Historias

SoHo contra el acoso

Por: SoHo

En SoHo también decimos #MeToo. Con ustedes, el debut de María Camila Giraldo y Lizeth Palomino, nuestras abanderadas del movimiento. Además, dos columnas de opinión sobre el acoso sexual por Manuela Espinal Solano y Adolfo Zableh Durán.

SoHo contra el acoso

María Camila Giraldo y Lizeth Palomino están en su mejor momento. Son las nuevas caras de la televisión y además se dan el lujo de desfilar por las pasarelas más importantes del mundo. En este —su debut en SoHo— son nuestras abanderadas del movimiento #MeToo, que apoya a las víctimas de acoso sexual.

Cuatro preguntas sobre #MeToo

¿Qué opinan del movimiento?

Lizeth Palomino: Me parece extraordinario porque se ha creado conciencia y una red de apoyo enorme en la comunidad. Además es un tema que ha tocado muchas industrias y es un paso enorme para que nadie —ni mujeres ni hombres— se queden callados.

¿Por qué está sucediendo ahora?

María Camila Giraldo: Hoy todo lo mediático se vuelve viral y las redes sociales ayudan mucho. Ahora el impacto es inmediato, así que ayuda demasiado a que estos temas, que eran difíciles de sacar a luz, tengan su lugar. Y aunque en el mundo ya se destaparon escándalos, en Colombia todavía faltan.

¿Se identifican?

Lizeth Palomino: En lo personal, sí. Cuando apenas empezaba en el modelaje, en las pruebas de vestuario, un diseñador me pidió que me quitara toda la ropa frente a él, ya que, decía, estar en ropa interior era poco profesional. Yo, lógicamente, no le hice caso y aunque era muy novata, después entendí sus verdaderas intenciones. Su actitud no fue la mejor y finalmente no quedé seleccionada para su desfile.

¿Qué les dicen a las mujeres que todavía no se atreven a hablar?

María Camila Giraldo: Que lo peor es quedarse calladas, y que busquen apoyo, ya sea personal o profesional, para empoderarse y salir a contar la verdad.

El #MeToo visto por una mujer

Yo también digo ‘yo también‘

Por Manuela Espinal Solano

“Hay que reivindicar la voz de la mujer que sabe decir no y, sobre todo, de la que sabe decir sí”, asegura esta promesa de la narrativa paisa de 19 años.


La semana pasada, después de la universidad, tuve que pasar por la casa de unos amigos de mis abuelos, un matrimonio entre los 75 y 80 años, paisas los dos, que vivieron casi toda su vida adulta en Estados Unidos, criaron a sus hijos allá y decidieron volver a vivir la vejez en Medellín. Iba con mi abuela a reclamar lo que a ella le parecía un ‘regalazo’. Se trataba de un viejo Betamax, como todos los Betamax ahora, que seguramente ya no sirve para mucho, pero por el que mis abuelos se morían de ganas. Llegamos a eso de las ocho de la noche y la anfitriona nos ofreció sangría, mientras charlábamos. Se sentó en un sillón que la enfrentaba a mi abuela y le preguntó casi gritando: “¿Y entonces vos tenés dos nietas?”. “Ah, sí, sí —le dijo mi abuela—. Esta es la mayor, la otra tiene 17”. Su rostro dejó ver una expresión de preocupación auténtica: “Ay no, querida, qué horror. Estás en la época de cuidar alcancías. Ay, eso como es de horrible”.

Desde pequeña he escuchado diferentes apodos para la vagina: la cucaracha, el pan, la torta, la amiguita, pero alcancía, nunca. Tal vez por eso no pude entender el comentario de inmediato.

Entre los niños, como parecía en el tiempo de mi infancia, la alcancía no era un aparato que significara lucro o que sirviera para comprar algún bombón, una marialuisa o un bolis. Ya en la adolescencia, a la vagina se le quiso dar un significado de alegre gula, como si se hablara de un pastel o de un manjar, de algo rico, de la amiguita con la que se disfruta, de lo que se engulle, aunque para un pequeño grupo de muchachitos que se vanagloriaba de sentir asco por las mujeres era una ‘cucaracha’ que, a pesar de lo pequeña, asustaba.

El apodo de alcancía me hizo pensar en la cultura que se instauró desde hace mucho en Colombia y todavía más en mi ciudad, Medellín. La de la prostitución de alto valor acolitada por el narcotráfico: hombres poderosos que querían mujercitas como recién sacadas de sus casas para llevárselas de fiesta o a una finca todo un fin de semana y montarse sobre ellas, pagarles y devolverlas de nuevo a sus casas, felices, como una alcancía que se llena de monedas. En Medellín hemos aceptado que de este oficio —ponga aquí prostitución de lujo, acompañante, prepago—, se puede vivir, para bien o para mal. Claro, en el oficio de la prostitución también hay mujeres que no quisieran estar ahí, tal vez la mayoría de ellas. Las cosas no son blancas o negras.

No sabría decir cuál es el número de mujeres que viven de esto en el país, sé bien que en Medellín no son pocas. Sé también que son más las que viven de otras cosas. Pensar que el aparato que tenemos entre las piernas funge siempre de alcancía, es decir, que recibe dinero cada vez que es usado, es tan ridículo como pensar que cada vez que se tiene sexo por dinero o por privilegios se trata de un abuso.

Y hablo de esto mientras pienso en el #MeToo —‘Yo también’—, movimiento al que me parece que le hace falta reflexionar sobre este pequeño detalle: no todas las mujeres quieren ser protegidas, no todas se han sentido abusadas. Hay quienes viven de la prostitución porque esa es la decisión que tomaron y hay quienes, en el mundo del espectáculo, han preferido acostarse, besar, toquetear al productor para no perder un contrato: el todo se vale como herramienta de ascenso practicado tanto por hombres como por mujeres.

¿Estas mujeres quieren o tienen que ser defendidas? No lo creo. Hay que darle valor a la decisión de la mujer, a su deseo, a la fuerza de ceder o de negarse. En un artículo para Vice, la escritora Carolina Sanín dice: “He visto que la corriente central del movimiento ?Yo también? enuncia pandamente la victimización de las mujeres sin reivindicar el deseo de las mujeres. He visto que, en demasiadas ocasiones, concibe a la mujer como incapaz de decir no y también como incapaz de decir sí”. La mujer ya ha dicho sí o no. La que se dedica a la prostitución, la que se negó a besar al productor, la que se acostó con el jefe por puro deseo, todas han dicho sí o no. Las mujeres decidimos, hablamos. No menospreciemos la voz de la mujer dentro del mismo movimiento que busca promoverla, no pidamos, como escribe Sanín, que se nos reconozca una minoría de edad: “Al sugerir que no sabemos lo que queremos ni deseamos —que no podemos decir sí ni decir no— estamos reclamando que se nos reconozca una minoría de edad”.

Lo anterior, aclaro, en ningún momento justifica lo que ha denunciado el #MeToo: que tantos hombres se aprovechan de su lugar de poder y de su dinero para tener sexo tampoco justifica, aprueba o rechaza la decisión que tome la mujer. Pero no se puede proteger lo que no quiere ser protegido, no se puede defender lo que está defendido por convicción, por certeza, por decisión. No se pueden meter en la misma bolsa todas las situaciones: algunas dijeron que sí y pasó, otras dijeron que no y pasó.

Ahora bien, hay muchas acusaciones y pensar que todas son falsas y, sobre todo, que todas son reales, es absurdo.

Leía una columna de Javier Marías en la que disfruté de su elegante mofa del abuso, que ahora parece estar en todas partes. Desde el título, Protocolo sexual preciso, da pistas sobre lo absurda que es para él toda esta situación alrededor del acoso. Cómo es que ahora hay que protegerse de un coqueteo, una tocada de rodilla, una propuesta. Cómo vamos a sobrevivir a los miedos que ahora la interacción entre hombres y mujeres produce. Cómo superar las ya tantas prevenciones que nos han dejado el activismo y sus acusaciones y sus demandas y sus declaraciones públicas sobre cualquier cosa, incluso si esa cosa es que le tocaron la rodilla por debajo de la mesa. Disculparán quienes creen firmemente que esto es un abuso.

El argumento de Antonio Caballero, en su polémica columna llevada a la hoguera por los activistas, sirve para entender por qué no todo es abuso: “Es malo confundir esas cosas con el verdadero abuso sexual, porque esa asimilación banaliza y disculpa”. Calificar un coqueteo como abuso —en Twitter una mujer con miles de seguidores dijo sentirse abusada porque un hombre se lanzó a darle un beso— banaliza el verdadero abuso, le quita el manto de terror y dolor. Nos hace menospreciarlo, normalizarlo. Y, peor, nos hace temerle a cualquier guiño. Además, qué nos hace pensar que la mujer necesita una protección superior más allá de la que ella misma puede darse. Hay que reivindicar la voz de la mujer que sabe decir no y, sobre todo, que sabe decir sí. Ahora nos hacen volver a ser las protegidas, las débiles. Nos hacen pedir que se revalúe si el sí y el no tienen el mismo sentido para nosotras que para los hombres.

Yo también me levanto por el valor de la palabra de la mujer, de su deseo y convicciones. Yo también defiendo la diferencia entre abuso y falta de delicadeza. Yo también me he partido la cabeza pensando en cómo funcionaríamos si pusiéramos en práctica el protocolo sexual preciso que propone Marías. Sería el horror. Yo también tuve ya suficiente de tantas acusaciones, tantos culpables y tantas víctimas.
Yo también digo ‘Yo también’.

El #MeToo visto por un hombre

Culpable porque sí

Por Adolfo Zableh Durán

No quiere ser condescendiente ni declararse feminista, pero en tiempos del #MeToo le dan ganas de excusarse por haber deseado sexo y, en su búsqueda, haber atropellado o, simplemente, ofendido.

Yo, que me la paso escribiendo de lo divino y lo humano, nunca he hablado del #MeToo. En parte porque me parece confuso. No lo entiendo del todo, al igual que el feminismo y el aborto, temas de los que tampoco tengo un concepto definido. Entiendo que el feminismo pide equidad, respeto y justicia (que es lo mínimo que merece cualquier ser humano), pero más allá de eso todo se vuelve difuso, abierto a la interpretación, y para opinar a medias tintas, casi pidiendo permiso y justificándose, mejor quedarse callado. Si uno opina es para sumar, para aclarar, no para confundir.

Sin embargo, acá estoy opinando, y no me siento bien. Recuerdo las columnas de Antonio Caballero que no lo dejaron bien parado porque era como si se estuviera excusando de antemano, por si acaso, y me da pánico caer en eso. Y no quiero sentirme así, culpable porque sí, teniéndome que disculpar por ser hombre y porque alguien de mi género o yo mismo haya cometido un error, un abuso. Pasa que toda la vida he manejado altas dosis de sentimiento de culpa así no haya hecho nada malo. Veo a un policía en la calle y me asusto, como si le debiera algo a la justicia, y cuando me piden la cédula en cualquier lado asumo que va a aparecer un prontuario de crímenes que cometí no sé a qué horas y que va a caer la Interpol a capturarme. En el caso del #MeToo me pasa lo mismo: me dan ganas de excusarme de antemano por haber deseado sexo y en la búsqueda de él haber atropellado o simplemente ofendido.

La historia de la mujer es la historia del abuso. Ellas han llevado del bulto, pero no solo ellas. En este mundo hecho por y para los hombres es muy humano pasar por encima del débil solo porque podemos hacerlo. En esa línea han sufrido mujeres, niños, pobres, minorías étnicas y religiosas y una larga lista de más víctimas. Pero ya no más, eso está cambiando y tenemos que entender que lo que ha sido normalizado por siglos de costumbres no puede seguir siendo permitido. Entonces supongo que sentirse culpable solo por ser hombre blanco así no se haya hecho nada malo no es otra cosa que probar de nuestra propia medicina, porque muchos de los pisoteados por la civilización occidental no hicieron otra cosa que haber nacido pobres, u oscuros, o mujeres, o débiles, o en el lugar que no tocaba o adorar al dios que no ganaba guerras. Es decir, culpable solo por respirar.

Y tampoco quiero ser condesciende, ni declararme feminista, que no lo soy, así como no creo ser nada. No pertenezco a ninguna causa así me sienta identificado con algunas, por eso elegí escribir para vivir, porque es un oficio solitario que no demanda asociarse a ninguna agrupación, ni siquiera a los de los escritores. En este juego de compensaciones que es tratar de devolverles a las mujeres todo lo que les hemos quitado, se oyen cosas como que son lo más hermoso que hay y hasta que son superiores a los hombres. No podemos caer en ese juego. El otro día Michael Moore dijo, como para quedar como un príncipe con ellas, que ninguna mujer había estado involucrada en la invención de una bomba atómica, derretido el hielo de los polos, iniciado un holocausto u organizado una matanza en un colegio. Ahí le saltó una mujer y le puso la foto de Elizabeth Graves, cuya labor en el Proyecto Manhattan fue clave para desarrollar armas nucleares. Es decir, no solo la hemos cagado al ser machistas, sino que cuando lo tratamos de arreglar la embarramos aún más.

Que las mujeres pidan igualdad y exijan no ser acosadas, abusadas, violadas y asesinadas es lo lógico; es que no tendrían ni que pedirlo, debería venir en el paquete de condiciones al nacer. Ese no es el punto con el #MeToo, que como me dijo una amiga que se reconoce como feminista, es una de las muchas tendencias pop de feminismo. El asunto con el hashtag es que sí, ha cumplido con la función de dejar en evidencia a quienes creen que tienen derecho a todo solo por ser hombres y poderosos, y encima les ha dado voz a las víctimas, pero también ha creado un concepto difuso en el que a ratos es difícil diferenciar acoso de torpe coqueteo, y encima nos ha hecho creer que quien denuncia siempre tiene la razón y el denunciado es un monstruo.

La historia nos enseña que la cosa suele ser así, de hecho siempre me ha llamado la atención el por qué no se les cree a quienes sufren de acoso sexual o violación y tienen que pasarse media vida demostrando tal o cual episodio (de ahí que no denuncien, porque “para qué”), pero eso es una cosa, y otra es creer que las mujeres nunca mienten. Que nosotros mintamos bastante, en especial cuando de conseguir sexo se trata, no quiere decir que ellas siempre digan la verdad y estén libres de malos sentimientos. Yo entiendo la indignación cuando a un violador se le dice presunto violador, pero es que hay que probarlo. El ser humano es tan corrupto que no solo viola, sino que aprende que si puede ir por ahí acusando a la gente de lo que sea sin presentar pruebas, lo hace sin remordimiento alguno. Es decir, la vida se volvería Twitter, imagine el infierno. Y es una cabronada, yo sé, porque hay mucha gente mala en el mundo a la que nunca van a pescar porque es especialista en no dejar pistas.

Reeducar, me parece que esa es la palabra. Reeducar a toda la sociedad, porque acá hemos crecido creyendo que el machismo es lo normal, la regla. Eso para empezar. Pero también reeducar al victimario y a la víctima. Al primero para que deje de andar atropellando por ahí, y a la segunda para que no se victimice, que ser víctima y victimizarse son cosas diferentes. Ser víctima y denunciarlo genera un efecto de grandes proporciones, victimizarse e inspirar lástima, en cambio, le quita toda la fuerza a cualquier causa.

FOTOGRAFÍA: ZIZZA LIMBERTI / ASISTENTE DE FOTOGRAFÍA: BORIS NIETO / MODELOS: MARIA CAMILA GIRALDO, DE GRUPO4 Y LIZETH PALOMINO, DE GRUPO4 / MAQUILLAJE Y PEINADO: NADIA KOSH / PRODUCCIÓN Y STYLING: ANA MARIA LONDOÑO Y MARCELA CARVAJAL / ASISTENTE DE PRODUCCIÓN: VALENTINA ESTUPIÑAN.

AGRADECIMIENTOS: FRASES Y ACCESORIOS AV CALLE 82 N.° 12A-04 TEL: 313 8165680 / MAI PETIT LINGERIE MEDELLÍN CARRERA 35 N.° 7-83, BOGOTÁ EN ORIGINARIO CARRERA 14A N.° 82-16.

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