Antes de llegar a ser un gran director técnico, José Pékerman trabajó como taxista. ¿Cómo era este hombre en un oficio tan ajeno a su verdadera pasión?
El Renault 12 se lo prestó Tito, su hermano mayor. José lo pinta de negro y amarillo y empieza a manejar el taxi por las calles de Buenos Aires. Ocho horas por día. Estamos en 1978. José tiene apenas 28 años. La rodilla maldita, la misma que se lastimó cuando tenía 18, precipitó la despedida del Independiente Medellín. Peor aún, lo obligó a irse del fútbol. Una rotura de ligamentos que hoy podría curarse, pero no hace 40 años, cuando buscaba recuperarla atándose garrafas de gas de 10 kilos que repartía su padre. Ahora no hay tiempo para deprimirse. José ya es padre (Vanessa había nacido en 1975 en Colombia, más tarde llegaría Ivana), y el sueldo de Matilde, docente en una escuela primaria de Pablo Podestá, no alcanza. José sale todos los días bien temprano desde Martín Coronado, periferia oeste. Recorre 35 kilómetros y entra a esa jungla de cemento que es el centro de Buenos Aires. Los mediodías, José aparca el taxi y almuerza la vianda que le prepara Matilde. No se detiene en los habituales bares o gasolineras donde paran los taxistas para hablar de mujeres o de fútbol. José prefiere ver fútbol. Frena donde ve pibes jugando un “picado” (partido informal). El taxi es un accidente. Y José Pékerman, se sabe, fue, es y será un hombre de fútbol.
“Fueron cuatro años en el taxi; yo venía con el dolor muy fresco de un retiro prematuro. Los sueños pasaban en esos tiempos por mi familia y por superar los momentos difíciles. Imaginaba que podía retornar al fútbol, pero necesitaba un poco de tiempo para elaborar el duelo”, dijo el propio Pékerman en una de las pocas entrevistas que concedió. José, me cuenta en Buenos Aires un amigo que lo conoce desde hace más de cincuenta años, jamás se quejó por haber tenido que manejar el taxi. Simplemente, consideró que su deber como padre de familia era llevar dinero al hogar. A veces, sin embargo, observa con desconfianza cuando algún medio alude hoy a su viejo oficio. “Nunca sabés si eso es un elogio o una crítica velada”, le escuchó decir alguna vez un amigo. Otro amigo, que también pide anonimato (Pékerman y los suyos cultivan el bajo perfil desde siempre), me dice que José manejó el taxi “para ‘hacer el mango’ (ganar dinero), porque siempre fue un laburador”. Por eso, además del taxi, y de estudios en Educación Física y Kinesiología, José atendió en Villa del Parque, un barrio porteño de clase media, un comercio de venta de cierres a cremallera para DePe, la fábrica más antigua del país. “Y nadie sabe que unos años antes —me confía el amigo— José llegó a comprar tela y armó un local en Martín Coronado para vender camisas y jeans”. La oferta del Independiente Medellín, en 1975, derrumbó el proyecto del Pékerman pequeño empresario textil.
Pero volvamos a 1978 y José es “tachero”, un término popular, aunque algunos taxistas consideran despectivo. Los porteños tienen todavía fresco el recuerdo de Rolando Rivas, un éxito histórico de la TV argentina. Primera telenovela que también interesó a los hombres. El “tachero” Rolando Rivas, del barrio de Boedo, humilde y de buen corazón, que interpreta Claudio García Satur, enamora apasionadamente a Mónica Helguera Paz, una colegiala de 17 años, rica y consentida que hace la actriz Soledad Silveyra. Canal 13 vuelve a trasmitirla en 1979, pero sin el segmento en el que uno de los personajes pertenece a la agrupación guerrillera Montoneros, peronista. Desde el 24 de marzo de 1976, cuando una dictadura militar derrocó al gobierno de Isabel Perón, las calles de Buenos Aires se llenan de horror. “De la nada —me recuerda hoy en pleno viaje Carlos, taxista ya en aquellos años— se te cruzaba un Ford Falcon sin patente y se bajaban tipos de civil para llevarse gente”. La cacería tiene su pico en 1978. Es el año del Mundial. Llegan periodistas del exterior y la dictadura quiere controlar todo. Infiltra taxistas para que escuchen e informen. Pero a José le interesa su vida. La de su familia. Y también el fútbol, por supuesto. Igual que millones de argentinos, él también celebra a la selección de César Menotti que gana el Mundial. Tres a uno a una Holanda que lo había deslumbrado cuatro años antes, cuando fue “la Naranja Mecánica” de Johan Cruyff. José ya había decidido iniciar el curso de técnico de fútbol. No imaginaba ni en sus mejores sueños que, 28 años después, él estaría ocupando el puesto del Flaco Menotti.
El Mundial de Alemania 2006 fue gloria y caída. Pékerman ya ganó tres mundiales Sub-20 y después dirigió a la selección mayor. En primera rueda, conduce acaso la más formidable actuación de Argentina en la historia de los Mundiales: 6-0 a Serbia y Montenegro, con un gol de Esteban Cambiasso tras 25 toques seguidos y 56 segundos de posesión. Paciencia y elaboración. Es la síntesis del fútbol de Pékerman. Además, Lionel Messi se convierte con 18 años, 11 meses y 11 días en el más joven debutante de Argentina en mundiales. Y anota un gol. La ilusión, sin embargo, se derrumba en cuartos de final contra Alemania. Desde ese día, Pékerman carga con la cruz eterna. Es por Julio Cruz, a quien hizo entrar a los 79 minutos por Hernán Crespo. Argentina ganaba 1-0 y Cruz, que mide 1,90 metros, garantiza altura para aguantar los últimos desesperados pelotazos aéreos de Alemania. Un minuto después, sin embargo, Alemania cabecea dos veces seguidas en el área argentina y empata. Alargue sin goles y definición por penales. El arquero Jens Lehman recibe un papelito que indica hacia dónde dispara cada jugador argentino. Adivina la dirección de los cuatro tiros. Ataja dos. Franco pide información sobre los pateadores alemanes. No hay nada. Alemania anota sus cuatro primeros penales, gana la serie y pasa a semifinales. “Una improvisación difícil de tolerar”, dice el libro Así jugamos (Sudamericana, 2014), para un cuerpo técnico que siempre cuidó hasta los últimos detalles y que además contaba con dos exarqueros, Hugo Tocalli y Ubaldo Fillol.
Dos imágenes del Pékerman futbolista: a la izquierda, con Delménico y Froilán Mecca, otros dos argentinos que jugaban con él en la liga colombiana. A la derecha, su presentacón oficial en el equipo Argentinos Juniors.
El libro, igualmente, se deshace en elogios hacia Pékerman, un DT, dicen sus autores, Diego Borinsky y Pablo Vignone, “docente y decente”. Hacen justicia. Pero la cruz de la que hablábamos no es por la omisión de los penales. Es porque con el ingreso de Cruz (Crespo había hecho señales de lesión al banco), José agota los cambios. Antes, habían entrado Leo Franco (inesperada lesión del arquero Roberto Abbondanzieri) y Cambiasso (por Juan Román Riquelme, jugador fetiche de José, pero que parecía agotado). En el banco, sin chances de entrar, queda nada menos que Messi. Leo todavía no era el Messi Balón de Oro. Además, venía de un parate de tres meses por lesión. Mis fuentes me acotan otro dato: al cuerpo técnico no le pasó desapercibido cierto resquemor que suscitó en el plantel la gran campaña publicitaria que Adidas había montado sobre Leo. Pékerman, que en realidad había sido clave para el ingreso de Messi a las selecciones argentinas, primero en juveniles y luego en la mayor, renuncia apenas termina el partido. Deja en offside hasta a Julio Grondona, todopoderoso patrón de la Asociación de Fútbol Argentino (AFA) desde 1979. “¡¿Cómo querías que se quedara si Grondona le decía ‘el tachero’?!”, llegó a contar tiempo después Fillol en TyC Sports. José es un hombre afable y educadísimo, sí. En la jungla de cemento sobre un taxi. Y también en la jungla del fútbol profesional. Pero sus decisiones son firmes. Él, está claro, decide cómo forma su equipo. Y no duda cuando siente que debe irse.
Que en el fútbol de Argentina acaso se recuerde más a Cruz que a la formidable campaña del ciclo Pékerman (siempre perfil bajo, mucho trabajo y mentalidad ganadora), fortalece el silencio de José ante los medios. “¿Por qué casi no da notas?”, le pregunta El Gráfico en 2010. “Porque estoy un poco... resentido, no sé si es la palabra, siento que en el ambiente siempre se habla de lo malo y se polemiza”. Solo vale el resultado. Al que gana, todo. Al que pierde, nada. “Las grandes mentes —dice un viejo dicho— discuten ideas, las mentes medianas discuten cosas y las mentes pequeñas hablan de personas”. El periodismo deportivo hace exactamente lo contrario. Cruz pasó a ser más importante que un ciclo. La última vez que vi a José (conversación amable, como siempre, pero nada de entrevistas) fue en una pizzería del elegante barrio de Belgrano R, en la calle Conde. A solo 70 metros de distancia está la imponente mansión del barón Hirsch, que forma parte del patrimonio histórico de Buenos Aires. El barón Maurice de Hirsch, fundador en 1891 en Londres de la Jewish Colonization Association (JCA) sacó de la pobreza y la persecución a miles de judíos de Europa del Este para darles trabajo en colonias agrícolas de diversos países. Filantropía, pero sin regalar nada, porque los colonos debían devolver con su trabajo el pasaje, la asistencia y la tierra, contratos acaso leoninos y que, en algunos casos, provocaron rebeliones. Judíos ucranianos, por ejemplo, fueron radicados para trabajar los fértiles campos de la provincia de Entre Ríos, en la Mesopotamia argentina. Formaron parte de Los Gauchos Judíos, como los llamó un libro célebre del escritor Alberto Gerchunoff. Allí llegó el bisabuelo de Pékerman. La Argentina no era tierra fácil. Samuel Dujovne, el abuelo ruso y comunista de la escritora Alicia Dujovne, se suicidó porque había perdido todo y porque la pampa “era demasiado grande”. Lo cuenta Alicia en el libro Mi padre, el camarada Carlos, en el que habla también de un antepasado jasid, judíos ortodoxos y místicos para quienes “la tristeza es pecado”. Hombres piadosos que “hacen más de lo que la letra de la ley les exige”. El movimiento, cuyos miembros aún hoy visten sombrero negro y sacos largos, y usan barba y mechones, surgió en el siglo XVIII. En Bielorrusia y también en Ucrania, tierra de los antepasados de Pékerman.
José, que alguna vez contó así como al pasar relatos de su abuelo de parentescos con el actor estadounidense Gregory Peck, nunca pareció muy interesado en cuestiones del judaísmo. Ni sabía siquiera quién era el barón Hirsch que alguna vez vivió a metros de nuestra última charla. Pero sí es cierto que Pékerman nunca se quedó en la tristeza. Y que siempre dio más de lo que la letra de la ley le exige. Lo hizo aun cuando le tocó manejar el Renault 12 de Tito, hermano mayor de una familia que se mudó de Villa Domínguez a Ibicuy, en Entre Ríos, con papá Oscar atendiendo su bar para los trabajadores ferroviarios y Pimienta (José) siempre jugando fútbol. Lo siguió haciendo cuando a los 9 años la familia se mudó a Martín Coronado, donde el fútbol de potreros difíciles del Gran Buenos Aires lo formó para llegar primero al Argentinos Juniors y luego al Medellín, hasta que la rodilla lastimada lo subió al taxi. A ese Renault 12 que mantuvo siempre impecable y que, raro en un taxista, José conducía en medio de la ciudad sin cruzar insultos, igual que cuando jugaba al fútbol. Raro también en un futbolista. Me lo dice Pablo Ansón, preparador físico que acompañaba a José en el taxi cuando Pékerman se iniciaba en un cuerpo técnico. Era espía ayudante de Ricardo Trigili, viejo compañero suyo en Argentinos y que entonces dirigía al Estudiantes de Buenos Aires, en segunda división. “Trigili le decía ‘tenés que largar (dejar) el taxi’, pero él le respondía que no podía dejar su medio de vida, porque el fútbol era medio traicionero y a veces se cobraba tarde”. De Estudiantes el mismo cuerpo técnico fue a Chacarita y de Chacarita a Argentinos Juniors. Trigili debe irse a los pocos partidos y José, solidario, dice que él también se va. “Vos no te vas ¿Querés volver al taxi?”, lo detuvo Trigili. Y José, por suerte, le hizo caso. Su trabajo con los juveniles de Argentinos Juniors y también del Colo Colo en Chile impresionó en 1994 a Grondona, el presidente de la AFA. Los mundiales Sub-20 que ganó en Qatar 95, Malasia 97 y Argentina 2001 fueron inolvidables. Por títulos y juego. Y la renuncia de Marcelo Bielsa, a quien él mismo había propuesto para el cargo, lo llevó en 2004 a la selección mayor, hasta el Mundial 2006 y los penales malditos contra Alemania. En enero de 2010, Pékerman apareció en el velatorio de Trigili. Gustavo Trigili, hijo del DT fallecido, me cuenta que ese Mundial, inevitable, apareció en un momento más distendido del reencuentro. “Le dije que el error fue que hizo jugar a Riquelme todo el partido previo y Román le llegó fundido contra Alemania”. La cruz, está claro, amenaza ser eterna.
José dejó el taxi en 1982, después de que Argentinos le encargó la estructura y captación de jugadores. Sergio Batista, Fernando Redondo, Esteban Cambiasso, Juan Román Riquelme y tantos otros. Comenzó a concretar lo que ideaba mientras manejaba por la jungla y aprendía psicología intuitiva dialogando con los pasajeros. El taxi de entonces tal vez ni siquiera exista. A bordo, José proyectó equipos de sentido colectivo. Porque los deportes de equipo, la convivencia, el trabajo conjunto, pensaba José, hacen bien a la sociedad. Lo advirtió en sus últimas vacaciones, cuando por fin tuvo tiempo para conocer La Candelaria y Monserrate y luego Cartagena, Manizales y la Ruta del Café. Aún con visera y anteojos oscuros, quienes lo reconocían no hacían más que pedirle fotos y agradecerle la clasificación al Mundial. El 7 de mayo, día del nacimiento de Eva Perón, fundadora en 1950 de su sindicato, los taxistas argentinos recordarán su día. No creo que José esté al tanto de la celebración. Su cabeza estaba puesta en Brasil.