Testimonios

Las tristes orgías de Hugh Hefner, el hombre detrás de Playboy

Por: Ilustración: Jorge Restrepo

La libertina vida sexual del dueño de Playboy siempre había sido objeto de fascinación y envidia. Pero sus exnovias cuentan ahora que lo que parecía un templo de placer y erotismo para el mundo exterior era en realidad un suplicio para ellas, quienes tenían que complacer al jefe.

El gran éxito que tuvo la revista Playboy hasta hace poco tiempo obedeció al carácter aspiracional que transmitía. El estilo de vida que encarnaba era el de un hombre sofisticado, siempre rodeado de mujeres bellas, conocedor de los mejores licores y tabacos, viajero internacional, amante de la buena música y a quien nunca le faltaba plata.

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El símbolo de mercadeo de ese concepto era, ni más ni menos, el dueño de la publicación: Hugh Hefner. Desde el primer ejemplar, en 1953, en las páginas de la revista se registraban cada semana las actividades de su creador. El lugar donde se desarrollaba ese mundo hedonista era la Mansión Playboy, situada en Los Ángeles. Allí confluían las personalidades más famosas de Hollywood, millonarios, políticos y, sobre todo, mujeres despampanantes. Cada semana había una gran fiesta en la cual podían aparecer Jack Nicholson y Robert de Niro, Julia Roberts y Cindy Crawford, algún Rockefeller, Steve Jobs y una docena de conejitas bastante ligeras de ropa para entretener a los invitados.

Hugh Hefner los recibía la mayoría de las veces en una finísima piyama sobre la cual vestía una bata corta de seda roja, y con su infaltable pipa en la boca. Proyectaba la imagen de un James Bond recién levantado.

Los lectores de Playboy, probablemente casados y con vidas rutinarias, seguían con envidia, semana a semana, el itinerario de este sultán del placer. El logo con la cabeza del conejo y la imagen de Hefner en piyama no solo se convirtieron en una fantástica estrategia sino que dieron pie a la revolución sexual del siglo pasado. Eso requería convencer a la audiencia de que el matrimonio y la monogamia eran conceptos anacrónicos y que la libertad sexual ofrecía opciones de vida más abiertas y glamurosas.

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La prueba de que eso era posible era el propio Hugh Hefner. El hombre de la bata roja y la pipa era objeto de envidia colectiva. Vivía en su espectacular mansión, en donde se alojaban sus parejas de turno, que variaban en número. Pocas veces era una sola mujer; lo normal eran tres, cinco o hasta siete. Lo sorprendente de ese arreglo es que todas tenían que acostarse con él simultáneamente, lo cual se le dejaba saber al público. Dos veces a la semana, Hefner y sus compañeras iban a bailar a una discoteca hasta al amanecer y, de regreso a casa, todas tenían que participar con él en una orgía.

Ese harem de Las mil y una noches con sexo en grupo era difícil de entender. Las novias del magnate aceptaban esas prácticas como contraprestación por el privilegio de vivir gratis en un palacete, recibir cada una 1000 dólares semanales para sus gastos y hacerse cualquier cirugía plástica que quisieran por cuenta de la empresa. Ellas eran, por lo general, conejitas que habían aparecido desnudas en las páginas de la revista y que se sentían honradas de ser invitadas a formar parte de ese mundo legendario.

Esa vida libertina y exótica dio para un reality de televisión llamado Girls of the Playboy Mansion. En este se mostraba la rutina cotidiana de Hefner, quien había pasado de siete compañeras a tres. Por razones de censura, los aspectos sexuales solo se insinuaban, pero aun así el programa del canal E! Entertainment fue un superéxito.

Pero recientemente ha quedado claro que ese paraíso erótico no era tan ideal como parecía. Algunas de las mujeres que ya no viven ahí han publicado libros y artículos sobre el infierno que vivieron. Por primera vez se revelaron los detalles de cómo funcionaba la mecánica sexual de un hombre de 70 u 80 años que tenía que torear, él solo, a media docena de mujeres que no pasaban de los 25. La armonía que se veía en televisión era solamente una actuación para ocultar las humillaciones y frustraciones que las jóvenes experimentaron en la mansión.

Kendra Wikinson, una de las protagonistas del programa, contó su experiencia en los siguientes términos: “Yo tenía apenas 19 años y como allá todo parecía normal, me sometí a las reglas del juego. Al fin y al cabo vivir con uno de los hombres más famosos del mundo, en una casa de ensueño, y recibir 4000 dólares al mes era mejor que ser mesera. A ‘Hef’ le gustaba la pornografía y el lesbianismo, por lo tanto había dos pantallas de televisión enormes que pasaban películas sexuales. A nosotras nos tocaba imitar lo que aparecía en pantalla aunque no fuéramos lesbianas. Primero, éramos siete chicas desnudas. Dada su edad, el Viagra no era suficiente y teníamos que excitarlo oralmente. Luego todas teníamos que pasar por turnos a la acción. Una por una, teníamos que estar no más de dos minutos encima o debajo de él, antes de cederle el turno a la siguiente. Era como meter y sacar una tarjeta de crédito: cero sensación, cero placer”.

Otra de las protagonistas, Holly Madison, hizo un balance aún más despedidor de esas maratónicas jornadas sexuales: “Creo que no solo nosotras no sentíamos nada, sino que él tampoco. Para mí, lo único que le interesaba era alimentar su leyenda más que su propio placer. Sabía que iba a pasar a la historia como el creador de una revolución sexual y sus orgías tenían que ser parte del libreto”.

Lo que queda claro es que ellas, con tal de no ser meseras, hicieron cosas que no les gustaba hacer. Además de tener que protagonizar escenas lésbicas, otro capricho de Hefner era el sexo anal. Para Holly, esta era una obligación repugnante. Kendra, quien hoy tiene una enemistad a muerte con su antigua compañera, comentó hace pocos días en Twitter: “Ahora le parece repugnante, pero mientras recibía los 1000 dólares semanales se veía bastante cómoda”. Según Kendra, Holly siempre trató de casarse con Hefner y el resentimiento obedece a que él nunca quiso.

Tal vez el dato más curioso, según los testimonios de las protagonistas, es que Hefner, ante el miedo de que alguna de esas novias quisiera quedar embarazada para sacarle plata, nunca se venía dentro de ellas. Su eyaculación, entonces, era manual y externa.

Todo eso ha cambiado en los últimos tres años. Hefner, quien acaba de cumplir 90, pasó de las orgías al matrimonio con una de sus conejitas, Crystal Harris Hefner. Esta tiene 30 años y, como era de suponerse, todo el mundo cree que aceptó el enlace con el anciano por la herencia. Hoy en la mansión no hay actores de cine, ni millonarios, ni mujeres topless, sino dos enfermeras y un tanque de oxígeno.

El magnate acaba de poner su casa en venta por 200 millones de dólares, con una sola condición: que el comprador permita que él siga viviendo allá hasta su muerte. Para el vendedor no es un mal negocio si se piensa que la compró en 1971 por un millón de dólares. Para el comprador la cosa no es tan buena, pues esa mansión no vale nunca el precio que se está pidiendo, y es un error creer que por la leyenda de las orgías de Hugh Hefner alguien va a pagar más.

Esas orgías pueden haber sido muy aburridas, pero hay que reconocerle a Hefner que cambió el mundo. Lo que Steve Jobs fue en la tecnología, el anciano de Playboy lo fue en el sexo. Cuando él lanzó su revista, las niñas tenían que casarse vírgenes. Hoy, las que enfrentan esa situación se avergüenzan. En 1970, los papás escondían las revistas de los hijos, que siempre las encontraban. Hoy, Playboy es tan zanahoria que hace tres meses anunció que ante la cantidad de sexo que hay en internet, no iba a publicar más fotos de mujeres desnudas. La revolución llegó a su fin. Y seguramente falta poco para que le llegue el fin al hombre genial que se la inventó.

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