El campo no era el campo en el que suele pensar la gente que nunca vivió en el campo cuando piensa “el campo”.
El campo eran unas cuantas hectáreas que tenía mi familia en las afueras de la ciudad en la que yo vivía. Una casa modesta, un galpón con olor a ladrillo caliente y a cuero de montura. Cerdos, vacas, trigo, trigo, trigo.
(Reivindicación de la masturbación después de los 40)
Cuando era chica, iba a menudo allí, a ese campo en el que se sacrificaba a los animales muy enfermos, se capaba a los terneros jóvenes, se marcaba a fuego a los novillos, se despellejaba a los conejos y se elegía a los cerdos para llevar al matadero. En medio de esa maquinaria de muerte y de transformación estaban los caballos. Que fornicaban.
Pero no fue esa la palabra que usó mi padre para responder a mi pregunta (“¿Qué están haciendo ”) la primera vez que vi a un padrillo trepar a los cuartos traseros de una yegua. Dijo, en cambio, “La cubre. La está cubriendo”. Y esa idea —cubrir a la yegua— me pareció una idea —y una frase— delicadísima y brutal, salvaje y, al mismo tiempo, hermosa. Hoy, tantos años después, lo que esa frase y esa idea implican está en las antípodas de todo lo que creo, pero todavía siento que allí, bajo capas endurecidas de instinto cavernario, hay algo profundamente vivo. Un fondo salvaje de salvaje verdad.
Y es probable que lo que conocemos como “postura del misionero” (el hombre arriba, la mujer abajo) no sea más que la versión humana de esa entrega primitiva, de ese momento de bestialidad —no necesariamente brusca— en el que un macho cubre a la hembra de su especie. Una postura ritual. Un —a veces necesario— rito de pasaje.
Conservadora, aburrida, retrógrada, apta para principiantes o para reprimidos, la posición del misionero no despierta entusiasmo. Una página web dedicada a describir las distintas poses del Kamasutra, y a hacer una evaluación de sus ventajas y sus desventajas, advierte, por ejemplo, que entre los inconvenientes de la postura de la boa hay que evaluar la poca disponibilidad de partes del cuerpo con las que se cuenta mientas se la ejercita, y que la postura del simio puede ser difícil de dominar, al punto que el hombre corre riesgo de sentirse aplastado por su pareja. En cambio, al referirse a las desventajas de la posición del misionero, señala apenas, casi con resignación: “Puede llegar a ser aburrida”.
Pero, si vamos a creer en lo que dicen los antropólogos, a esa forma del apareamiento tan vilipendiada (que es, en efecto, conservadora, aburrida y retrógrada, una capilla sin gracia comparada con las verdaderas catedrales del sexo) le debemos todo: la civilización entera.
(Reivindicación de Ricardo Arjona)
Para ponerlo fácil, la cosa es así: dice el español José Enrique Campillo, doctor en Medicina y autor del libro La cadera de Eva, que le debemos la evolución humana a un hueso: al hueso de la cadera de la mujer. Cuando hace millones de años nuestros ancestros se pusieron de pie, la parte baja del cuerpo sufrió un cambio que, si en el macho no trajo mayores consecuencias, en la hembra sí: una vez desviada la cadera, se desviaron los órganos internos, se desplazó la apertura vaginal de la zona trasera hacia el centro, las mamas —antes escondidas— saltaron a la vista y empezaron a formar parte del intrincado sistema de mensajes de disponibilidad sexual.
Y, debido a la nueva ubicación de la vagina, se incorporó, al por entonces clásico coito a tergo —la mujer agachada y el varón detrás—, el revolucionario (casi todo lo que sucede por primera vez es revolucionario) coito cara a cara. Eso permitió que el hombre y la mujer pudieran verse y, por tanto, percibir gestos: indicios de lo que le gustaba al otro.
La antropóloga americana Helen Fisher, autora de Anatomía del amor, cree que esa posición fomentó lo que algunas mujeres necesitan para tener un orgasmo —intimidad, ciertas atenciones— y de ahí a la aparición del amor hay un paso. Y de la aparición del amor al nacimiento de una civilización entera, ni medio. “Cuando puedes ver a tu pareja, también puedes ver sus reacciones (...) sus miradas de cariño (...) y sentirte muy unida a ella —decía Fisher en una entrevista— (...) Creo que esa postura nos hizo evolucionar porque estimuló el proceso de unión entre el hombre y la mujer (...) El amor es parte de un proceso fundamental para la supervivencia, el combustible para el juego de la reproducción (...), para emparejar a dos individuos y criar a sus hijos. (...) Así que no tengo dudas de que (el amor) es fundamental para el proceso de la supervivencia de los más aptos y la evolución de la humanidad”.
De manera que, según Fisher, el coito cara a cara reforzó el vínculo entre hombres y mujeres que empezaron a emparejarse y trabajar a dúo en la crianza de sus hijos lo que, a su vez, permitió que la infancia del cachorro humano se hiciera más prolongada y, por tanto, el cerebro tuviera más tiempo para desarrollarse. Así, gracias a que nuestros ancestros descubrieron que podían acoplarse mirándose a los ojos, obtuvimos, entre otras cosas, a Steve Jobs: si la humanidad se hubiera empecinado en tener sexo en cuatro patas, Jobs hubiera tenido el cerebro del tamaño de un maní y la capacidad de razonamiento de una ameba. De modo que, quizás, la postura del misionero merecería algún respeto.
(Antes de seguir: suele decirse que el apareamiento cara a cara es lo que nos diferencia como especie: que fuimos los primeros, los únicos, los últimos. Pero los bonobos —chimpancés pigmeos: monos— siempre se han apareado cara a cara. Y son tan modernos que quienes lo hacen con más frecuencia son las hembras. Entre ellas).
Sea como fuere, la posición del misionero perdió todo viso revolucionario y llegó hasta nuestros días como la representación perfecta del ánimo conservador, al punto que lo único extravagante que hay en ella es su nombre: una postura sexual, un nombre profundamente religioso. La explicación es que, al parecer, cuando los misioneros llegaron a Samoa hace más de dos siglos se encontraron con que las personas se refocilaban en todas las posturas posibles, sin asociar el sexo con la reproducción, y decidieron enseñarles lo que era bueno a los ojos de Dios: el hombre arriba y la mujer abajo. Los nativos llamaron, a eso, “la posición del misionero”.
Pero si entonces se pensaba que esa era la mejor postura para obtener el único producto al que debía consagrarse el fornicio (hijitos), en abril de 2012 la diputada Natalia Korolévskaya, del parlamento ucraniano, presentó un proyecto de ley para prohibirla entre los ciudadanos de su país puesto que, al parecer, resulta muy ineficaz a la hora de la fecundación, y eso, en Ucrania, que atraviesa una crisis demográfica por la baja tasa de natalidad, es inaceptable.
(Antes de seguir: no es una regla, porque tiene excepciones, pero en el cine la escenas-de-amor-chico-chica casi siempre sucede en la posición del misionero, salvo cuando la chica es un peligro (como en Bajos instintos) o cuando se trata de un fornicio adúltero (como en Match Point). Entonces, antes o después, ella se retrepa. Y aunque eso habla a las claras de la clase de gente que hay en Hollywood, también es verdad que hubiera sido raro ver a Kate Winslet y Leonardo DiCaprio apareándose en la postura de la balanza en vez de fundirse en suave cópula mirándose a los ojos en las húmedas bodegas del Titanic).
Y no. No es la posición ideal para solaz de la hembra de la especie. Pero, dejando de lado ese dato del que ya dispone todo el mundo (gracias a Masters y Johnson y Alessandra Rampolla), y atendiendo a que cada quien conoce su cada cuerpo y sabe lo que le gusta y calza, y cómo y de qué manera, hay un momento en el que la postura del misionero parece la única posible: el momento en el que dos que aún no se conocen se encuentran por primera vez. Y no hablo de saciar el cuerpo, ni de refregarse las benditas ganas. No. Hablo de eso que no sucede siempre y que, alguna vez, sucede: hablo de la perfecta otra cosa.
(Reivindicación del palillo de dientes)
En ese momento un hombre y una mujer no se ponen a jugar al Kamasutra ni se empeñan en mostrarse mutuamente lo que llevan aprendido en la batalla. En ese momento un hombre y una mujer se entregan, al menos por un rato, a esa forma de posesión antigua en cuyo centro sombreado se agita, todavía, un fondo salvaje de salvaje verdad. La primera voracidad es siempre mirándose a los ojos.