Henry Romero fue condenado por homicidio y desde ahí se convirtió en el peluquero de La cárcel la Modelo. Perfil de un travesti desde la silla por donde pasan diariamente clientes que pocos estilistas quisieran tener.
El hombre que sujeta mi cabeza fue condenado por homicidio. La sombra de los nubarrones cubre las garitas de La Modelo y siento el filo de las tijeras acercarse a mi nuca. No hay un espejo que refleje mi palidez. Tengo la piel de gallina y esa expresión resignada y cobarde con la que miran el machete caer sobre su pescuezo, como una guillotina, cuando van a ser sacrificadas.
"Está nervioso", dice Jéssica; me muestra su vieja máquina eléctrica de peluquear y suelta esa risotada que estallaba en su cara hinchada, cuando concursaba en Ibagué como reina transformista y bajaba de un columpio desnuda mientras se acariciaba el cuerpo con un racimo de uvas. Su misma mano grande, pesada y fuerte que hace 36 años atentó contra sí misma, corta ahora mi primer mechón de pelo.
En ese entonces, Jéssica era Henry Romero. Para su papá, el Monito. Ese niño, que a los siete años había sido violado por un familiar, estaba aquella noche encerrado en su cuarto llorando frente a la foto de su novio. Tenía 14 años, llevaba dos vistiéndose en secreto como mujer, pero esta vez olvidó echarle llave a la puerta. Su padre, un operario de una fábrica de aceites, abrió, lo vio volcado en lágrimas sobre la imagen del hombre y le preguntó: "¿Usted por qué llora?". "Porque estoy enamorado de su compañero de trabajo", contestó Henry, y su papá comenzó a golpearlo, como queriendo sacarle el amor prohibido a puñetazos. "Se va de la casa", le gritó. No sabía que él mismo lo había llevado de la mano a esa vida de sexualidades difusas, cuando, meses atrás, le consiguió trabajo en un lugar que él creía era solo una cafetería, pero que de noche se transformaba en una residencia de prostitutas, homosexuales y travestis. La mamá llamó a comer y la partida quedó aplazada.
Eran catorce personas sentadas a la mesa —sus papás, sus hermanos y él— y apenas se oía el rechinar de los cubiertos contra los platos. Henry explotó. Apartó el tenedor de la comida y lo clavó contra su muñeca para cortarse las venas frente a su padre. La sangre se regó sobre el mantel y el Monito salió corriendo a refugiarse en la casa de su amiga Alexandra, una travesti que conoció en una panadería y la misma que le ayudó a transformarse por primera vez con una falda larga a cuadros que Henry le robó a su mamá y con unos tacones que eran de su hermana.
Henry se fue a vivir a la residencia. Tendía y limpiaba las camas y aprendió a usar condones, bombas de agua, medias y papel higiénico como rellenos en su pecho. Vendiendo su cuerpo no solo se mantuvo, sino que le alcanzó para pagar los implantes en los glúteos, los pómulos, el mentón y los labios que hoy lo martirizan de dolor; para las hormonas que la ponían hipersensible y que le hicieron crecer sus pechos hasta alcanzar la talla 40 y para comprar los bultos de yuca, plátano y papa que les llevaba a sus papás cuando los visitaba. Su familia terminó por aceptarlo, pero su papá se negó a dejar de llamarlo Monito. Frente a un espejo cualquiera, un día cualquiera, Henry se puso una peluca rubia y decidió que su nombre sería el mismo de su actriz favorita: Jessica Lange.
***
Oigo el zumbido de la máquina y veo las motas de pelo caer sobre el babero multicolor que me apretó Jessica al cuello con la fuerza de un verdugo. Mi posición de muñeco ventrílocuo desgonzado sobre la silla Rimax de esta peluquería hechiza contrasta con el sentado viril de los corpulentos reclusos del Patio Tercero que, a mi alrededor y frente a sus respectivos tableros, mueven sus fichas de ajedrez y fraguan estrategias para ganar sus partidas.
La cárcel es una maqueta del mundo sin libertad. Hay patios para cada delito y delitos para cada estrato. Me tranquiliza saber que este no es el patio de los enfermos mentales ni el de los delincuentes comunes, sino el de los presuntos infractores de la Ley 30, narcos que por su "educación", en La Modelo no creen que vayan a arrebatarle a Jessica las tijeras para armar un motín o tomarme como rehén. Sin embargo, en el ambiente se respira la incertidumbre que dejó el asesinato reciente de un paraco a manos de un interno. Gracias a eso, tengo contra la patilla una rasuradora eléctrica en vez de una afilada cuchilla barbera.
Sigue cayendo la pelusa como lluvia sucia sobre el pavimento y Jessica ya cuenta, entre el zumbido de la máquina, que se ganó el respeto y el afecto de todos a punta de risotadas, coquetería y garrote. Cuando llegó hace más de cinco años a La Modelo, duró tirada tres días en el túnel de los abogados con una cobija. Pasó por el patio de la gente con VIH, burló a unos gamines que intentaron violarla y, tras pagar un millón de pesos al cacique de un patio, terminó por encontrar la tranquilidad en El Oasis, el patio que ahora dirige y en el que convive con otros diez travestis. Ahí está su oasis, en la 25, una amplia celda decorada con una cortina de flores violetas y protegida por un crucifijo y un palo bajo su cama por si llegan allá castigados reclusos desadaptados y manilargos. Ese lugar de reposo se le ha convertido en su paraíso perdido.
En La Modelo solo deben estar los sindicados y Jéssica ya fue condenada hace años. Ella es él en los archivos de los jueces penitenciarios y, por eso, cada cierto tiempo llega una orden para que la trasladen a una cárcel de condenados que termina sin saber dónde acomodarlo: ¿con hombres o mujeres? Ahí se esfuma su oasis y empieza el desierto, las penurias por las que pasa en el traslado cada vez que el camión blindado en el que la llevan coge un bache y la grasa que alguna vez se inyectó en los glúteos, y que ahora se le derrama internamente, le produce dolores dignos de estigmatizados. Estuvo en La Picota y en Acacías, pero no la recibían y terminó en la cárcel de alta seguridad de Cómbita.
En Cómbita, la raparon con una cuchilla similar a la que ahora se enreda entre los pelos de mi coronilla. Yo solo dejo escapar una exhalación de dolor, ella, en cambio, sintió que le arrancaban de un tajo su identidad. "Acá se viste como hombre", le advirtieron y le entregaron un uniforme caqui de recluso. La homosexualidad pudo más que la obediencia. Rasgó violentamente la funda de la almohada y se la amarró a la cabeza como una pañoleta. Rompió luego las costuras de los pantalones y los convirtió en una falda. Así, libre de ataduras, Henry se convirtió otra vez en Jéssica, la nueva reina de Cómbita.
—¿Con quiénes estaba allá? —le pregunto cuando mi pelo ya es una especie de hongo ochentero.
—Con don Gilberto, el Ajedrecista; don Miguel, el hombre Marlboro, y seis o siete señores que se iban a llevar a Estados Unidos.
—¿Y cómo te trataban? Le pregunto tuteándola ya, con la confianza típica de un cliente chismoso con su peluquero.
—Con mucho respeto. Les cortaba el cabello, cantaba, bailaba y los entretenía. Era la reina de Cómbita. El director llegaba por las mañanas a mi celda y me decía: "Buenos días, doña Jéssica. Y yo: "Ay, buenos días. ¿Hoy sí me voy para Bogotá?". Y me decía: "No, todavía no".
—¿De qué hablaban mientras los peluqueabas? Le pregunto sin poder creer que el pelo de esos capos hubiera pasado también por sus manos.
—Les echaba el rollo de mi vida y ellos me contaban el suyo, cómo sufrían y cómo la familia terminaba pagando los daños que uno hace.
—¿Cómo saliste de allá? Indago para cerrar ese capítulo, pues no recuerda más detalles sobre sus conversaciones con los Rodríguez Orejuela.
—Un día llegó la señorita Ana María Escobar, la jefe de prensa del Inpec y mi ángel de la guarda. Yo estaba con la funda en la cabeza y pantaloncitos cortos alcanzándoles el balón a los Rodríguez Orejuela y a otros extraditables en la cancha de fútbol. Ya llevaba 47 días allá. La vi llegar con mi general Cifuentes, director del Inpec, me agarré de la reja y empecé a gritar: "Señorita Ana María, señorita Ana María". Y ella: "Jéssica, qué haces acá en la cancha de fútbol de Cómbita" y el general: "Pero esta señora qué hace acá". Y yo le digo: "Ay, me voy a volver loca." Y me dijo: "¿Más?" Yo: "Sí, me voy a volver loca en este encierro". Me dijo: "No, usted se va para La Modelo". Así, volví al Oasis.
***
El camino de Jéssica hacia el Oasis empezó cuando empacó maletas con su amiga Alexandra, cogió una flota de Rápido Tolima y se bajó en la terminal de transporte de Bogotá. Se sentía como una campesina perdida en la capital, pero, preguntándole a un taxista, logró llegar al barrio Santafé, uno de los más peligrosos de la ciudad. Caída la noche, un travesti las abordó para exigirles que le pagaran por pararse allí. Ahí, en la calle de los travestis, fue aprendiendo a defenderse. Ahí siguió prostituyéndose y ahí se enamoró del hombre por el que perdería luego su libertad, un pirobo sin nombre que vendía su cuerpo a otros hombres.
Jéssica vivía en un apartamento con travestis. Una compañera le debía lo del arriendo, llegaba borracha, drogada y no le pagaba. La echó y cada vez que la veía y le cobraba le respondía: "Mañana. Mañana". Fue entonces cuando cometió el que, me dice ahora entre lágrimas de peluquera mientras la cuchilla de su máquina oxidada me pellizca de nuevo el cuero cabelludo, fue el peor error de su vida. Le regaló a su novio esa cuenta para que la cobrara y se comprara unos zapatos. Cada vez que se encontraban, él insultaba y hostigaba a la travesti para que le pagara. Un día ella se cansó y le contó a su "marido". Volvieron a verse en un burdel, vinieron los reclamos y su compañero le pegó una puñalada al "marido" de la travesti morosa.
"Fue por tragos. Nada premeditado", dice Jéssica convencida. Apaga la máquina, y agrega: "¿Qué hizo la travesti? Denunciarme, pero yo no hice nada, solo vi venir la puñalada. Creí que no era nada, pues el señor salió corriendo. Seguí trabajando, llegué a mi casa y el CTI nos detuvo". Fue la última vez que Jéssica pudo ocultar la calvicie bajo su peluca favorita, una de flequillos largos y de color negro azabache. Durante el juicio, prefirió defenderse con el silencio y su mutismo la condenó. La sentenciaron a 26 años de cárcel y le prohibieron usar peluca para evitar que se fugara disfrazada de mujer.
***
Jéssica suelta el nudo que apretaba mi garganta y me dice que nunca se volaría. Que acá presa le han dado todo, afecto, médicos y lo que pida, salvo la libertad. Estando en el Oasis conoció a su último amor. Cuando trabajaba como operaria telefónica, él llegó a llamar a su esposa, le faltaban $200 y ella le fio con la condición de que le dejara en prenda su pantalón. Así se hicieron amigos y luego amantes de patio. Su nombre lo guarda en secreto.
Sujeto mi cabeza rapada frente al vidrio de la garita que nos refleja a los dos. "¿Cómo se llama el corte?", pregunto bajo un cielo ya despejado. "El corte Modelo", contesta Jéssica y vuelve a soltar una carcajada. En La Modelo no circula el dinero y a ella le pagan los internos por peluquearlos con gallinas, panes y gaseosas. No tengo cómo pagarle. Todo me lo quitaron a la entrada. Nos despedimos como viejos amigos. Yo salgo ileso a mi vida libre, pero llena de obligaciones. Ella regresa al Oasis a contestar la carta de amor que le escribió su novio desde el Alcaraván (la cárcel a donde lo trasladaron tras ser condenado), a mantener el orden de su patio y a la esclavitud de quitarse con unas pinzas los pelos que le nacen a diario en la cara. Del homicida que sujetaba mi cabeza hace un rato no queda nada. Solo el eco de su risa inocente.