Testimonios

Qué se siente... sufrir 4 derrames cerebrales

Por: Viviana Rivera

Cuatro derrames, tres trombos y cinco infartos cerebrales.

Eso fue lo que tuve en menos de cinco días, y aunque el pronóstico, aparte de la muerte, era quedar en coma o, si me iba bien, en una silla de ruedas, hoy, dos años después, estoy perfecta y llevo la vida de cualquier persona de 28 años, la edad que tengo.

Todo empezó el viernes 28 de octubre de 2011 cuando me fui para la fiesta de Halloween en Andrés Carne de Res. Allá empecé a sentir mareo y que me faltaba el aire, pero en ese momento pensé que era por los tres shots de aguardiente que me había tomado y porque el sitio estaba demasiado lleno. Sin embargo, al otro día me levanté con la misma sensación, pero además con mucho dolor de cabeza y vómito. Me parecía raro que el guayabo fuera tan fuerte si había tomado tan poco, pero me imaginé que alguna otra cosa me había caído mal.

Los dos días siguientes me sentía igual: dolor de cabeza, vómito y se me empezó a venir la sangre por la nariz. Las dos veces que fui a la clínica me diagnosticaron migraña y me mandaron para la casa. Pero llegó el martes y, cuando me fui a meter a la ducha, la mitad izquierda del cuerpo no me respondió. Yo vivo con mi mamá, pero en ese momento ella estaba de viaje. Casi que arrastrándome, fui por mi celular para llamar a alguien. Mi tía llegó muy rápido y mientras me ayudaba a vestir, revisaba en internet si el adormecimiento de una parte del cuerpo podía ser síntoma de la migraña, y al parecer sí. Nunca me imaginé que lo que me estaba dando era un derrame cerebral.

Duré dos horas en la sala de espera de urgencias de la Clínica del Country hasta que empezó otra vez el vómito, y lo que antes era adormecimiento se volvió parálisis, incluso de la cara. Llamaron a un neurólogo que me revisó los ojos y me puso unos ejercicios que no pude hacer, por lo que sospechó lo que me estaba pasando. Ordenó que me hicieran un TAC y una resonancia magnética, y hasta ahí me acuerdo.

Los siguientes cuatro días los reconstruyo por lo que me han contado los médicos y mi familia, aunque dicen que yo estaba consciente, que los reconocía y les hablaba, pero no me acuerdo de nada.

El caso es que, ese día, después de ponerme todos los medicamentos para desinflamar el cerebro y drenar la sangre, me llevaron a una habitación. Cuando ya se habían ido las visitas, una enfermera de turno me encontró convulsionando: me estaba dando el segundo derrame. La decisión del médico fue llevarme a cirugía y abrirme la cabeza para liberar la presión que toda esa sangre estaba produciendo, pero en la camilla, camino a la sala de cirugía, me quedé sin signos vitales.

El viaje a la sala de cirugía terminó en la de reanimación. Ahí estuve cuatro días, en los que pasó el resto: otros dos derrames, tres trombos, cinco infartos cerebrales (cuando muere parte de la masa encefálica debido a que no hay irrigación sanguínea) y tres reanimaciones, pues me quedaba sin signos vitales, la última vez por cinco minutos.

De esa última “muerte” tengo una breve memoria: que me sentía agotada, con el cuerpo muy tenso y no podía abrir la boca (estaba convulsionando). Me acuerdo de que mi hermano entró al cuarto y, como película, se cogió la cabeza y empezó a gritar pidiendo ayuda. En ese momento pensé: “Me estoy muriendo, no sé por qué, pero me estoy muriendo”. Me acuerdo de pedirle a Dios que no me dejara morir porque a mis 26 años no había hecho nada que me apasionara, no había sido feliz.

Ahí vino la última reanimación y los médicos le avisaron a mi familia que mi cerebro acababa de pasar demasiado tiempo sin oxígeno, por lo que lo más probable era que muriera o quedara en coma, y si ocurría un milagro, que me despertara pero quedara muy mal.

Cuando analizaron los exámenes para ver qué había desencadenado esa bomba en la cabeza, descubrieron que tenía una mutación genética que se llama factor V Leiden y que consiste, a grandes rasgos, en que mi sangre es más coagulada. Lo que pasó, entonces, fue que con la sangre del primer derrame se formó un trombo y por la presión que este generó se produjo otro derrame y así se formó un círculo vicioso de trombos y derrames. Lo grave era que esa sangre, más los líquidos y gases, se estaban acumulando en la cabeza y no encontraban salida.

Pero después de un par de horas desde la última reanimación, mis signos vitales empezaron a mejorar y con los medicamentos la sangre empezó a drenar (aunque los trombos se demoraron seis meses en reabsorberse del todo). De ahí en adelante todo fue ganancia.

Mi memoria empieza en cuidados intensivos, donde los médicos me explicaron lo que me había pasado. Me decían que era un milagro que estuviera viva, pero que no iba a volver a caminar. Esas palabras me entraban por un oído y me salían por el otro; solo pensaba que si había logrado salir de esa era porque iba a quedar tal y como estaba antes. Lo que sí me angustiaba era que no podía ver nada. Sin embargo, a medida que el cerebro se desinflamaba, empecé a ver nuevamente.

Lo que vino después fue aprender a moverme otra vez. Al principio el lado izquierdo ni siquiera lo sentía, pero cada día ocurría un milagro. Un día pude mover el brazo; otro, el pie; otro, la pierna, y así hasta que, con la ayuda de una fisioterapeuta, cinco enfermeras y mi mamá, logré dar unos pasos. A los 15 días ya estaba caminando. Tuve que aprender, además, a coger las cosas, a lavarme los dientes, a usar los cubiertos, a aplaudir, a bañarme, a saltar, a dibujar... Todo esto porque el lado derecho del cerebro, que fue el afectado, es el encargado de lo motriz.

Nunca me pregunté por qué me pasó a mí, nunca lloré. Duré ocho meses en fisioterapia y hoy llevo una vida normal. Tengo que tomar medicamentos para la coagulación, hacerme exámenes muy seguido, evitar las comidas que tengan vitamina K, no puedo tomar trago y, al principio, no me dejaban montar en avión, pero ya puedo.

Puede que suene cliché, pero esto me hizo replantear la vida. Ya no pienso estresarme por un trabajo, ya nada me parece tan grave y ahora soy feliz con cosas sencillas: una ducha, caminar, trotar, bailar, disfrutar la comida sin importar si me voy a engordar. Es raro, pero esto es lo más lindo que me ha pasado, una lección que me convirtió en una persona agradecida y conforme con la vida. Pocas personas tenemos una segunda oportunidad, yo la tuve y no la pienso desperdiciar.

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