La vida social nos obliga muchas veces a pasarnos el dedo sobre los dientes, la uña entre los intersticios y jartarnos una menta o mascar un chicle para disimular el bafo. Cuán fácil sería todo si el palillo dental, mondadientes o escarbadientes, como también se le conoce, no hubiese sido atacado con toda clase de argumentos estéticos.
Según la sagrada y siempre confiable palabra de Wikipedia, los ‘Neardentales‘, haciéndole honor a su nombre, ya usaban estos instrumentos, los primeros en materia de higiene oral que existieron entre nuestros antepasados homínidos.
En el norte de Italia y los Alpes Orientales se encontraron tumbas prehistóricas que contenían palillos de bronce. También hay pruebas de su existencia entre los tempranos pobladores de Mesopotamia.
Su empleo ha acompañado nuestro desarrollo como especie, pero todo ha cambiado en los últimos años. La misma oleada de refinamiento vano que pretende la depilación masculina, la entronización del bulldog francés y el destierro de palabras como “cabello” ha puesto sus infaustos ojos en este práctico adminículo. Qué injusticia: la sociedad condena el cilantro sobre el incisivo y la hebra de pollo adjunta al canino, pero ha tenido a mal proscribir, en aras de la etiqueta, el milenario uso del palillo dental.
Merced a los pasabocas, los entremeses de coctel y su invaluable utilidad en el apuntalamiento del emparedado, amén de otros menesteres alejados de la culinaria como el hurgamiento de ombligo y la remoción de tierra bajo las uñas, es difícil que el mondadientes desaparezca por completo, pero no nos engañemos: estos son usos menores comparados con su principal destino: escudriñar entre las piezas dentales para extraer los restos de comida.
No en vano su nombre en español incluye la referencia a los dientes, como sucede también en inglés —toothpick—, francés —cure-dent—, portugués —palito de dente— e italiano —stutzzicadenti—, para dar algunos ejemplos. Separar al palillo de su contraparte es un crimen del sentido común, una frivolidad imperdonable.
Es insoslayable, además, que el palillo dental fue, en el imaginario femenino, un símbolo de virilidad atractiva. Clint Eastwood masca continuamente un palillo en El bueno, el malo y el feo (1966), la obra maestra de Sergio Leone, y también lo hace en Harry el sucio (1971), donde encarna a su personaje más emblemático. Marion Cobretti, el violento policía que interpreta Sylvester Stallone en Cobra (1986), también tiene su palillo en la jeta. Así son los tipos duros del pasado.
Ahora, salvo Ryan Gosling en Drive, un filme vintage de 2011, el héroe de palillo está practicamente extinguido. Hubo un tiempo en que el palillo era cool, ahora es el distintivo del guache cromañónico, el gañán barrigón, el zafio, el ñero y el lombrosiano acholado de los arrabales.
Los enemigos del palillo son, en últimas, encubiertos emisarios de la porquería, hipsters culifruncidos, peladitas culas, viejas patulecas y maricones de playa. Olvidan que quien usa palillos está a favor de la higiene: está evitando que en un beso furtivo se pueda desprender, por ejemplo, una lenteja, un arroz o un fragmento cárnico que hubiesen encallado en las concavidades de algún premolar o espacio interdental, evento que sería aún más grotesco que hurgarse los dientes en público.
Quien usa palillos está conjurando el estigma del cilantro y la cascarita de maíz, bochornosos a la vista de cualquiera. Ahora, los malditos comisarios de las buenas maneras se las vienen a tirar de muy finos, y lo triste es que han logrado su cometido.
Es una lástima que ya no existan palillos en los restaurantes de mantel y cinco cubiertos; esos mismos establecimientos ya desclasaron por completo al jugo de guayaba, las brevas con arequipe y el vino moscatel. Si dejamos que estas campañas progresen, mañana vendrán contra el aguardiente, el caldo de costilla, el tejo y la sagrada costumbre de rascarse las güevas frente al televisor. Quedan advertidos.