No tiene ni doce, ni once, ni diez años, y juega, juega mucho. Juega en uno de los cuartos de la casa de su abuela, repleto de juguetes y vestidos y zapatos viejos. Juega, juega mucho, juega con amigas, juega a representar historias que inventa y que siempre, o casi siempre, transcurren en el Medio Oeste Americano, y que siempre, o casi siempre, terminan igual: llega un cowboy y ella se enamora y se va con él. La palabra ‘casamiento’ no aparece, ni antes, ni después, ni allí, ni en ningún lado.
Un día, muchos años más tarde, cuando tenga veintitrés o veinticinco, sobrevolando el Caribe en una avioneta, dirá “no”. Un día inolvidable, cuando un hombre le pregunte si quiere casarse con él, ella —recordará por siempre los islotes, el agua, el cielo azul— dirá “no”. La palabra ‘casamiento’ será, aún entonces, la palabra que no aparece. Ni antes, ni después, ni allí, ni en ningún lado.
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Nací en un pueblo pequeño llamado Junín, a 250 kilómetros de Buenos Aires. En ese lugar, que tenía por entonces 20.000 almas, casarse era importante. No vivir con alguien: casarse. No compartir techo: casarse.
Todas las personas adultas que yo conocía estaban casadas. Mis abuelos estaban casados, mis padres estaban casados, mis tíos estaban casados, mis tíos abuelos estaban casados, mis primos lejanos estaban casados, las vecinas del barrio estaban casadas —o iban a casarse— y todas mis amigas —todas— se querían casar. Casarse era el destino natural pero, en el caso de las mujeres, era, además, un deber. Las chicas empezaban a soñar con su vestido de novia muy temprano, husmeando modelitos en revistas llamadas Bodas o Princesas y, a cierta edad, no tener novio era una derrota que se castigaba con un adjetivo: ‘solterona’. Yo, mientras tanto, veía películas de cowboys en las que los casamientos no eran importantes, leía novelas de Mark Twain o de Ray Bradbury en las que los casamientos no eran importantes, y escuchaba historias sobre la vida de personas como Arthur Rimbaud o el doctor Livingstone, en las que los casamientos no eran importantes. Pero no creo que haya sido eso —ni la incomodidad que me producían, en las bodas, las mujeres perfectamente adultas que simulaban ser vírgenes, o los hombres que indefectiblemente bromeaban con la noche nupcial— lo que hizo que jamás pensara en casarme. La razón por la que no pensé en hacerlo es mucho más simple. Más vulgar.
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Uno podría creer que alguien que no ha sentido nunca la necesidad de casarse es alérgico al compromiso, fóbico a las fiestas o que, simplemente, no ha podido y entonces prefiere decir “mejor no”. De todas esas condiciones no cumplo con ninguna: me gustan el compromiso, disfruto de las fiestas, vivo desde hace quince años con un hombre y, aún así, nunca he sentido la necesidad. Pero eso tiene, para mí, la misma relevancia que no haber sentido nunca la necesidad de conocer la sede de las Naciones Unidas en Nueva York. O sea: ninguna. Nunca he sentido la necesidad de casarme, pero tampoco la de tener un televisor de 52 pulgadas, teñirme de rubio, alisarme el pelo, usar ropa amarilla o comprarme un disco de Phil Collins. La razón es simple: no me da la gana. (Un día, mientras tomo notas para esta columna, intento ver las cosas de un modo más convencional y escribo: “Ventajas de estar casado versus Ventajas de no estar casado”. No logro anotar nada en ninguna de las dos columnas hasta que me doy cuenta de que no hay ventajas o desventajas —trascendentes— en comprarse o no un disco de Phil Collins).
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Aunque, puesta a pensar, podría encontrar algunas razones de fondo.
“El matrimonio —dice Wikipedia— es una institución social que crea un vínculo conyugal entre sus miembros. Este lazo es reconocido socialmente, ya sea por medio de disposiciones jurídicas o por la vía de los usos y costumbres. El matrimonio establece (...) una serie de obligaciones y derechos (...) que varían, dependiendo de cada sociedad”. Yo tengo con el Estado un pacto tácito: pago los impuestos, hago los trámites indispensables para garantizar mi libre circulación y respeto una cantidad de leyes que son versiones sofisticadas de no matarás y no robarás. No veo ningún motivo —ningún motivo— para permitirle que, además, cumpla el rol de vigilante de mis derechos íntimísimos y regle en qué condiciones debo o no compartir con alguien salud, herencia, enfermedad y desayuno, ni cuánto tiempo es prudente esperar para confesarle a ese alguien que, simplemente, ahora detesto todo lo que antes me hechizaba.
Es verdad que quienes comparten techo sin estar casados viven en la más absoluta desprotección: el mundo está lleno de historias crueles de mujeres y hombres, heterosexuales y gays, que, al morir sus compañeros y gracias a no tener vínculo legal o biológico, pierden pensión, derechos, bienes. Yo prefiero asumir el riesgo. “El matrimonio es una gran institución. Por supuesto, si te gusta vivir en una institución”, decía Groucho Marx. Y a mí no, gracias.
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Revolverse en la cama, encontrar el brazo, el pie, la mano, el olor del sueño de otro. Querer que eso no termine nunca. Casarse con alguien no puede agregarle, a eso, nada. Quitarle tampoco, me dirán. Y entonces, ¿para qué hacerlo?
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Aunque, puesta a pensar, podría, incluso, encontrar otras razones de fondo y decir que no me interesa participar de un rito que comienza con meses de preparaciones vacuas —el color y la forma de las tarjetas de invitación, el tipo de flores que adornarán las mesas— casi siempre asumidas por la parte femenina del asunto; que sigue con la aceptación de una serie de reglas dictadas por un código civil decimonónico —el de Argentina, aunque con modificaciones, data de 1869—; y que termina con una caminata hacia el altar donde un hombre entrega algo a otro hombre que lo recibe. Algo: una mujer.
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También hay quienes, aun contrarios a la idea de casarse, aseguran haberlo hecho por el otro. “Para él/para ella era importante —dicen— y después de todo no es más que un papel”. Cada vez que lo escucho me revuelvo. Porque es evidente que, desde el punto de vista legal, es bastante más que un papel; porque es evidente que ese argumento sienta las bases de una relación desigual en la que uno condesciende a los deseos del otro; pero sobre todo porque no entiendo cómo alguien que no tiene la convicción del casamiento supone que es una gran idea compartir vida, baño y cama con alguien que sí la tiene y que, por tanto, necesita que el Estado le diga sí, señor, sí, señora, esta persona permanecerá a su lado hasta que la muerte o el desamor los separen, aunque lo del desamor le va a costar un poquito más caro. De modo que no cuenten conmigo para eso. Sobre todo, no para eso.
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¿Hace falta decir que no creo más que en mí, que la idea de dios no me conmueve ni me ocupa? Pero sí puedo entender que, para un creyente devoto, santificar su vínculo ante Alá, Buda o Dios es Cristo tenga sentido y que, para un creyente más superficial, el casamiento funcione como eso que ya casi no queda: un rito de pasaje. Recordar, con toda pompa, que un dios colérico o amantísimo está por sobre todas las cosas es, como mínimo, un acto de coraje. En cambio, solo casarse por ceremonia civil parece ser una de esas ideas recalcitrantes y conservadoras disfrazadas de pensamiento progresista y cool. Porque juntar a dos o tres amigos un miércoles cualquiera en torno a un juez de paz no es distinto a firmar un contrato de locación o compra y venta: una ceremonia burocrática vacía de sentido. La aceptación sumisa de un pacto de control.
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Este texto podría empezar y terminar aquí. Aquí, donde dice que, si para la pregunta de por qué no lo hago tengo varias respuestas —todas versiones de lo mismo: porque no me da la gana—, para la pregunta de por qué debería hacerlo no tengo, en cambio, ni una sola.