal a la cigarrería está La Góndola, el restaurante más barato de la ciudad. Un almuerzo con sopa, un plato de fríjoles con carne, pollo o cerdo y mazamorra vale allí 2.600 pesos, lo que cuesta un pastel de pollo y una gaseosa en cualquier otra parte. Si no me hubiera mudado a casa de los Carrasquilla, los fines de semana los pasaría en La Góndola, llenándome la panza con sopa de pasta y arroz.

Luego de esa bienvenida oficial del Tigrillo, sentí más confianza y empecé a caminar con soltura por las calles de Santa Inés, un barrio en el que a mediados de la década de los noventa las bandas habían decretado un toque de queda a las seis de la tarde. Quien se decidía a violarlo era porque no estaba contento con su vida. Una década después, no tengo que temer por la mía. Puedo ir en paz a comprar una bolsa de crispetas con caramelo en la tienda de la esquina o bajar tres cuadras hasta la cancha de fútbol del barrio a ver la clase de aeróbicos de los miércoles. Esa es una de mis nuevas alegrías. Ver a las vecinas hacer complicadas coreografías al ritmo de Madonna.


4

Una mañana, tres meses después de mi llegada, doña Lucero Carrasquilla me pide que la acompañe a buscar el chicharrón para el almuerzo. Hoy no es un día cualquiera: es un domingo de clásico futbolero entre el Atlético y el Deportivo Independiente de Medellín. Desde las escaleras de la casa alcanzo a ver una camioneta con vidrios oscuros y una bandera del Independiente amarrada al techo. El auto pasa muy despacio, casi desafiante, frente a cuatro jóvenes recostados sobre un muro que tiene una imagen de Andrés Escobar, el sitio de reunión de los hinchas de la camiseta verde antes de los partidos. El conductor baja la ventanilla y les dice algo. La escena es un cruce de insultos. Uno de los jóvenes le da un manotazo a la puerta del conductor. Por un segundo, siento que va a estallar una pelea, pero la camioneta se despide con un chillar de llantas y todo queda en groserías destempladas. Aunque matar parece haber dejado de ser la manera de resolver los problemas en Medellín, la tensión de épocas anteriores sobrevive cuando los equipos de fútbol de la ciudad se vuelven a ver las caras. Por fortuna llevo puesta una camiseta amarilla. Soy neutral.

Volteamos a la altura del rosal de la esquina, uno de los pocos jardines del barrio, y mi madre putativa retrocede para esconderse detrás de mí. Me toma la mano con firmeza, como si estuviera agarrando por el borde la estampita de San Judas, el responsable de protegerla de todo mal y peligro. "Mirálo, yo creo que es el diablo", me dice señalando a un hombre canoso. Está sentado en una silla de metal, mirando cómo un perro callejero roe un hueso todavía sangriento que robó de la carnicería a donde vamos. Era don Roberto Correa. Me hablaba de él como del diablo y uno esperaba voltear y ver a un tipo ceñudo y de ojos rojos, tal vez con un revólver al cinto, listo para matarte con una sola mirada. Pero allí solo estaba un viejo sin nada que hacer. Correa fue el general de la pandilla que diez años atrás había desafiado a la banda La Terraza. Había sido el Padrino de mi cuadra, el maligno de dos manzanas a la redonda, el señor de las tinieblas local.

En un instante, La Terraza tuvo el poder de alzarse contra Diego Murillo Bejarano, alias Don Berna, el hombre que había recogido los hilos de Pablo Escobar. La banda, hoy desarticulada, tenía su cuartel a tres cuadras de la que ahora es mi casa. En uno de los enfrentamientos con Los Chiches —la banda de Correa e hijos— uno de los pandilleros heridos trató de buscar refugio en la panadería que por esa época tenía don Guillermo Carrasquilla. "No lo dejé entrar. Suena cruel pero si lo hubiera hecho me habría ganado a la otra pandilla en contra. Así le pasó a un primo, a quien le pusieron un petardo en la licorera", me dijo un día frente a un plato de morcilla, en medio de una borrachera en ascenso. Era el cumpleaños de su esposa y Astrid le trajo una serenata de mariachis de regalo. Su hija tiene bien merecido su podio entre las fotos familiares. Un año antes le había regalado la cocina a su madre y la semana pasada pagó para que alguien le cantara Un mundo raro y otra docena de rancheras. El trabajo de Astrid en la Universidad de Antioquia parecía haber conjurado para siempre la pobreza de los Carrasquilla.

La noche en que su padre me contaba esa historia, la festejada, cubierta de confeti en el pelo, terció en la conversación: "Negrito, ¿y se acuerda cuando se nos metió ese muchacho con una esquirla en el cuello?". Ese muchacho, al parecer, había llegado hasta la ventana donde estábamos parados. "No decía nada. Le brotaba sangre a chorros, estaba pálido el pobrecito, dio vueltas y después salió como si nada". Lucero Carrasquilla lo contaba horrorizada, como si tuviera que trapear de nuevo el charco rojo que dejó ese hombre. Un pedazo de guerra que había parido el narcotráfico y continuado las milicias, los paramilitares y las bandas también tuvo lugar en la sala de esta casa y en la del frente. La casa en diagonal a la nuestra sirvió de trinchera en varios tiroteos. Pero esta mañana de domingo, luego de ver a Roberto Correa, el ex jefe de una de las bandas de Medellín, casi siento lástima por él: arrastró a sus hijos a la guerra y al final ni siquiera supo quién los mató. Si eran paras, guerrilleros o narcos, quién sabe. Hoy Correa vive sus días en un exilio interior del que, en este instante, lo rescata un perro al que ahora amenaza con un puntapié. Mientras, en busca del chicharrón y ya en la cola de la carnicería, Lucero Carrasquilla hace valer su lugar. El mismo dueño le entrega su pedido: lo viene haciendo desde hace treinta años. Su familia y la de los Carrasquilla llegaron a Santa Inés con semanas de diferencia. La de ella venía de Barbosa y la de él de Sopetrán, un pueblo frutero del que cada fin de semana salían hasta quince camiones con naranjas y mangos antes de que, a finales de los años ochenta, las fincas de la región se convirtieran en casas de recreo de narcotraficantes. Había que dejar atrás esos recuerdos y volver a casa con dos libras de tocino.

Media hora más tarde, parada en la cocina, con un cuchillo en la mano, Lucero Carrasquilla se queja de sus dolencias. Tiene lupus, enfermedad que la ha obligado a transitar por los laberintos del Sisbén, el sistema que en Colombia clasifica a la población en niveles según su poder adquisitivo para que puedan acceder a subsidios médicos. Si no le aprueban la droga que debe tomarse para mantener a raya el lupus, tendrá que poner una tutela ante el Ministerio de Salud. Solo las pastillas le valen 400.000 pesos, casi tres veces lo que los Carrasquilla pagan por agua, luz, teléfono y alcantarillado. En todos ellos se gastan cerca de ciento 150.000 pesos, que incluye el servicio de internet que usa Astrid. "La banda ultradelgada", la llama ella. Por suerte esta casa les pertenece y no tienen que buscar más dinero para el arriendo. En el barrio una casa como la de ellos puede costar casi 300.000 pesos al mes, pero las disponibles se cuentan con los dedos. Santa Inés tiene reputación de ser un buen vividero.

El almuerzo de este domingo, tan abundante como el de todos los días, me ha tumbado en la cama. Decido tomar una siesta y esta vez, por el calor, bendigo no tener puerta. Antes de quedarme dormido me visitan Sofía y Sara, las hijas de Farley, el hijo mayor de la familia, muy querido en el barrio por la habilidad y rapidez con la que enchapa baños y terrazas, y a quien veo muy de vez en cuando a pesar de que vive a media cuadra. Entre sueños las oigo hablar. Se cuentan unos chismes con voz de señora:

—Los policías pasaron y dijeron que iban a matar a los que encontraran fumando.

—No, fueron los muchachos —corrige una de ellas, a media lengua—. Ellos dijeron que los iban a matar.

—Por la casa hay un muchacho que le dicen el carnicero porque los mata a cuchillo —añade la otra.

Como ven que me estoy quedando dormido, se van para la sala a jugar con sus muñecas.

Astrid Carrasquilla lleva a todas partes un cuchillo, pero es muy diferente al del carnicero del que hablaban Sara y Sofía. El de mi amiga es tan pequeño que cabe en su bolsa de cosméticos. Cuando lo vi por primera vez, me pareció una de esas armas blancas que los presos fabrican en la cárcel. Pensé que lo tenía con ella como quien carga un amuleto, solo para sentirse protegida. Pero me engañó: Astrid es diestra con el cuchillo y saca su miniatura de arma antes de que vayamos a comer un helado. Me pagaron el viernes. Ir por un cono doble con leche condensada hasta Vista Hermosa, un barrio cerca de Santa Inés, me parece un buen remate para este domingo de clásico de fútbol. El cuchillo resplandece bajo la luz de su cuarto. Se lo lleva a la cara y tengo que voltear para no ver lo que hace. Un viento frío me pasa por la espalda. Ella ha probado todos los aparatos que se han inventado para encresparse las pestañas y ninguno logra el efecto de su cuchillo sobre ellas. No tiene filo. Se mira al espejo dos veces y me dice con la voz más natural del mundo:

—Ahora sí. Vamos caminando y de paso te muestro El Desierto, un famoso botadero de cadáveres.

Atravieso con ella varias calles del barrio, cargadas de humo. Un incendio ha devorado parte de una montaña cercana. Cada esquina guarda recuerdos de muertos sin manos, fuego cruzado en las noches, Kawasakis que no paran de rugir, bombas en panaderías o licoreras. Un tour macabro pero necesario para entender el horror que vivió mi nueva familia cuando yo estaba ausente, en Bogotá, esa ciudad donde nunca pasa nada.

Capítulo II

Tengo hambre y quisiera comprar una bolsa de churros recubiertos de azúcar, pero no me alcanza la plata. Mañana deberían pagarme mi cuarta quincena y ahora solo me queda lo del bus. Hago fila en el paradero del 069, la ruta que desde hace dos meses tomo cada día para ir a mi barrio. Son las siete de la noche y acabo de salir de la fábrica. Los churros valen mil pesos. El bus, mil cien. Tendría que pedir prestado, pero la pregunta es a quién. No sé. En el trabajo todos estamos igual: en las últimas. Menos mal que Lucero Carrasquilla me espera en casa. El mes pasado le tuve que pagar cinco días después de lo convenido. Una niña embarazada se ha sumado a la fila y compra una bolsa de churros. Ya somos seis en el paradero: un viejo con unas cantinas de leche desocupadas, dos señoras de mediana edad que chismosean entre risas, un hombre sin la pierna derecha, la niña encinta y yo. Todos los días veo media docena de muchachitas con la barriga crecida en uniforme de colegio.

Los churros huelen muy bien. El hombre que los prepara lo hace con toda la curia del caso. "Curia". Así dicen los paisas al trabajo hecho con el mayor de los cuidados. El lenguaje clerical, heredado de la asfixiante presencia de la Iglesia en sus vidas por tres siglos se cuela por todos los rincones del habla de los antioqueños. Cuando doña Lucero Carrasquilla anuncia a cuatro voces que va a dedicar el día a limpiar la casa a fondo, suelta un sonoro:

—Ahora sí vamos a sacar al demonio.

En el paradero del 069 descubro que mi zapato derecho tiene una mancha de pegante y no tiene cara de salir con facilidad. Quisiera comprar un par de tenis que el otro día vi en el Hueco, ese mercado gigante en el centro de Medellín que queda a unas cuadras de aquí. En el Hueco todo huele a contrabando y es fácil caer en la trampa de toda vitrina: "Tú acá y yo allá". De ambos deseos primarios, dulces recién hechos y ropa nueva, se compone una parte de mi nuevo mundo. No tener dinero es como andar por la calle desnudo o haber perdido a la madre en la infancia. Es difícil luchar contra este sentimiento de orfandad. ¿Pero qué es tener dinero? ¿Y si se tiene dinero, qué se es? Dicen que la única manera de dejar de pensar en el dinero es tener tantísimo que ya no importa su valor. ¿Y cómo se hace? ¿Traficando droga?

No debería quejarme. Uno de mis compañeros en la fábrica gana lo mismo que yo y tiene un hijo. Sin duda, lo ayuda que su mujer también trabaje. Acaba de pasar de secretaria a vendedora con comisión y moto en una empresa que vende llantas para tractores. Él está feliz por ella, pero también sabe que a la hora de las peleas su salario mínimo es una pompa de jabón como escudo frente al de su señora. Así la llama: "Mi señora". Yo no tengo señora, pero preferiría tener señora antes que dinero. Mi compañero de la fábrica estuvo unos nueve años en el Éxito, también de bodeguero. Qué nombre para un almacén de cadena: el Éxito. Cuando lo despidieron, le pagaron un millón de pesos por año trabajado. Cada diciembre, entonces, recibía aguinaldo, bonificación y prima. Cuando le pasaron la carta de despido, lloró como un niño. "Un mes completo llorando", me dijo en un almuerzo. Si no lo hubieran corrido, se habría jubilado en unos años más.

Por suerte, en media hora estaré sentado en la mesa de mi casa con un abundante plato de comida recién preparada. Los churros eran un antojo idiota; los tenis, una vanidad. Cuando sean una necesidad, veré qué hacer. Además, me gustan mis zapatos viejos. Pero me atormenta una duda: ¿y si llego estrenando será que la mujer de la fábrica que me gusta me mirará por fin? Para amar se requiere plata, y a veces más que para otras cosas. La poderosa economía del amor. Podría pedir que me presten para comprar los tenis. Valen 70.000 pesos. Pedir, pedir, pedir, pedir, pedir. ¿Pero a quién? O tal vez podría sacar un par a crédito en Flamingo, pero serían otros tenis. No esos que quiero. Ese almacén es la salvación de unos y el grillete de una legión. Llegas, te abren una cuenta con apenas dar tu nombre y sales con lo que has deseado todo el mes. Luego vuelves al mes siguiente. O a los quince días. La gente hace fila para entrar a un lugar como Flamingo. No me gustan las filas. Cuando me paguen, preferiría jugar a la lotería. O entraría a uno de los nuevos casinos que abrieron en el centro. El azar podría ser un remedio contra la escasez.

Una solución que no dependa de la suerte sería acudir a un usurero. Una vecina del barrio suele pedir plata prestada a través de una modalidad atroz que se llama "el pagadiario": llamas al celular de un muchacho de la cuadra que siempre tiene efectivo, él te presta sin papeles ni fiadores y a las dos horas tienes tu plata. El problema viene cuando no pagas. Entonces, el muchacho golpea dos, tres veces, tu puerta el mismo día. El muchacho viene por ti a la semana. El muchacho deja de ser el muchacho y ya no tiene celular: tiene otra cosa en las manos y, en un segundo más, puedes ser carne de muchacho.

Busco en mi bolsillo derecho y confirmo que las monedas con que debo pagar el bus están allí. ¿Qué haría si las perdiera? ¿Solo se puede vivir con dinero? Aquí viene el 069. Está repleto. Allí va el 069. Mientras espero el siguiente bus, recuerdo una frase: "Es mejor ser rico que pobre". Nunca entendí por qué se volvió tan famosa. Me pregunto cuánto sería un salario mínimo decente. ¿Ser pobre es ganar el salario mínimo? No, si creemos en los informes del Departamento Nacional de Planeación, no lo es. En una ciudad, se denomina "pobres" a los que reciben 245.000 pesos al mes; en el campo, a quienes viven con 165.000. El hombre de los churros desarma su puesto, pero no puedo evitar seguir pensando en el dinero. ¿Se trata de no desear nada? ¿Si en verdad hubiese nacido en un barrio popular de Medellín, qué ruta habría elegido? ¿La del dinero fácil? Nunca lo sabré. En todo caso no desearía estar muerto. Si uno está muerto, no desea nada.

Ya son las siete y media. No entiendo por qué se tarda tanto el otro 069. Tres señoras que llegan a la fila me proponen que nos vayamos en un taxi. Sería perfecto: hay un partido de la Copa América que empieza en un cuarto de hora. Si espero el bus me demoraría media hora hasta llegar a la casa. Les digo que sí. Caminamos hasta la otra esquina y me acuerdo que tengo 1.100 pesos en los bolsillos. Nada más. Cada uno tiene que poner 1.300 para el taxi. Le digo en voz baja a una de las señoras que me faltan 200 pesos. "Mijo, pero qué le pasa. Vamos, a ver", me reprende indignada. Contra la falta de plata, a veces queda la solidaridad. Los ricos no suelen ser solidarios. Es mejor ser pobre que rico. La gente no es rica ni pobre: es gente. "En Colombia, el 44% de la gente vive en la pobreza", decía el periódico de hoy. Paramos un taxi, pero antes de montarme rebusco en el bolsillo izquierdo y descubro un papel arrugado. Es un billete de 1.000 pesos. Los 1.000 del paquete de churros que no me compré.

Capítulo III

Las cien personas que trabajan en la fábrica de ropa Tutto Colore apenas se han dado cuenta de mí. Podría haber sido un actor, pero soy tan invisible que más parezco un extra. Quisiera creer que todo se trata de una gran impostura, pero la verdad es que ya soy un bodeguero: llevo un mes siéndolo, unas diez horas al día. Durante estas cuatro semanas en la empresa he repetido un puñado de frases que apenas varían: "Sí, señor. No, señor. Ya mismo lo hago". He aprendido a moverme con la agilidad de un pez vela por el segundo piso, donde está mi puesto de trabajo.

Cada día almaceno bolsas con prendas de vestir en unos estantes de metal que parecen el costillar de un transbordador espacial. Llevo también un inventario de camisetas y sudaderas sobre una mesa tan larga como la del comedor de un colegio y recibo con humildad benedictina órdenes de mi jefe, un hombre neurótico que nos prohíbe oír música a mí y a mis compañeros de faena. En los otros pisos de la fábrica, los operarios fruncen menos el ceño. Se relajan oyendo rancheras, merengues, baladas. Nosotros trabajamos sin banda sonora. Si pudiéramos balbucear alguna canción, la que fuera, estoy seguro de dos cosas: 1. Que los hombres con quienes trabajo dejarían de obsesionarse en hablar sobre la manera de complacer a sus mujeres y 2. Que yo no desarmaría mentalmente mi vida una y otra vez como si se tratara de un cubo Rubik.

Mi rutina laboral comienza a las 6:45 de la mañana. A esa hora el portero de la empresa, un hombre calvo al que se le enredan las palabras en la boca, me abre la puerta y saluda con un desganado buenos días. Busco en la entrada una tarjeta amarilla con mi nombre y la deslizo por la ranura de un reloj de metal muy parecido a una pequeña caja fuerte. Odio el ruido que hace en la mañana, ese clack pesado como un grillete; adoro la música que sale de sus entrañas a las cinco de la tarde, mi hora de salida, como un chasquido de dedos que me devuelve al mundo. Cada vez que marcas tarjeta en una fábrica es como poner un precio a tu día. El mío vale 14.500 pesos.

Antes de que otro reloj señale las siete de la mañana, saco mi uniforme de un casillero marcado con el número 49 y me cambio en el último baño de la segunda planta, el único con un orinal. Los otros baños son para las operarias de la Sección de Terminación, mis compañeras de piso. Son mujeres que revisan posibles imperfecciones en la ropa que sale de las máquinas de coser ubicadas una planta más arriba, y también doblan y empacan las prendas. Entre ellas está la mujer más bonita de la fábrica, una niña que revisa con la concentración de un banderillero las costuras de blusas, pantalonetas y vestidos, envuelta en una bata de cuadritos. En cuanto a mí, el vestuario es simple: una camiseta de dotación azul, hecha de algodón y con un cuello grueso que me ahorcó durante la primera semana de trabajo. Lo termina de componer un jean con el tiro demasiado largo que compré en el centro por 15.000 pesos, y un par de zapatos viejos que me sientan como un guante. Estos son los únicos con los que resisto las diez horas que dura mi jornada.

Un día, dos meses después de llegar a la fábrica, el pago del sueldo se retrasó y empecé a sentir que mis zapatos me apretaban. Había cumplido puntual y obediente la misma rutina: marcar tarjeta-uniformarme-contar-almacenar y mover cajas-volver a marcar tarjeta. Pero la quincena ya llevaba dos días de retraso y necesitaba comprarme una cuchilla de afeitar y una pastilla para la gripa. Tenía plata solo para una de las dos. Pensé en buscar un trabajo extra. Uno de mis compañeros, por ejemplo, atiende un carro de perros calientes los fines de semana y otro es mensajero de una droguería. Trabajan siete días a la semana, cincuenta y dos semanas al año, y crecieron en unos barrios populares donde sus amigos cambiaban de moto cada dos meses. Hoy sus amigos están muertos. ¿Es acaso mejor estar vivo y marcar tarjeta en una fábrica?

El día en que los zapatos me estaban matando, le pregunté a la secretaria de la empresa por qué aún no nos consignaban la quincena.

—No sabemos cuándo se les pueda pagar —me dijo, con cara de pésame.


2

La fábrica Tutto Colore queda en una esquina de Guayabal, el parque industrial de Medellín, sobre una avenida de árboles ennegrecidos por el humo de los buses. La circundan y le hacen sombra unos vecinos poderosos: las chimeneas de Noel, la Compañía Colombiana de Tabaco, gaseosas Postobón y Estra. Hace dos años Tutto Colore saltó de ser una empresa que funcionaba en una casa vieja de dos plantas a convertirse en un edificio de ladrillo de cinco pisos. El salto parece haberla dejado sin aliento. Al igual que las primeras fábricas textiles que se crearon a principios del siglo XX en Medellín, esta es propiedad de una sola familia: los cinco hijos del ex dueño, el fallecido Ernesto Correa, se reparten ahora las gerencias. El patriarca y fundador, que murió de cáncer, sobrevive ahora en unas fotos enmarcadas y recubiertas por una pátina. Los retratos, pegados a la entrada de cada piso, llevan su imagen como si se tratara de un santo patrono. Debajo de ellos se lee una sentencia lapidaria, una oración sacada de la sabiduría empresarial: "El trabajo es el único capital no sujeto a quiebras".

Un día después de la celebración del Día del Trabajo, la tarde del 2 de mayo, el gerente general de Tutto Colore, un hombre bajito que siempre lleva en la mano una pequeña bolsa de cuero —nadie sabe qué carga en ella—, pidió que nos reuniéramos para explicarnos por qué el sueldo no estaba llegando a tiempo. Por la fecha, más que una paradoja parecía una broma pesada. Cuando lo vimos aparecer por las escaleras, traía la cara de un adolescente al que su madre le ha acabado de confesar que es su hijo adoptivo.

—En casi tres décadas de existencia —dijo—, este es el peor semestre en las finanzas de la empresa.

Una muchacha de la planta de confección que tiene tres niños se mordió la boca. Creí que iba a sangrar.

Como si se tratara de una tarea escolar, el hombre recitó las razones que explicaban el retraso del pago de la nómina. Eran unos cincuenta millones de pesos cada quincena: 1. El hueco que le dejó a la fábrica un millonario robo continuado hecho por una empleada de confianza. 2. El aliento del dragón chino sobre nuestra nuca con productos baratos que llegan vía Panamá. 3. El desplome del dólar, que en menos de seis meses bajó 500 pesos. En este punto dejé de oírlo y me concentré en un tic que se había apoderado de él. Era como un movimiento espasmódico, casi imperceptible, que lo obligaba a subir y bajar el hombro derecho cada cinco segundos. Mis compañeros miraban al suelo. El gerente continuó, entre nervioso y avergonzado, con sus malas noticias. Recitó una cuarta razón por la que no podía pagarnos la quincena: nuestros grandes deudores. Por ejemplo, una empresa mexicana a la que le facturamos una importante suma de dinero y que hasta ahora no nos ha pagado. El hombre guardó silencio, tal vez esperando la reacción de los operarios. Solo uno de mis compañeros preguntó:

—Mañana no tengo para el bus. ¿Qué hago?

En la cadena alimenticia de la industria textil, Tutto Colore es apenas un atún mediano que puede ser tragado por cualquier ballena. Los obreros somos el fitoplancton. Unos días de retraso en el sueldo se traducen en cortes de luz por no haber pagado o en hacer llamadas a los familiares más pudientes buscando plata para el transporte. En mi caso, bajarle la guardia a mi casera con algún chiste barato y pedirle un compás de espera para pagar el arriendo. Aunque la mala racha no es un caso exclusivo de Tutto Colore: es solo un síntoma de la agonía de la industria textil por la caída del dólar. Doce mil empleados de estas fábricas ya perdieron su trabajo en el primer semestre del 2007 y algunos trabajadores de la empresa han empezado a emigrar antes de que les llegue una carta de despido. Uno de mis compañeros me dijo en un pasillo que se iba al Chocó a administrar una ferretería. Su última tarde en Tutto Colore coincidió con el Día de la Madre. Mereció un pedazo de torta y helado de ron con pasas y algunas palmadas en la espalda por esa década y media de haberse partido el lomo en esta fábrica. Algo huele mal en la ciudad. Miles de paisas se abrieron paso a través de una geografía agreste y fundaron Medellín, la gran ciudad de las fábricas. Ahora sus descendientes retornan a la humedad de la selva.



Una mañana, antes de salir de la casa para la fábrica, puse una nueva rayita en el calendario de bolsillo que guardo en mi billetera. Lo miro después de bañarme con agua helada como un soldado mira la foto de su novia bajo el ruido de los aviones enemigos. Hoy taché el martes 3 de julio. Desde hace una semana, y para el bien de mi salud mental, tengo una nueva responsabilidad en la empresa: acompaño al chofer de Tutto Colore en sus recorridos por los talleres caseros, a los que la fábrica les encarga la terminación de prendas con alguna característica en especial. Por ejemplo, un broche doble. Mi tarea es reemplazar al antiguo ayudante del conductor —quien se fue a trabajar a una empresa de vigilancia en la que le pagan casi dos salarios mínimos por cuidar un parqueadero—. Dejar la bodega y salir a las calles de la ciudad ha logrado salvarme de mi trabajo de robot de los cuatro meses anteriores, en los que se me iba la vida contando mamelucos para niños.

Una tardé conté 1.253 prendas de vestir, y anoté el número en un papel para acordarme siempre de lo que un hombre puede hacer por dinero. Un compañero bodeguero que antes trabajó en Noel había pasado tres años y medio, de diez de la noche a seis de la mañana, viendo desfilar millones de galletas por una banda. Era eso o no alimentar a su hijo recién nacido. Otro, que se enganchó en una empresa de cosméticos, trabajó durante tres meses en jornadas de doce horas y en aquel trimestre solo descansó un domingo al mes. "No me hubiera importado hacerme matar con tal de seguir con ese sueldo. Era una belleza", me dijo a la hora de la salida, frente a los casilleros de la fábrica.

En esos meses, él perdió seis kilos.

En estos meses, solo he bajado un kilo y medio.

Ahora me he convertido en el segundo de don Jaime Isaza, un canoso fortachón que maneja una camioneta de la empresa por Medellín. Hace ya siete días que llenamos el tanque con un billete de 50.000 y vamos de taller en taller recogiendo docenas de talegos con la ropa terminada. La mayoría de estas fábricas en miniatura, armadas en el comedor o la sala de casas, están en barrios populares. Se reconocen desde la calle por las luces de neón empotradas en el techo y el ruido afanoso de una máquina para confeccionar ropa. La que más me agrada visitar es una que queda en el barrio Manrique, en una casa vieja que custodia un perro tuerto.

La dueña, una señora que por sus vestidos parece haber quedado anclada en otra época siempre nos da jugo de mora cuando Isaza y yo terminamos de cargar la camioneta con talegos repletos de ropa. A simple vista, esos talegos significan más ventas, la certeza de que el bache económico del primer semestre quedó atrás, en eso confía el nuevo gerente, un hombre alto y amable, que recoge cada hebra que ve en el piso de la fábrica para echarla a la basura. Para él, los talegos son como cartas venidas desde lejos con buenas noticias. Por ahora, nosotros somos los carteros.

Hoy, martes 3 de julio, ha sido un día tan largo como los de Alaska en su verano. A las nueve de la mañana, Isaza y yo fuimos al aeropuerto de Rionegro a dejar una exportación en los muelles de carga. Los agentes de aduana le hicieron firmar un documento en el que declaraba no tener droga camuflada entre las cajas con ropa que viajaban a España. Antes de bajarlas de la camioneta, le tomaron una foto con las cajas detrás como prueba documental. Si las autoridades españolas encontraran cocaína entre sudaderas y vestidos, sabrían qué hacer.

A eso de las diez de la mañana, bajo una lluvia apocalíptica, salimos del aeropuerto hacia una cooperativa en La Ceja, un pueblo a media hora de Medellín: teníamos que entregar una máquina de coser. Mientras la descargaban, Isaza me pidió plata prestada para comprarle a su madre unas hortalizas frescas que venden en un mercado parte de la misma cooperativa. Le presté 3.000 pesos con los que había pensado tomarme un par de cervezas después del trabajo. A veces, por las tardes, cuando salgo de la fábrica, paso por alguna heladería del centro. Así se les llama a los bares antiguos de Medellín. Son como casas de té para los antioqueños solitarios. Las muchachitas que atienden las mesas son sus geishas de tierra caliente: se dejan invitar a una copa de aguardiente, les ponen sus canciones favoritas en las rocolas y oyen con paciencia las historias de estos hombres de manos tan grandes como las de Isaza.

De regreso a Medellín, con las ventanillas de la camioneta abiertas y el olor a pasto mojado, el conductor de Tutto Colore me muestra algo. Es el parador Tequendama, donde, cuando le sobra algo del sueldo, invita a su novia a comer trucha y a ver una cascada bajar por las montañas. Isaza me sugirió que hiciera lo mismo, pero mis votos de pobreza y castidad se han cumplido.

Él tiene más de cincuenta años, una novia y dos divorcios.

Yo sigo sin tener señora. La que tenía nunca entendió por qué me vine a Medellín.

A la una y media de la tarde, regresamos a la empresa para tomar el almuerzo. Como todos los días, tuve que calentar mi comida en el microondas del quinto piso y devorarla en quince minutos. Ese es el tiempo reglamentario para alimentarnos. Fueron dos presas de pollo sudadas, arroz, papas fritas y medio plátano maduro. Después de las dos, el jefe de la bodega, ese hombre sin sentido musical, nos encargó llevar unos botones, bandas elásticas y marquillas a un taller del barrio San Javier, en la comuna 13, en el norte de la ciudad. "Hace unos años no habríamos podido asomarnos por allá", me dijo Isaza mientras encendía el motor de la camioneta.

Hace años, recuerdo haber visto en el noticiero cómo un helicóptero negro levantaba los techos de zinc de algunas casas de San Javier, un barrio de calles laberínticas y empinadas como el mío. En aquella zona, la policía y el ejército se enfrentaron a quemarropa con milicianos y paramilitares. Al final, un hombre cayó muerto en el fuego cruzado mientras trataba de alcanzar una cabina telefónica para avisarle a su familia que estaba vivo. Han pasado cinco años desde aquella mañana que vi por televisión el día en que la guerra entraba a una ciudad de Colombia. Junto a Isaza, durante media hora recorrí las calles de San Javier y en ese tiempo conté seis jóvenes en sillas de ruedas.

Nuestra segunda asignación de la tarde fue ir a un barrio que está sobre un antiguo basurero. Debíamos recoger allí una docena de talegos de ropa. Era Moravia. O lo que quedaba de él. La noche anterior de mi mudanza a Medellín un incendio acabó con doscientas casas de este barrio. Mis recorridos con Isaza se estaban convirtiendo en la comprobación de las tragedias de la ciudad. Moravia es el sitio donde he visto a más perros vagar sin dueño. A las cuatro y media de la tarde regresamos a la fábrica con las gargantas tan secas como un manglar muerto y de inmediato descargamos los talegos.

Ya casi son las cinco, la hora de salida. Siento como si hubiese adquirido ciertas habilidades especiales. He aprendido a identificar las prendas que vienen en los talegos sin necesidad de abrirlos. El que llevo ahora a mis espaldas por una escalera que va al segundo piso tiene pantalonetas de dril y por eso pesa tanto. Me siento como uno de esos joyeros capaces de ponerle precio a un diamante con apenas sostenerlo sobre la palma de la mano, una virtud por la que me pagarían más de un salario mínimo. Pero la única verdad es que mi columna vertebral cruje al final de esa escalera. Es el último de los talegos que trajimos de Moravia. De nuevo olvidé subir a la sección de corte y pedir prestado un cinturón para prevenir una futura escoliosis. Es un artículo parecido al que usan los fisicoculturistas cuando entrenan. Si continuara haciendo este trabajo sin llevarlo puesto, en cinco años tendría mi columna como una letra ese.

Huelo muy mal después de diez horas de trabajo. En la sección de Terminación descargo el talego con la camiseta empapada de sudor. El lugar está vacío. Las mujeres que trabajan revisando las prendas se han ido a las tres de la tarde. Al recorrer sus cubículos vacíos me deprimo. No hay nada más desolador que sus herramientas de trabajo regadas y huérfanas. En uno de los cubículos, veo un cuaderno con ositos en la portada, el caucho para el pelo que alguna de ellas olvidó, un esfero mordido en la punta. En otro, veo una máquina para etiquetar ropa marcada con una calcomanía que dice "corazón valiente". No hay nadie alrededor. Camino hasta la silla donde se sienta la jefa de la sección, una señora que lleva trabajando años en la empresa. Vive en una casa al lado de un río, en Caldas, un pueblo a 45 minutos de Medellín, y tiene un afiche sobre el comedor en el que un hombre de espaldas se enfrenta a dos caminos: el Recto y el de la Perdición. En el primero, aparece la figura de un azadón, una mujer y unos niños sonrientes y una casa modesta con un jardín. En el segundo, hay una botella de aguardiente, un fajo de billetes y monedas, un arma y un ataúd. Conozco ese afiche porque he ido con Isaza a recoger talegos de ropa de los que la señora se ocupa los fines de semana para ganarse unos pesos de más. Unos pesos de más son unos pesos de más: por enganchar cada prenda y embolsarla se gana 150. Hace unos meses, ese afiche me habría parecido de un maniqueísmo insoportable.

Hoy también creo que solo hay dos caminos. Doña Luz Castro, así se llama la mujer, escogió el recto a pesar de que su casa no tiene jardín. De otra manera no me explico la tranquilidad que desprende cada vez que me acerco para hacerle una pregunta de trabajo. Parado a su lado, me toca algo de su paz interior. Sé que esto suena demasiado metafísico, pero no tengo una mejor explicación y no me he molestado en buscarla. A veces las cosas son como son, así suene a Cantinflas. ¿No es suya la frase "hay momentos verdaderamente momentáneos"?

Quisiera que ella todavía estuviera aquí para que el cansancio después de un día tan pesado se desvanezca. En su lugar, se acerca mi jefe y me dice que tiene otro encargo: tres talegos para recoger en el barrio Castilla, al otro lado de la ciudad. Son las 4:50 de la tarde. El incansable Isaza me espera en la calle con el motor prendido.

4
Han transcurrido cinco meses y medio desde que aterricé en Medellín y empecé a trabajar en la empresa. Es viernes por la tarde y estoy sentado en el último baño del segundo piso de la fábrica. Si aguzo el oído, puedo oír su funcionamiento en pleno. Cierro los ojos y se me aparecen las cortadoras del quinto piso, las bordadoras y estampadoras del cuarto, las cincuenta máquinas de confección del tercero, a estas alturas, sonidos tan familiares como las teclas de un computador. Mi jefe debe creer que sufro de diarrea crónica. Visito la taza a menudo, pero por otras razones. Aquí he tomado notas sobre qué diablos es vivir con el salario mínimo. Cada vez que escribo algo en esta libreta negra siento que la respuesta se aleja como un barco mercante rumbo a Oriente. Una vez también leí aquí, con los ojos aguados, una carta que me entregó una joven operaria junto a un paquete de galletas de chocolate y aquí mismo tomé aire durante los momentos más duros de mi estadía en la fábrica, de esta travesía por el desierto.

Desde que trabajo en la empresa, las metáforas bíblicas vienen a mí con más frecuencia de lo que quisiera. Algunas mañanas en las que el bus me dejaba quince minutos antes de lo usual en la esquina de la avenida Guayabal donde queda Tutto Colore, decidía caminar hasta una iglesia cercana. Eran raptos religiosos que nunca antes había tenido. Sentado sobre la última banca, le pedía a una estatua de yeso darme más fortaleza para alcanzar las cinco de la tarde y de paso hacía tiempo para no llegar tan temprano a marcar tarjeta. En dos ocasiones, me encontré aquí con doña Luz pidiendo el temple necesario para seguir por el camino recto. Después de una breve oración, iba por un buñuelo de cien pesos a una panadería. Me lo comía en forma de hostia antes de entrar a la fábrica y ponerme el uniforme en el mismo baño.

Ahora que he soltado la cisterna, me lavo las manos y me miro en un espejo. Mi pelo ha vuelto a crecer desde que me lo corté a ras antes de venir a Medellín. Esa tarde, cuando salí de la peluquería, se abrió un paréntesis en mi vida. Quedan pocas horas para cerrarlo: hoy es mi último día en la fábrica. La niña que me regaló la carta y las galletas me llama. Acaba de llegar la comida. Mis compañeros de la bodega compraron una torta y una Coca-Cola para despedir a un hombre que nunca les dijo quién era en realidad.

Capítulo IV

Frente a mí, una pareja se prepara para salir a la pista de baile. La mujer debe pesar más de cien kilos y es bonita como un globo aerostático que surca un cielo libre de nubes. Su cara es blanca y limpia y sus ojos guardan esa tristeza de sentirse observada a diario con estupor. Sobre una báscula, el hombre debe registrar la mitad de su peso. Para no verse tan desiguales a la hora de bailar, el hombre usa una chaqueta muy amplia que le llega a las rodillas. La ama y por eso no quiere que sufra con las miradas de los demás cuando el DJ les ponga un bolero de Toña La Negra, se paren de la mesa de enfrente y empiecen a moverse lentos en una esquina de Brisas de Costa Rica, este bar de salsa en el centro de Medellín al que he venido por lo menos una noche de cada quincena desde que llegué a esta ciudad. Hoy será la última vez que vea a Alirio, el DJ del bar, y el retrato del papa Juan Pablo II que tiene en la barra. Mañana regreso a Bogotá. Durante seis meses, Brisas de Costa Rica ha sido el búnker donde me he refugiado para estirar las piernas después de las largas jornadas en la fábrica. Me despido del lugar que hice mío, este bar donde una docena de hombres solitarios trata de sepultar una semana de trabajo a punta de movimientos frenéticos, tumbadoras y trompetas.

En las tardes, Brisas se llena de varones que piden una cerveza y bailan solos bajo las lucecitas de Navidad que adornan el sitio. Bailan salsa o mambo sin pareja. Casi siempre somos los mismos: el hombre en silla de ruedas que se sienta en una mesa cerca de la entrada; un gordo que habla solo y trabaja para la Secretaría de Salud del municipio; un joven arquitecto que a veces va con su novia, una mujer mayor de pelo parado y botas de tacón puntilla, y Guillermo León. La primera vez que vi bailar a León entré en un trance hipnótico: me sorprendieron sus movimientos, una mezcla de break dance y sofisticados pasos de salsa. Esa noche él vestía de negro y tenía un reloj pesado como un tejo que ya no lo acompaña. Esa noche, también, compartimos una cerveza y me contó que había aprendido a bailar en Nueva York. Le enseñó un italiano para quien trabajaba en los años setenta. Desde aquel día hice de Brisas mi fortín y traté de memorizar los pasos de Guillermo León, su resbalar sobre las baldosas, la mano quebrada sobre el pecho, la risa que nunca le abandona. Desde entonces, cada mañana en la ducha, antes de salir para la fábrica, traté de imitarlo.

Me siento extraño mientras la pareja de enamorados baila un segundo bolero. "Mañana ya no debo volver a la fábrica", me digo como si mi cuerpo me pidiese regresar a ella. Me he sentado siempre en la mesa de Brisas que está a la izquierda de la entrada. Desde aquí puedo ver a la gente que pasa por Tejelo, ese callejón empedrado. Es un paseo peatonal oloroso a mango, a pescado y a morcilla, por el que he visto caminar a una indigente en calzones, a un borracho con una botella de alcohol antiséptico mezclada con Coca-Cola y a la Reina del parque Bolívar, un travesti cincuentón que en la noche se cambia cuatro veces de ropa. Acaba de entrar a Brisas con un canasto en el que vende cigarrillos, chicles y condones. El travesti se llama Danny y se jubiló de la empresa Fabricato. Hoy tiene una tiara, una peluca canosa y un vestido de raso color carmín. La pareja de enamorados le compra un paquete de Kool antes de sentarse y la única mesera de Brisas lo saluda de mala gana. Al verlo entrar, el DJ cambió de disco con rapidez e hizo sonar cinco segundos de una charanga que dice "mariquita, mariquita". Al fondo, donde está la barra, Alirio se ríe como un niño que le ha pegado a un perro con una cauchera. Danny pasa frente a mí ofreciendo sus artículos y no me saluda. El día en que me lo presentaron olvidé que era una dama: le estreché la mano con excesiva fuerza y su rencor quedó decretado. Aún estoy solo esta noche. Ya deberían haber llegado Astrid Carrasquilla y María Elena González, su mejor amiga, la que me consiguió la habitación en Santa Inés y me presentó el Brisas. Ambas me patrocinaron durante estos seis meses la mayoría de las cervezas que me he tomado en este lugar en el que el Alirio es el sacerdote máximo. El DJ cambia una vez más de disco y arranca El pollino. Puedo reconstruir a la perfección la mañana en que salía de la casa para la fábrica a tomar el colectivo en la esquina y sonó esta canción en el pequeño radio que me prestó la mejor amiga de Astrid para oír la emisora de salsa Latina Stereo. Había dormido poco, llovía y no tenía paraguas y el Tigrillo, ese guardián del barrio, ni siquiera estaba para organizar la fila, pero bastó un par de compases de este mambo contundente para que recobrara el brío y enfrentara otro día de trabajo. Al cliente de la silla de ruedas parece que le gusta tanto El pollino como a mí. Cierra los ojos para oírlo. En su cabeza debe estar dando vueltas enloquecido como lo hacía antes de que una bala perdida lo dejara cuadrapléjico. Es un cliente muy antiguo, me ha contado la mesera, una mujer con una de las sonrisas más bonitas que he visto a pesar de que le falta un diente. Un muchacho con alguna clase de retraso mental está enamorado de ella. Por lo menos una vez en la noche pasa por Brisas, le compra un cigarrillo y pide que se lo fume frente a él. El espectáculo de estos tres personajes me hace pensar en la vida como un puñado de soledades que se acompañan por un par de horas.

Se acaba el mambo y la música deja de sonar por tres segundos. Alirio nos maneja con el dedo meñique. En medio de la fiesta —ya no hay mesas disponibles— suena Los desaparecidos, una canción muy lenta de Rubén Blades. Desde que Brisas funciona en este local, parte de su público está compuesto de hombres con varios muertos sobre los hombros y esta canción les altera el pulso. Otra de las noches que pasé aquí uno de ellos me habló. Estaba en la mesa de al lado, me ofreció un trago de aguardiente y, como no tenía plata más que para dos cervezas, se lo recibí. Llevaba puesto el uniforme de una empresa de mensajería y estaba rapado. Era corpulento y el amigo con el que venía le decía "Negro". Bastó brindar con un tercer aguardiente para que se confesara. Al parecer, necesitaba hacerlo. El hombre había sido soldado profesional y combatió en Urabá por la época de las masacres en los pueblos bananeros, pero le dieron de baja después de tres años de servicio. Regresó a San Javier, su barrio en la comuna 13, y vagó por tres meses. Una madrugada, después de estar tomando con sus amigos de la cuadra, volvió a su casa y se encontró con un señor que lo estaba esperando en la puerta.

—Tenía una ruana y era cojo. Cojo —repitió la última palabra mirándome a los ojos.

Se refería a Diego Murillo, Don Berna. Un día, el sucesor de Pablo Escobar quedó con la pierna derecha destrozada después de recibir 17 tiros. El señor le dijo que quería que trabajara para él. El Negro aceptó y así fue como se convirtió en uno de los comandantes paramilitares de San Javier. Ahora está desmovilizado y conduce un camión.

—Soy un don nadie —me dijo cuando terminó la historia.

Por fortuna no me preguntó qué clase de don nadie era yo. Esa noche con el Negro también sonó la canción de Rubén Blades que acaba de poner el DJ, y fue el único momento en que el Negro paró de hablarme. La oía como si se la hubiesen escrito para él. ?

Anoche escuché varias explosiones, / Tiros de escopeta y de revólveres,/ Carros acelerados, frenos, gritos,/ Ecos de botas en las calles,/ Toques de puerta, quejas, pordioses, platos rotos./ ¿A dónde van los desaparecidos

/Busca en el agua y en los matorrales./ ¿Y por qué es que se desaparecen

/ Porque no todos somos iguales./ ¿Y cuándo vuelve el desaparecido

/ Cada vez que los trae el pensamiento./¿Cómo se le habla al desaparecido

/ Con la emoción apretando por dentro.

Cuando se acabó la canción me dijo:

—Maté mucha gente, tanta que por las noches me despierto llorando. Tomémonos el último aguardiente que ya me voy a guardar el camión de la empresa.

Me dio un abrazo de oso y salió por la puerta con su nuevo uniforme de conductor. En seis meses, fue la única vez en que me temblaron las piernas.

Cuando Astrid y María Elena llegan al Brisas, ya me encuentran borracho. Son las diez de la noche de esta última noche en la ciudad. Con la plata de la liquidación por haber trabajado en Tutto Colore, me compré una botella de aguardiente. Ahora va por la mitad. También compré un regalo para Guillermo y Lucero Carrasquilla, un equipo de sonido que luego pondrían en la sala de su casa, al lado de la mesita con las fotos familiares. Me tomo un aguardiente doble, brindo con mis amigas y saludo con la mano a otro habitual, un negro con una agenda debajo del brazo que no para de sonreír. Su boca parece una fuente de luz. Después de tantas noches en Brisas, reconozco las canciones que pone Alirio. Oigo sonar Montaña rusa y el milagro sucede: me paro a bailar solo en mitad de la pista. Es la primera vez que lo hago y mis amigos del bar aplauden. Para mi sorpresa, puedo imitar con soltura algunos de los pasos de Guillermo León. Todas estas mañanas practicando bajo la ducha de mi casa no se fueron por la cañería. Tal vez buscaba esto cuando decidí venir a Medellín para vivir con el salario mínimo, tal vez era solo esto, dar vueltas y cantar con los ojos cerrados: la vida es una montaña rusa, sube y baja, es como las olas del mar, que van subiendo y bajando y la cosa es seguir flotando.

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