El novelista Andrés Felipe Solano visitó una fábrica japonesa que ha ido mucho más allá de las muñecas inflables y ha creado maravillas casi reales de látex, hechas a medida para todos los gustos.
El señor Nakamura atrajo de los tobillos a Naomi y la puso frente a él. Con la solvencia de un casanova le quitó los calzones, separó sus piernas y la dejó abierta sobre la cama como si fuera una enorme tijera de sastre. Después se tiró sobre ella, le dio tres limpios y teatrales braguetazos y se levantó. Orgulloso, la volteó, movió sus articulaciones aquí y allá hasta dejarla apoyada sobre rodillas y codos. Antes de atacar por segunda vez nos miró y dijo:
—Dogii sutairu.
En realidad quiso decir doggy style pero se lo impidió su lengua, tan reacia a pronunciar ciertos sonidos no japoneses. Fue entonces cuando tomó a Naomi de las caderas y le dio otros tres enviones de igual duración y dramatismo. Al terminar agarró desde atrás sus pálidos y enormes globos coronados por un pezón rosa y los estrujó como si hiciera jugo de naranja. La bella Naomi no dejó escapar siquiera un susurro. El señor Nakamura terminó con una cariñosa nalgada y se apartó. Nos miró de nuevo y dijo algo. Con los ojos le supliqué al traductor que hablara.
—Es nuestro turno —dijo.
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En 1957, un equipo japonés de científicos descubrió en la Antártica una porción de tierra de apenas un kilómetro cuadrado, uno de los sitios más fríos, secos y aislados del mundo. Allí levantaron la Estación Showa, encargada de misiones meteorológicas. El árbol genealógico de Naomi se extiende hasta ese extraño equipo de científicos élite que soportaron días de cuatro meses y noches de igual duración en el frío polar antártico. Los expedicionarios que relevaron al grupo inicial se llevaron a Antárctica I y II, un par de muñecas inflables que Hideo Tschiya fabricó al parecer inspirado en las dutch wifes, unas almohadas que las esposas del sureste asiático les daban a sus esposos marineros para que se consolaran en las largas noches en alta mar. El término dutch wife es un viejo insulto en inglés que significa prostituta. Gracias a la enorme publicidad que le dieron los agradecidos habitantes de la estación en la Antártica, Hideo Tschiya levantó un imperio conocido como Orient Industry, la más grande fábrica de muñecas sexuales de Japón, que cuenta con dos salas de exhibición, una en Osaka y otra en Tokio.
La sala de exhibición de Osaka no está abierta al público, para visitarla hay que pedir una cita. Le he rogado al conserje del sitio donde me hospedo, el Hotel Kinki, que me ayude a arreglar la visita para ver las creaciones del señor Hideo Tschiya. A los pocos días me dice:
—Su cita es el domingo a las tres de la tarde. Por favor sea puntual. Tiene media hora para su visita.
La sala de exhibición queda en Amerikamura, un barrio de Osaka donde se han asentado muchos occidentales. Me tomó media hora encontrar el discreto local. Las personas a las que pedí ayuda me hicieron correr de una esquina a otra como una esfera de pinball bajo la lluvia, hasta que por fin di con un edificio en mitad de una calle desolada. Llegué agitado y empapado. Apenas se abrieron las puertas del ascensor en el tercer piso me recibió un hombre entrado en los 50, flaco, tostado por el sol de incontables veranos y con una reluciente mata de pelo color petróleo muy bien peinada. Me habló en inglés, para mi fortuna. Después de un sutil regaño —dejó en claro que me quedaban 15 minutos— me hizo seguir con una amplia sonrisa de vendedor de carros.
Me limpié los pies, alcé la cabeza y las vi. Algunas estaban sentadas en sillas baratas o viejos sofás, sobre una cama pequeña o de pie, todas muy juntas. Unas vestían ropa de colegiala, otras llevaban trajes muy cortos y escotados, otras solo ropa interior. Ninguna tenía zapatos. La sensación fue igual de extraña a haber entrado desnudo al funeral de mi padre. Sin tiempo que perder, el señor Shimotsu, así decía su tarjeta, me sacó de mi estupor y arrancó con la explicación. Por supuesto no hay muñecas inflables como las que acompañaron a los científicos de la Estación Showa, eso es cosa del pasado. Ahora las hacen de silicona. Pueden ser completamente flexibles o tener un esqueleto de titanio con 35 articulaciones. En promedio pesan 35 kilos y miden 1,55 m.
—Toque esta —el señor Shimotsu pasó una de sus manos carrasposas por el brazo de una muñeca.
Sus amigas parecían estudiarme, reafirmar en silencio que yo —y no ellas— era el raro. Cuando alargué mi brazo para tocar a su compañera sentí que todas me miraron al tiempo. Mi palma abierta se acercó con prevención pero el contacto fue tan inesperado y agradable que la deslicé desde el hombro hasta la mano. La silicona con la que están hechas tiene un aceite especial que les da una sensación de piel real. Los dedos estaban fríos a causa del aire acondicionado. El señor Shimotsu entendió mi reacción y me dijo que el próximo paso de Orient Industry es dotarlas de calor corporal y sonidos. Me agaché y miré con atención los dedos. Las uñas eran perfectas y tenía las líneas de la mano marcadas.
—Vamos hasta donde Ange —dijo el señor Shimotsu.
Ange era el modelo más reciente, la hija consentida del creador. A simple vista no se diferencia de las otras muñecas, pero una vez me acerqué, solo me faltó percibir su aliento tibio para confundirla con una mujer real. Estaba vestida con una ligera bata transparente, así que fue fácil desnudar su torso y tocar sus pechos grandes y redondos, al tacto más amables que los de una mujer con implantes mamarios. Cayeron con cierta naturalidad al dejarlos libres. Después el señor Shimotsu bajó un poco sus calzones y dejó entrever el vello púbico de Ange.
—Usted puede escoger el color y la cantidad. Ahora, si quiere, hablemos de precios. Me mostró una orden de compra y empezó a anotar en múltiples casillas con un lapicero rojo. Ange cuesta 680.000 yenes con impuestos, algo así como 15 millones de pesos, calculé al vuelo.
—Viene con una sola cabeza pero es intercambiable —continuó el señor Shimotsu—. Si la quiere con dos o más le hacemos un descuento. Cada una vale 84.000 yenes (un millón y medio de pesos). Debe escoger si la quiere con pechos grandes, medianos o pequeños y con caderas amplias o estrechas. Incluye una peluca, un tipo de vello púbico entre los cuatro que ofrecemos, ropa interior y una sola cavidad sexual, que se vende por aparte. Si desea vestidos, zapatos, cepillos o uñas de colores, también tenemos.
Me entregó la hoja con los precios, consultó su reloj y se quedó mirándome. Comprendí. Era el fin de nuestra charla. Me acompañó hasta el ascensor, pero antes le pregunté si tenía algún catálogo. Me vendió un set. Nos dijimos adiós con una corta venia.
Al salir del edificio me di cuenta de que había escampado. El cielo estaba azul y la gente, sobre todo jóvenes, empezaba a poblar Amerikamura. Me quedé mirando a una chica que se parecía mucho a Ange, quizás sirvió de modelo al sumo creador. Tomé el metro. No podía esperar a llegar a mi hotel para revisar mi kit de Orient Industry.
***
En Tokio vive uno de los mejores clientes de Orient Industry. Se trata de un ingeniero cuarentón que tiene por lo menos cien muñecas en su apartamento. Ha gastado más de 150.000 dólares en sus amigas de silicona. Con ellas ve televisión, cena, charla, se baña y, por supuesto, tiene sexo. El ingeniero, que se identifica como Ta-Bo, dice: “Las mujeres pueden engañarte o traicionarte, estas muñecas jamás harán algo parecido. Me pertenecen 100%”. Una manera extrema de curarse ante la decepción, pero entendible: para un hombre japonés ser traicionado equivale a una humillación insoportable. La vergüenza en Oriente pesa más que la cruz de la culpa en Occidente. Ta-Bo acepta que el sexo con mujeres reales es mucho mejor, pero él odia el proceso de salir con alguien, cortejar y demás. A una muñeca no hay que darle explicaciones, siempre va a ser joven y bella, tal como se la vio por primera vez. En sus ojos no se va a reflejar el asco o la lástima, imposibles de disimular en la prostituta, o el rechazo velado de la esposa. Como si fuera poco, de su mano se pueden cumplir todas las fantasías posibles. En Ta-Bo ha cobrado vida el relato ‘La sonrisa’, del escritor J.G Ballard, incluido en un libro con título más que diciente: Mitos del futuro próximo. El protagonista del cuento compra un maniquí en un pasaje comercial conocido como El Fin del Mundo y vive una historia de amor con el objeto: “Sentada tranquilamente junto a la chimenea de mi estudio, mientras yo leía, presidiendo la cena como dueña de casa, su sonrisa plácida y su mirada iluminaban el aire”.
Pero las muñecas sexuales no solo inspiran extraños romances, también pueden servir de terapia. De hecho, Orient Industry empezó vendiendo sus productos a discapacitados o ancianos con esposas en plena curva de descenso de la libido.
Cuando un comprador de Orient Industry se cansa de su novia de silicona no la tira a la basura: la compañía alienta a sus clientes a devolverla a la fábrica e incluso les ofrece la posibilidad de una despedida profunda, como lo relata un artículo aparecido en Japan Today. De acuerdo con la tradición sintoísta, una de las religiones dominantes en Japón, los espíritus de la naturaleza son capaces de habitar los objetos, por eso la necesidad de este adiós que tiene el carácter de un funeral. Cerca de la sede de la fábrica en Tokio, donde trabajan 40 empleados y se fabrican al mes 80 muñecas, queda el Kiyomuzi Kannon, un templo que cada año celebra una ceremonia llamada Ningyo Kuyo. La mayoría de los que acuden son jóvenes que se quieren despedir de sus juguetes de infancia o viudas a las que su marido les dejó una colección de muñecas tradicionales y quieren desprenderse de ellas sin herir la memoria del muerto y sobre todo sin perturbar sus espíritus. Pero de vez en cuando aparecen por el templo compungidos clientes de Orient Industry para decirles hasta luego a sus amantes mientras los monjes entonan cantos.
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Desde hace milenios, las muñecas, maniquíes, estatuas, han sustituido el imposible de una mujer perfecta. El anhelo no es un capricho oriental, también está enraizado en lo más profundo de la psiquis occidental. Durante toda su vida, el rey griego Pigmalión buscó una mujer para casarse. La única condición era que fuera inmaculada. Por supuesto no la encontró, todas le parecían quisquillosas, mudables, parlanchinas. Su frustración lo movió a convertirse en escultor. Su creación más hermosa fue Galatea. De tanto contemplarla el rey terminó enamorándose de la estatua. La historia está contada en el libro X de La metamorfosis, del poeta Ovidio. Pigmalión trata a su mujer de marfil como el ingeniero japonés Ta-Bo a una de sus muñecas: “Orna también con vestidos su cuerpo/ da a sus dedos gemas, da largos colgantes a su cuello”.
En la larga historia de las mujeres sustitutas no podía faltar una que hiciera referencia al nazismo, cuna de mitos tan vasta como el mundo griego. A principios de los años cuarenta, el líder las SS, Heinrich Himmler, comisionó a un grupo del German Hygiene Museum de Dresde para que creara una muñeca que regulara la libido desbordada de sus hombres. La preocupación de Himmler era que muchos soldados alemanes habían muerto por enfermedades venéreas contraídas en encuentros con prostitutas parisinas. La sífilis y la gonorrea amenazaban la pureza de la raza aria. (A propósito, el boom de las muñecas sexuales se dio en Japón a partir de la llegada del sida a principios de los noventa) En septiembre de 1941 se completó la primera muñeca del proyecto ultrasecreto Borghild. Se acordó dotarla de pelo corto para dejar en claro que se trataba de una prostituta al servicio de las fuerzas del régimen y no de una mujer honorable. En 1942, Himmler tuvo que ocuparse de otras cosas, entre ellas la batalla de Stalingrado, y el proyecto quedó en el olvido. El modelo en bronce donde se vació la muñeca desapareció con los bombardeos aliados a Dresde. Este sería el verdadero origen de las muñecas sexuales y su producción en masa.
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Sora tiene el pelo castaño y lo lleva recogido. Está vestida con un sastre blanco. La falda es muy corta y deja ver parte de sus muslos. En otra foto aparece de perfil, con el torso desnudo y ligueros, recostada sobre una cómoda, como si se estuviera desnudando para su jefe. Mizuki tiene unas gafas de sol en la cabeza y una bufanda, el pelo negro suelto. Otra toma la muestra sobre la cama, a medio cubrir por una sábana, con el pelo desordenado después de un posible encuentro con su novio. Akane tiene un collar de perlas. Su boca es carnosa y brillante y está entreabierta. Deja ver unos dientes pequeños y blancos. Está de rodillas, completamente desnuda, sobre el piso de una ducha.
Sigo repasando el folleto. Los ojos de todas son un poco estrábicos, menos los de Ange, la última muñeca que vi en Osaka. De alguna manera el creador al corregir este pequeño defecto la acercó más a la vida. Al graduar el eje visual también logró que su apariencia fuera menos triste.
Antes de entrar a la habitación a ojear el catálogo compré una botella de agua en un pequeño supermercado que funciona las 24 horas. En Japón hay tantos como panaderías en Bogotá. En todos existe una sección de revistas para adultos con el mismo espacio que las revistas para señoras o las guías de televisión. Muchas son semanales, lo que habla de la alta demanda. No se les trata como proscritas, pero deben cumplir con el código de censura japonés, llamado Eirin. El artículo 175 prohíbe la obscenidad en términos muy vagos, pero la condena con penas muy fuertes. Para curarse en salud los distribuidores aplican lo que se llama bokashi, que significa velar, difuminar o tapar parcialmente los genitales durante el acto sexual. Esa es la razón para que los penes y vaginas de las películas porno japonesas estén pixelados a pesar de que los participantes lleguen incluso a extremas escenas de sadomasoquismo. El bokashi es quizás una muestra simple pero diciente de la relación entre el sexo y los japoneses. El sexo no se entiende en términos morales. No cabe dentro de la reductiva dicotomía judeocristiana del bien y el mal, espíritu y cuerpo, cielo e infierno. Pero la ambigüedad con que se aborda puede llegar a ser incomprensible para un extranjero. A lo ancho y largo del país se celebran desde hace siglos festivales en torno a la fertilidad donde caminan vulvas gigantes hechas en papel maché, pero en las casas hablar del tema es un tabú. Los libros de manga explícito o hentai tienen una raíz fuerte en los grabados sexuales o shunga, que hacen parte de las estampas del mundo flotante, libros populares desde el siglo XVII. Estos grabados de altísima calidad hablan de la vida y costumbres japonesas en el periodo Edo, pero hasta hoy no han sido exhibidos jamás en un museo o galería de Japón por su contenido explícito. El sexo en Japón no es una cuestión de blanco o negro. Hay una zona gris donde se venden muñecas sexuales hiperrealistas en todo menos en la apariencia de los genitales, para no contravenir las normas. Sin embargo, las vaginas por dentro son un ejemplo más de la alta tecnología desarrollada en el país, o por lo menos eso creo al ver una hoja impresa que viene con el catálogo y que muestra cuatro tipos de cavidades sexuales. Ese fue el nombre que usó el vendedor de Osaka. Para despejar dudas lo mejor es una visita a la sala de exhibición de Tokio, esta vez en compañía de un traductor.
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A diferencia de su compañero, el señor Nakamura está un poco entrado en carnes, es pálido, tiene una chivera de mago de feria, lleva el pelo corto y no habla ni una palabra de inglés. Recorremos a nuestro gusto el local, un poco más grande que el de Osaka, pero igualmente ubicado en un discreto edificio en una populosa zona del distrito de Ueno. Las muñecas están sentadas sobre sillas estilo Luis XV, sofás o una amplia cama. En una pared hay un armario con puertas de cristal en el que se exhiben varias cabezas, juegos de ojos, pelucas y un anillo.
Es una argolla de compromiso, aclara el traductor, un hombre de mediana edad con pocos prejuicios.
El señor Nakamura nos da una explicación rápida antes de entrar en acción con Naomi. Como ni el traductor ni yo quisimos penetrarla, el vendedor optó por una prueba táctil. Nos condujo hasta una mesita donde se encontraban las famosas cavidades sexuales, cilindros de silicona con una entrada en forma de vagina que se acoplan perfecto en las muñecas. Son removibles para facilitar la limpieza. El señor Nakamura aplicó con generosidad un lubricante en su interior y le ofreció la primera cavidad al traductor. Fue como si lo hubieran llevado a conocer el hielo. Su cara pasó del desconcierto al resplandor cuando introdujo los dedos. No me quiso decir nada, solo le indicó al señor Nakamura que hiciera la prueba conmigo. Más gel y mis dedos anular e índice accedieron a un mundo que no les era desconocido del todo y que una vez dentro por completo se volvió real. Tenía dos dedos metidos en el complemento de la inteligencia artificial. David Levy, científico inglés, asegura en su libro Love+Sex With Robots que para el año 2050 será muy común tener sexo con androides, incluso llegaremos a enamorarnos de ellos.
Nos limpiamos las manos y regresamos a las calles de Tokio como dos jóvenes soldados después de perder la virginidad en un burdel. Lo primero que dijo el traductor fue que era el colmo. Le pregunté si se refería al colmo de la desviación sexual. Se explicó mejor:
—Los japoneses somos muy caprichosos y eso nos lleva a buscar soluciones para todo, pero esto es el colmo.
Atacamos una hamburguesa mientras mirábamos pasar ríos de gente que a esa hora sale del trabajo. Muchos oficinistas irán esa noche a Shinjuku, el distrito rojo de Tokio, a tener sexo pago o como se dice en japonés: comprar primavera. Algunos de ellos irán con sus muñecas a sus casas o a moteles. El traductor, con una papa frita en la mano, rompió el silencio y me preguntó:
—Si tú fueras uno de esos científicos de la estación de Showa, ¿qué muñeca escogerías? Me demoré en responder. Primero tuve que hacerme al cuadro completo y, una vez tuve un anorak y las manos entumecidas y la cabeza nublada por tanta blancura y por única compañía a una colonia de ácaros, le respondí seguro:
—A la flaquita de pelo corto. ¿Cómo se llamaba?—Naoko. Yo también la escogería a ella.