Historias

El lado oculto de Muhammad Ali

Por: José María León | Foto: Alamy Stock Photo

Muhammad Ali fue para algunos un provocador y un arrogante, y para otros, un símbolo: el negro que se imponía con elegancia al sistema que lo oprimía. El más grande de todos los tiempos, muerto hace tres meses, transformó un oficio de trompadas en una declaración de principios.

El 31 de diciembre de 1966, el campeón mundial de los pesos pesados de boxeo, Ernie Terrel, cometió un error que le costaría, además de su título, una paliza que lo dejaría en el hospital: le dijo Cassius Clay a Muhammad Ali. Dos años antes, bajo la influencia de Malcolm X, Ali se había convertido al islam y había renunciado a llamarse Cassius Clay: “Es un nombre de esclavo —declaró—. Yo soy Muhammad Ali, un nombre libre: significa amado por Dios”.

Ali elegía sus verbos con la misma precisión con la que escogía sus golpes: en un país racista, Ali era un negro que exigía. Por eso la prensa y los políticos seguían llamándolo Clay. Cada una de sus frases era una declaración política, y cada titular que las reseñaba, una respuesta. Por esa misma época, la Asociación Mundial de Boxeo lo había despojado del campeonato mundial por una disputa contractual, y Ernie Terrel era, técnicamente, el campeón reinante. El 6 de febrero de 1967, Terrel y Ali entraron al ring para, de una vez por todas, dejar claro quién era el verdadero campeón.

En una rueda de prensa, informal y publicitaria previa a la pelea, el entrevistador le preguntó a Terrel qué respondía al poema que Ali le había dedicado y que empezaba con este verso: “At the sound of the bell / Terrel will catch hell” (“Cuando la campana suene, a Terrel lo alcanzará el infierno”). La rima de Ali era una arrogante y graciosa advertencia para su adversario, un gigante de 2 metros que parecía hablar con la misma lentitud con la que se movía en el cuadrilátero: “He may come into the ring looking awfully neat —recitó Ali, con los gestos y las pausas de un orador experimentado—. But if he’s not cool / They’ll carry’m out by his feet” (“Podrá entrar al ring muy elegante / pero si no se porta bien / saldrá con los pies por delante”). Cuando Ali terminó de leer, Terrel empezó una respuesta dubitativa: “Si Cassius Clay...”. Ali lo cortó en seco: “¿Por qué tú, de todos, me dices así, por qué no me llamas por mi nombre? No eres nada más que un tío Tom”. Para el pueblo afro del sur de Estados Unidos, un tío Tom es un negro servil que acepta su condición de esclavo y reconoce la supremacía del hombre blanco. Terrel, que hasta entonces parecía suponer que todo era parte de una bravata promocional, se indignó. No eran balas de salva las que Ali disparaba: “¿Cómo se te ocurre decirme tío Tom?”, gritó. En medio de la discusión, en el instante de un parpadeo, Ali sacó un jab al mentón de Big Ernie. Los dos boxeadores fueron sacados a empujones por sus equipos, mientras el periodista le pedía a su camarógrafo que no dejara de filmar.

Un mes después, mientras lo golpeaba sin misericordia en una pelea indigna de su elegancia, Ali vociferaba al final de cada round: “¿Cuál es mi nombre? ¡Dilo!”. El gigante Terrel aguantó los 15 asaltos de pie y después de perder por puntos salió directo al quirófano: tenía un vaso del ojo izquierdo reventado y los huesos de la cara fracturados. “Lo veía, y veía dos o tres —dijo en una entrevista con el periodista inglés Steve Bunce—, y, créeme: con uno era suficiente”. La inclemencia de Ali no era una reivindicación de su ego, como muchos dijeron, sino una proclama política. Cuando sonó la campana, a Ernie Terrel lo alcanzó el infierno de la más letal combinación del hombre que se autoproclamó el Rey del Mundo: la precisión de sus puños, la ligereza de sus pies y la medida de sus versos.

En un deporte acostumbrado a la confrontación directa y casi estática de los pesos pesados —la categoría en la que compitió siempre—, Ali desconcertaba. “Su renuencia a intercambiar golpes con sus oponentes en una forma viril tradicional, su manera de bailar y de circunvalar a sus oponentes, con apenas unos jabs intermitentes y destructivos que salían desde la cadera —escribió David Remnick, su biógrafo—, era, de alguna manera, impropio”. Sus jabs, ganchos y uppercuts estaban sellados con una cadencia y una métrica que Ali marcaba con los pies y que bautizó como double clutch. En verdad parecía que flotaba como una mariposa. Fuera del ring, su estética era la de la rima. Como si fuese un predecesor del rhythm and poetry del rap, que muy pronto se volvería el género musical en el que el pueblo negro de Estados Unidos narraba su vida. Por eso, la poesía de Ali no era solo la que escribía antes o después de sus peleas y que recitaba en ruedas de prensa y programas de televisión. Todo lo que decía parecía ir marcado por un metrónomo, como si siempre estuviese hablando en verso.

Es difícil pensar en Ali solo desde el punto de vista literario. Los poemas de Ali no se publicaban en libros o revistas. Su medio era la palabra hablada, la tradición oral que en su pueblo sirvió durante siglos para contar proezas y desgracias. Historias del África magnífica y también de la crueldad de las plantaciones algodoneras del sur estadounidense. Sus versos y rimas han quedado guardadas en archivos de video. Su poesía no está, ni de lejos, entre la buena. Tal vez apenas entra en el humor, en la rima ingeniosa y algo destartalada. Pero en su conjunto, en su boca grande y su voz dulce y severa, sus declaraciones políticas y sus entrevistas incómodas, esa poesía se elevaba por las demás voces de su tiempo. Por eso, cuando dio el discurso de graduación en la Universidad de Harvard y alguien le pidió que recitara un poema, dijo: “Me?, we!”. Es el poema más corto de la lengua inglesa y lleva la ambivalente carga entre el amor propio de Ali y su causa política: algunos creen que dijo: “Me?, we!” (“¿Yo? ¡Nosotros!”) y otros piensan que dijo: “whee!”, una interjección celebratoria de sí mismo.

Meses después de la pelea con Terrel, fue sentenciado a cinco años de prisión porque se negó a unirse al ejército para ir a la guerra en Vietnam. Además de la sentencia de cárcel, perdió su título de campeón y su licencia para boxear en Estados Unidos fue suspendida por tres años. El gobierno estadounidense le retiró su pasaporte. “No me dejan ganarme la vida ni salir del país —dijo en una entrevista televisiva—. Tengo más de diez millones de dólares en contratos para peleas en Europa y África”. Muhammad Ali explicó su decisión en una declaración, con la cadencia sureña que heredó de sus antepasados: “Mi conciencia no me deja ir a matar a mi hermano, ni a gente de piel oscura o a algún pobre hambriento en el lodo en nombre de la poderosa América. ¿Dispararles?, ¿por qué?”. A medida que su indignación crecía, sus palabras adquirían un ritmo que parecía marcado por un metrónomo y, muy pronto, parecía que hablaba en versos libres:

They never called me nigger, Ellos nunca me llamaron nigger

they never lynched me, ni me lincharon

they didn’t put no dogs on me, ni me soltaron a los perros,

they didn’t rob me of my nationality, no me robaron mi nacionalidad,

rape and kill my mother and father… no violaron ni mataron a mi madre y a mi padre…

Shoot them? For what? ¿Dispararles? ¿Por qué?

How can I shoot them poor people? ¿Cómo puedo dispararle a esa pobre gente?

Just take me to jail. Solo llévenme a la cárcel.

***

Ahora que Ali ha muerto, mucha gente se ha apresurado con las condolencias. Pero la realidad es que Ali fue un tipo incómodo para el mundo blanco y cristiano, hasta que le dio párkinson. Que un negro musulmán, desertor del ejército, se creyera el mejor, el más grande y no tuviera miedo de decírselo a nadie era un acto de rebeldía declarada en verso:

I am America

Yo soy América

I am the part you won’t recognize.

Yo soy la parte que no quieren reconocer.

But get used to me

Pero acostúmbrense a mí

Black, confident, cocky;

Negro, seguro, arrogante;

My name, not yours;

Mi nombre, no el suyo;

My religion, not yours;

Mi religión, no la de ustedes;

My goals, my own;

Mis propósitos son míos;

Get used to me!

¡Acostúmbrense a mí!

Estados Unidos se negaba a acostumbrarse a un negro que tuviera algo que decir. La prensa fue dura con él y su poesía. A. J. Liebling lo llamó ?Don Poeta cabezahueca bocazas?. La revista Time lo llamó ?Gaseous Cassius?. “¿Cuándo en la historia del boxeo se irritaron tanto los críticos por el uso del lenguaje de un boxeador?”, se preguntaba el historiador Henry Louis Gates Jr. en un artículo titulado ?Muhammad Ali, poeta político?. Ali desestabilizaba a su país con sus palabras como desestabilizaba a sus rivales con su forma de boxear.

Ali fue odiado por millones. Muchos los creían un fanático islámico. La célebre periodista italiana Orianna Fallaci lo describió como “catequizado, hipnotizado, doblado” por “los musulmanes negros, una de las sectas más peligrosas de Estados Unidos, el Ku Klux Klan al revés, asesinos de Malcom X —escribió en un texto que ahora aparece en el libro Las raíces del odio: mi verdad sobre el islam—. Y del payaso inofensivo solo queda un vanidoso irritante, un fanático obtuso que predica la segregación racial, maltrata a los blancos que están con los negros y amenaza a los negros que están con los blancos”.

Lo que Ali despreciaba —lo explicó tantas veces— era la supremacía del hombre blanco: la que los linchaba, perseguía, lanzaba a los perros, violaba y asesinaba, pero siempre fue un pacifista. Meses antes de morir, dijo que no había nada musulmán en matar gente inocente: “La violencia inmisericorde de los autodenominados yihadistas islámicos va en contra de los principios esenciales de nuestra religión”. El párkinson nunca le quitó su lucidez y él nunca se diluyó en el retiro. Como escribió Peter Richmond: “En su quietud se ha convertido en el dios que siempre quiso ser”. Fue más grande que el box, que su tiempo y que su enfermedad, que lo sumió en un estado contemplativo, que para unos fue un alivio y para él supuso una reconciliación con el silencio.

***

Ali ha muerto en una época en que los deportistas no tienen nada que decir. “Yo entretengo a la gente”, dijo el delantero del Real Madrid Cristiano Ronaldo. El deporte es, cada vez más, un negocio organizado para mostrar marcas, crear ídolos y vender derechos de televisión. Con la excusa de la pureza del deporte, los organismos que los regulan insisten en que los deportistas eviten hablar sobre el estado del mundo. Cuando el basquetbolista de la NBA LeBron James mostró una camiseta que decía I can’t breath —las últimas palabras de Eric Garner, un afroamericano asesinado en un caso de brutalidad policial—, la máxima autoridad de la liga dijo que respetaba el gesto, “pero preferiría que los jugadores se ciñeran a las normas reglamentarias sobre su vestimenta”. Al delantero Frederick Kanouté, la Real Federación Española de Fútbol lo sancionó con una multa de 3000 euros por mostrar una camiseta que decía Palestina. Todavía en el siglo XXI, nadie quiere lecciones de sus entretenedores.

Aun en el final de su carrera, Ali tenía lecciones que dar. No fue una lección política, sino una sobre el espíritu y la inteligencia. En 1974 se enfrentó al campeón mundial de los pesos pesados George Foreman, en la mítica pelea Rumble in the Jungle. Llegó como el retador en desventaja: todo el mundo creía que Foreman le propinaría una golpiza que terminaría, por fin, con la carrera de Ali, que había perdido sus mejores años sin poder pelear por haberse negado a ir a la guerra de Vietnam. Howard Cosell, tal vez el único periodista que forma parte de la mitología del box, dijo antes del combate: “Tal vez ha llegado la hora de decirle adiós a Muhammad Ali —hablaba con un aire apesadumbrado—. Porque, honestamente, no creo que pueda derrotar a George Foreman”. Lo decía en un tono funerario, como si no estuviese dando un reporte de televisión sino una elegía. Cuando sonó la campana por primera vez, Foreman salió a embestir a Ali. Era como si un minotauro de shorts rojos y detalles azules saliera a perseguir a un fauno viejo. El campeón pensaba derribar al bocazas de Ali en el menor tiempo posible, hacer que se comiera el poema que le había dedicado para su encuentro en Kinshasa:

You think the world was shocked when Nixon resigned?

¿Creen que el mundo se sorprendió cuando Nixon dijo que renunciaba?

Wait ‘til I whup George Foreman’s behind.

Esperen a que agarre a George Foreman a nalgadas.

Float like a butterfly, sting like a bee.

Flotar como una mariposa, picar como una abeja.

His hand can’t hit what his eyes can’t see.

Sus manos no pueden golpear lo que sus ojos no pueden ver.

Now you see me, now you don’t.

Ahora me ves, ahora no.

George thinks he will, but I know he won’t.

George creerá que me ve, pero yo sé que no.

I done wrassled with an alligator, I done tussled with a whale.

He forcejeado con un cocodrilo, con una ballena luché.

Only last week I murdered a rock, injured a stone, hospitalized a brick.

Nada más la semana pasada maté una roca, lesioné a una piedra y hospitalicé a un ladrillo.

I’m so mean, I make medicine sick.

Soy tan malvado que a la medicina he enfermado.

Foreman se reía mientras escuchaba. Renegaba con la cabeza como diciendo: “Espera a que te agarre”. Tal vez por eso salió a lanzar golpes como lo hizo. Tal vez, Foreman no tenía otra forma de pelear: aniquilar rápidamente a sus adversarios. Ali sabía que, si Foreman se cansaba, tendría una oportunidad. Tuvo razón: “Después del sexto asalto, estaba totalmente agotado”, dijo Foreman. A 18 segundos del fin del octavo asalto, Muhammad Ali empezó a escribir uno de los momentos más gloriosos del deporte. Empezó en una esquina y solo puede ser contado en presente, porque los grandes momentos de la humanidad se congelan en la historia y se repiten en un loop infinito en alguna dimensión desconocida: Ali, aún refugiado en las cuerdas, le da a Foreman un derechazo en el parietal. “Un derechazo escurridizo —dice el relator—. ¡Y ahí va otro!”. Foreman empieza tambalear, no está huyendo, está tropezando hacia cualquier lado. No corre, cae. Ali le pega seis veces en dos segundos. Todo lo que sucede después es un ballet contemporáneo en el centro de un cuadrilátero: tras el último golpe —un destructor jab de derecha a la mandíbula—, Foreman va hacia el suelo e intenta, con la desesperación del que está por desmayarse, agarrarse de algo que lo mantenga, más que de pie, consciente. Lo único que encuentra es el torso de su rival y trata de abrazar a Ali, que gira para evitar que el campeón del mundo encuentre dónde sostenerse. Los 60.000 espectadores rugen como un león gigantesco que ha despertado en el África Central. Ali acompaña a Foreman en su caída y arma el brazo derecho para rematarlo, pero algo lo detiene, como si no quisiera arruinar la belleza del momento. Como si asegurar el KO fuese menos importante que dejar que Foreman termine su bello aterrizaje en la lona. El réferi le da la cuenta a Forema, que conoce, por primera vez en su carrera profesional, cómo se ve el mundo desde el suelo. Ali alza los brazos y la gente termina de enloquecer. El retador en desventaja, el viejo fauno, que debía ser aniquilado en minutos por la juventud y potencia del minotauro George Foreman, ha reconquistado lo que siempre fue legítimamente suyo: el título indiscutible de ser el más grande de todos los tiempos. “Llamarlo un gran boxeador es una gran injusticia —dijo Foreman en una entrevista después de la muerte de Ali—. Él era más grande que el boxeo, más grande que las estrellas de cine. Él era algo realmente especial”. Era Muhammad Ali, el poeta que se hizo escuchar a golpes.

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