Tercer capítulo de la gran crónica de Alberto Salcedo: Un País de Mutilados. Manuel Ceballos, rodeado de su familia. Perdió la pierna derecha hace tres años. A su derecha, su esposa, María Jesús Valencia (camiseta azul) y su nieta Luisa Fernanda (vestido rojo), quienes estuvieron en el momento del accidente.
Manuel Ceballos es un campesino apacible que suele expresarse por medio de refranes y diminutivos. Por ejemplo, para interpretar el accidente que hace tres años le mutiló la pierna derecha, dice que “lo que viene liso desde el cielo, cae a la tierra sin arrugas”. Cuando algunos paisanos lo culpan de su propia tragedia —y de la calamidad de su hija Nancy y de su nieta Luisa Fernanda—, debido a que eligió un camino peligroso, él responde que “en esta vida, el que no se cae de un empujón, se resbala solito”. Una desgracia, según él, puede sucederle hasta a la persona más buena, porque “siempre hay malos bajo las sombritas”. Ceballos se cala su sombrero aguadeño, espanta con una bayetilla a un moscardón que merodea frente a su rostro. Entonces cuenta que unos minutos después de la explosión le pidió a su hijo Henry que lo matara, pues no soportaba la angustia de ver su pierna vuelta ripios y a punto de desprenderse totalmente. Durante mucho tiempo estuvo obsesionado con la idea de suicidarse. Nada lo consolaba. Quería encerrarse en un cuarto adonde no se filtrara ni el más mínimo rayo de luz y dejarse morir segundo a segundo, en calma, sin alharacas, lejos de los demás seres humanos. Pero una mañana cualquiera, sin que mediara ningún motivo comprensible, descubrió que había recuperado las ganas de llegar a viejo. En este punto invoca una antigua sentencia de su abuelo materno, un arriero de carriel al hombro y machete al cinto: “Indio muerto no tira flecha”. A menudo, cuando no tiene un refrán a la mano, Ceballos se torna inexpresivo. Habla con monosílabos o con frases muy cortas, o se calla. Entonces luce distante, pero no llega a ser hosco. Justo cuando parece que ni con ganzúa le sacarán una nueva palabra, lanza otro proverbio. Esta vez su intención es explicar cómo, a pesar de que el hombre crea en Dios y se porte bien, está expuesto a las desventuras. —Usted sabe —dice—: la cruz en el pecho y el diablo en los hechos. A principios de 2004, la vereda La Iraca —donde nació Ceballos— se encontraba sitiada por campos minados. Cada semana se registraba, por lo menos, una tragedia en el área rural. Los habitantes, versados ya en el alfabeto de la barbarie, eran capaces de anticipar la desgracia hasta en los detalles más sutiles. Sabían, por ejemplo, que cuando se oía a lo lejos el ladrido desesperado de los perros, y cuando, a continuación, las gallinas abandonaban sus nidos, cacareando azoradas como si las hubiese espantado el mismísimo demonio, era porque se acercaba una comitiva de paisanos que traían en andas a algún mutilado. Nadie tenía que llamarlos para que acudieran inmediatamente a la calle principal del pequeño caserío, dispuestos a recibir a la víctima de turno. Si había muerto, la enterraban sin honores en una fosa rústica cavada por ellos mismos, dentro del lote baldío improvisado como cementerio. Y si seguía viva, la trasladaban como fardo hacia cualquier lugar que contara con hospital o con puesto de salud. La reiteración de esta escena implantó el pánico y obligó a los moradores a emprender el éxodo. A finales de ese año, La Iraca, perteneciente al municipio de San Rafael, era ya un pueblo fantasma, devorado por la maleza y las sabandijas. Manuel Ceballos, su esposa, María Jesús Valencia, y los siete hijos de ambos abandonaron la vereda a mediados de abril. Erraron por distintos lugares, ofreciéndose como jornaleros a destajo: él cortaba leña, cargaba bultos, podaba jardines y arreaba agua. Ella lavaba ropa y cocinaba a domicilio. Nancy y Henry, los muchachos mayores, también se fletaban para realizar oficios domésticos. Los otros, como todavía eran muy pequeños, permanecían recluidos en su morada. Cuando no conseguían trabajo ni hospedaje, se apostaban todos como pordioseros en cualquier bulevar, sentados en el suelo. Portaban esos carteles típicos de los desplazados, escritos a mano, en los cuales suplicaban ayuda e informaban que habían sido desterrados de su pueblo por la violencia. Algunos peatones se conmovían y les daban frazadas, comida o monedas, pero la mayoría los ignoraba. Muchos, incluso, los miraban con desconfianza o con repulsión. Manuel Ceballos se sentía humillado y por eso le proponía a su mujer que se devolvieran para La Iraca. Allá en su vereda, decía, por lo menos tenían una pequeña finca —llamada El Jardín— donde contaban con dos hectáreas de frijol, tres de maíz y una de café. El día que ellos emigraron forzosamente, la tierra se encontraba recién sembrada. Ceballos consideraba que ya había transcurrido el tiempo suficiente para que los cultivos estuviesen florecidos. Cuando la mujer le respondía que no expondría la vida de sus hijos llevándolos a un territorio repleto de bombas, él planteaba ir, solamente, a recoger las tres cosechas para venderlas y montar un negocio en otra parte. Su mejor argumento para tratar de convencerla era —cómo no— uno de esos refranes que le aprendió al abuelo. —Para disfrutar del perro hay que entenderse con las pulgas. Pero ella no cedía. La vida lejos de su pueblo —advierte Manuel Ceballos— era un suplicio. Había días en que los muchachos solo comían un mendrugo de pan acompañado con refresco de panela. Y otros en que todos los miembros de la familia, es decir, nueve personas, dormían en una sola habitación, sobre un par de colchonetas desnudas tendidas en el piso. La situación se complicó aún más cuando Nancy, la hija mayor, que apenas tenía veinte años, quedó embarazada de un joven con el que mantuvo una relación pasajera. Entre tanto, Azucena, la menor, empezó a presentar síntomas de asma. Ceballos es un hombre de baja estatura, piel lechosa y expresión melancólica. Su bigote, delgado y de punteras impecablemente recortadas, le otorga un aire de caballero arcaico. Cuando se quita el sombrero, deja al descubierto un cabello peluqueado al ras y engominado, con la raya correcta al costado izquierdo de la cabeza y las patillas atildadas. Está sentado en un banco de madera, dentro del kiosco de guadua que adquirió cuando el Estado le pagó su indemnización. Allí, en ese espacio de apenas dos metros cuadrados, se pasa los días vendiendo víveres y mirando las historietas de Condorito que le prestan los comerciantes vecinos. Solo se fija en los dibujos, debido a que es analfabeto. A su alrededor hay otros negocios idénticos al suyo, que la Alcaldía de San Luis —el municipio donde hoy vive— les entregó en concesión a varios desplazados por la violencia. Uno de esos locales, exactamente el que queda diagonal al de Manuel, es ocupado por Nancy Ceballos, quien de nuevo se encuentra embarazada. Casi todas las calles de San Luis —124 kilómetros al sureste de Medellín— son empinadas y se estrellan contra un cerro imponente. Quizá la topografía tan agreste moldeó el carácter parco y laborioso de los habitantes. Pasan la mayor parte del tiempo ocupados, bien sea barriendo las terrazas de sus casas, o regando las matas, o arreando una yunta de bueyes. Serios, concentrados, como si de esos oficios cotidianos dependieran sus propias vidas. Al atardecer, muchos acuden a las cantinas del pueblo. Beben el aguardiente sin moverse de sus taburetes, ceñudos, silenciosos, como si no estuvieran de juerga sino cumpliendo uno más de sus deberes trascendentales. Algunas veces se integran pero, por lo general, cada quien se entretiene por su cuenta, sin prestar demasiada atención a los demás. A ello contribuye, entre otras cosas, el volumen tan estridente del tocadiscos. Diríase que suena así porque lo que se pretende no es incitar a nadie a la fiesta, sino, precisamente, resguardar el aislamiento encarnizado de estos individuos. Oyen una música de carrilera despechada, prostibularia, en la cual la mujer es presentada, casi siempre, como un ser abominable. La canción de moda por estos días es una en la que un cantante ametralla a su ex amada con calificativos ponzoñosos como “rata de dos patas” y “bicho rastrero”. Los campesinos se emborrachan al compás de esos improperios, sin despeinarse, sin exaltarse, con el mismo rostro inconmovible con el que siegan sus trigales. Justo en este momento se oyen los versos de la descarnada canción, procedentes de algún bar cercano. Maldita sanguijuela Maldita cucaracha Que infectas donde picas Que hieres y que matas? Ceballos es abstemio. Sin embargo, durante un periodo posterior al accidente, cuando aún tenía frescas las heridas, fue morador frecuente de las cantinas, donde encontraba algún alivio para sus pesares. Hoy, retirado de aquellas andanzas que, según él, le causaron más daño a su familia, se refiere al aguardiente como “una roya” que arruina los bolsillos. —Y al hombre pobre todo le cuesta el doble —añade, mientras dirige su mirada hacia el mostrador. En seguida, aplasta por fin al moscardón impertinente, con un golpe seco de su bayetilla. Luego empieza a recordar, afligido, cómo fue que él y su familia, tras casi un año de ausencia, volvieron a La Iraca, donde les aguardaba la fatalidad. A principios de marzo de 2005, Ceballos se topó casualmente con su paisano Oliverio Gil, quien también había huido de su vereda natal por temor a las minas antipersonales. Esa tarde, a la sombra de un algarrobo, compartieron sus cuitas. Coincidieron en que la vida del desterrado es aciaga, no solo por sus ahogos económicos sino, además, por el trato despectivo que recibe de la sociedad. La mayoría de la gente lo ve como un embaucador que utiliza la máscara del menesteroso para vivir campante a costillas del prójimo. Lo desprecian, lo esquivan. El desplazado es el margen de error del censo. No cuenta como ciudadano sino como chusma, como ser de las madrigueras. Para hacerse visible —valga decir, para existir— se sitúa en los espacios públicos más concurridos: debajo de los semáforos, en los separadores de las grandes avenidas, sobre los andenes de las zonas comerciales, en los alrededores de los templos. Su patria, que alguna vez fue un patio entrañable humedecido por el rocío del amanecer, es ahora el trozo de pavimento duro donde pernocta día a día. Desguarnecido, huérfano, el desplazado se va entumeciendo bajo la lluvia y desliendo bajo el sol. Es embestido por los carros, fustigado por la Policía. Hay que estar dentro de su piel para entender la confusión que se siente al pasar de la llama del candil a la luz de neón. Pero, ¿a quién le interesa ponerse en sus zapatos? Al contrario: la intención de los apresurados habitantes urbanos es permanecer tan lejos del desplazado como sea posible. En consecuencia, conocen poco o nada sobre él y sobre la realidad que encarna. ¿Qué es un desplazado cuando se le contempla desde el interior de un vehículo confortable, blindado contra las inclemencias de la vida urbana? Un gazapo del paisaje, un desventurado que, por fortuna para nosotros, se encuentra allá afuera, al otro lado de la ventana. Sabemos, porque lo hemos advertido en los noticieros, que emigró de su lugar de origen debido a la violencia, pero ignoramos la letra menuda de su catástrofe: la extorsión de los paramilitares o de los guerrilleros, las amenazas de muerte, la zozobra incesante, el descuartizamiento público de uno de sus parientes, el asedio de las bombas. Si le prestáramos atención un momento, nos enteraríamos de los pormenores de su desarraigo: la pérdida de sus pertenencias, la caminata humillante por un atajo encharcado, la incertidumbre frente al porvenir, la enfermedad del hijo menor, el luto de su familia. Pero nos resulta más cómodo dar la espalda, claro, convencidos de que el asunto no nos incumbe. Y ahí sigue el desplazado, aguantando nuestra indiferencia y la hostilidad del entorno. En cada trance de la jornada se juega la cabeza, en disputas que no eligió pero que le resultan inevitables. Más le vale que tenga agallas si quiere sobrevivir y granjearse el respeto. Eso sí: ninguna bravura le servirá cuando abandone la áspera calle y se quede a solas con sus miedos más íntimos. Una noche cualquiera descubrirá que el pueblo donde nació y creció, el pueblo en el que amó los guisos de su madre y el vuelo del colibrí, le duele en las entrañas. Añora sus casas de bahareque con el mismo ardor con el que un mutilado echa de menos el órgano que le arrebataron. Llora, desfallece. Al amanecer, enardecido por el desvelo, el desplazado habrá tomado una decisión radical. Eso fue, precisamente, lo que hizo Manuel Ceballos el día de su encuentro con Oliverio Gil. Mientras tomaba café sentado en el borde del catre, le contó a su esposa, María Jesús Valencia, la decisión de retornar a La Iraca. No usó un tono vacilante, como en las insinuaciones anteriores, sino una voz marcial que desautorizaba de tajo cualquier argumento en contra. Pero la mujer volvió a plantarse firme: le advirtió que quien quisiera llevarse a sus hijos sin el consentimiento de ella, debería pasar antes por encima de su cadáver. Ceballos conocía a su compañera lo suficiente como para entender que hablaba en serio y que no se amedrentaría ante ninguna bravuconada. Entonces resolvió persuadirla con argumentos. Primero apeló al que se le antojaba más convincente: casi todos los habitantes habían regresado ya a la vereda. ¿Por qué iban a ser ellos los únicos que seguirían en una ciudad hostil soportando hambre y desprecios? La segunda razón que esgrimió fue un disparate que se le ocurrió de repente: después de once meses, las tales bombas seguramente se encontraban desactivadas. Quizá —agregó— se dañaron con los aguaceros de octubre o con los soles de enero. Todavía hoy, tres años después de haber perdido la pierna derecha, Ceballos desconoce que la vida útil de las minas antipersonales puede ser de hasta cincuenta años. Si fuera cronista de Bogotá, oiría a Luz Piedad Herrera, la directora del Observatorio de Minas, diciendo que “cada bomba de esas dura lo suficiente como para destrozar a los nietos de quienes la sembraron”. Pero como es un analfabeto de las orillas remotas, jamás contará con la oportunidad de escuchar una voz oficial que le ayude a defenderse del peligro. En este momento, mientras acomoda un rimero de papas en el mostrador del kiosco, su aspecto sigue siendo el de un hombre a la deriva. Luce menoscabado, desvalido. No es exagerado conjeturar que el primer detonante de su infortunio fue la falta de educación. Cuando estaba en edad de instruirse, solo recibió un abecedario garrapateado en la brisa: el refranero de sus ancestros antioqueños. Se trata, ciertamente, de un compendio de inteligencia que, en condiciones normales, le bastaría a un campesino como él para descifrar los senderos por donde transita. Pero en medio de verdugos tan inhumanos, capaces de convertir la Tierra, la Madre Tierra, en simple alacena del terror, los saberes atávicos son letra muerta. La barbarie no se conjura con proverbios, ni siquiera con los más iluminados, como este que pronuncia Ceballos ahora, al terminar de ordenar las papas en el mesón. —Mal camino no conduce a buen sitio. No era eso lo que pregonaba a comienzos de marzo de 2005, cuando andaba con la cantaleta de devolverse para La Iraca. Ya en aquel momento conocía el refrán, por supuesto. Sin embargo, consideraba inconveniente mencionarlo en las conversaciones con su mujer. Su vuelta al pueblo —insiste— se debió, en parte, a las desdichas que padeció en el exilio, y, en parte, a su idea de que las bombas ya eran piezas caducas. Si alguien le hubiese asegurado que las minas conservaban aún su capacidad de destrucción —admite en seguida— habría regresado, de todos modos, porque al sopesar en una balanza los riesgos que corría y los provechos que se derivaban del retorno, la decisión adquiría sentido. En La Iraca quizá moriría reventado entre dos hileras de alambre de púas, claro, pero también podría ser otra vez un hombre productivo y autosuficiente, al que nadie abochornaría ni miraría con desconfianza. En cambio, en la ciudad ancha y ajena siempre sería maltratado y jamás tendría, como contraprestación, una esperanza mínima a la cual aferrarse. Ceballos se arrellana de nuevo en el banco de madera. Al parecer no se da cuenta de que la bota derecha del pantalón se le ha levantado un poco. Entonces me dedico a bosquejar ciertas deducciones. Algo debe andar muy mal para que los desplazados se sientan forzados a inmolarse en sus peligrosas veredas, porque no caben en el resto del país. ¿Habría, acaso, una forma más ignominiosa de cerrar este círculo de horror? Primero los dejamos a merced de los bárbaros. No les garantizamos el derecho a la tranquilidad, como tan fastuosamente promete la Constitución Nacional. Luego, cuando aparecieron frente a nosotros llorando por su tragedia, giramos los rostros hacia otro lado, distantes, insensibles. Les negamos una segunda oportunidad, los arrinconamos. De ese modo, los empujamos de vuelta hacia sus caseríos inseguros, y es posible que hayamos contribuido, además, a accionar la mecha explosiva de su desgracia. ¡Cuánta miseria, Dios mío, la del hombre que, por falta de opciones, elige el “mal camino” a sabiendas de que “no conducirá a buen sitio”! La conclusión es aún más punzante viendo ahora la prótesis lastimera de Ceballos —símbolo de la infamia— incrustada en un zapato descascarillado. María Jesús Valencia accedió, por fin, a repatriarse a La Iraca. El argumento que la convenció fue el hecho de que muchos paisanos se encontraban de regreso y la vereda llevaba otra vez una vida normal. Además, su marido, empeñado en ganarle ese pulso a como diera lugar, le asestó la estocada final con una promesa irresistible: cuando retornaran al pueblo, bautizarían a Luisa Fernanda, su primera nietecita, la hija de Nancy, que había nacido un mes atrás, exactamente el 4 de febrero. La niña — agregó — debía hacerse a un nombre en el lugar en el que se hallaban las raíces de la familia. Arribaron al pueblo el martes 15 de marzo de 2005, un poco antes del mediodía. De inmediato se dedicaron a recuperar el rancho, invadido por la maleza. María Jesús Valencia se puso muy contenta cuando verificó que sus enseres estaban completos: las colchas de retazos, la vajilla de totumo, los platos de peltre, las dos linternas de querosene, la mesa de cedro rústico. En la ciudad —le comentó a su compañero— ninguna de esas cosas habría sobrevivido a la rapacidad de la gente. A la mañana siguiente adelantaron el operativo de limpieza en la finca El Jardín, ubicada a unos treinta kilómetros de distancia. Estas labores de saneamiento resultaban inaplazables, debido a que La Iraca acusaba los estragos propios del abandono: cundía la mugre, abundaban los zancudos. Los cerdos, que se habían vuelto cimarrones, andaban descarriados por los montes, irreconocibles e inalcanzables para sus dueños. Los sapos y las lagartijas se enseñoreaban por los patios, los zarzales recubrían las tapias, el moho arropaba las tinajas. Todo era un caos, como en el principio de la Creación. De modo que aquellas primeras jornadas de arreglo y aseo se asimilaron a una refundación. Al desbravar la maleza, fumigar a los insectos, raspar el verdín de las cacerolas, barrer los pisos y poner cada objeto en su sitio correspondiente, el pueblo resurgía de entre sus ruinas y el Universo mismo recobraba su razón de ser. Manuel y María Jesús acordaron celebrar el bautizo el 23 de marzo —Jueves Santo—. El miércoles 22, un poco después del mediodía, decidieron ir al caserío Agua Bonita para comprar los víveres con los cuales prepararían la comida de la fiesta. Iban acompañados, como dice Manuel, por “toda la recua”, es decir, por Nancy, Henry, Claudio, Ricardo, Zoraida, Giovanni y Azucena, los hijos, y por Luisa Fernanda, la nieta, que entonces tenía 47 días de nacida. Avanzaban a pie a través de una senda angosta tapizada por la hojarasca de los algarrobos. Delante de ellos, encabezando la caravana con su paso cansino, viajaba una de las dos mulas de la familia. De pronto, Ceballos voló un par de metros y cayó bruscamente al suelo, en medio de un estruendo de cataclismo. Hoy, cuando recuerda el suceso, recurre a una metáfora: aquello fue como si justo bajo sus pies brotara un martillo descomunal que desfondara el piso y lo arrojara a él por el aire. Sintió un desgarrón debajo de la rodilla derecha. La tierra empezó a dar vueltas, el horizonte fue eclipsado por un hongo negruzco que expelía arena a raudales. Lejanos, amortiguados por los últimos coletazos de la explosión, se oyeron los gritos de los muchachos. Segundos después, cuando por fin se despejó el panorama, Ceballos descubrió que su pierna derecha, despedazada, pendía de un delgado ripio, lo cual le pareció más espeluznante que si se le hubiese desprendido del todo. Fue en ese momento cuando le imploró a su hijo Henry que lo rematara con un machetazo en la frente. Ni entonces, ni ahora —aclara, de manera tajante— vio el accidente como consecuencia de su decisión de volver al pueblo. ¿Quién le garantiza que al seguir en el destierro se hubiera ahorrado el percance? Su abuelo materno decía que ningún hombre viene al mundo con la vida escriturada. Lo único seguro es la muerte, y cuando esta llega no hay excusa ni escondite que valgan. Ceballos cita de nuevo el primer refrán que invocó esta tarde en su testimonio: —Lo que viene liso desde el cielo, cae a la tierra sin arrugas. Al decir que la vida es prestada y transitoria —aclara— no insinúa que le importe poco. Cuando le pidió a Henry que lo matara, aquella tarde fatídica de marzo de 2005, fue porque durante un instante supuso que sería un hombre inservible, un estorbo para su familia, y pensó que en esas condiciones no valía la pena seguir vivo. En el fondo es consciente de que planteó esa solicitud extrema porque sabía que su hijo la descartaría. No imaginaba que casi en seguida sería testigo de un hecho atroz que le haría concebir, entonces sí de verdad, la idea de morir con la cabeza tronchada. Apenas cesó la avalancha de tierra, Ceballos divisó a Nancy, que corría hacia él con los brazos abiertos y el rostro transfigurado por el horror. Detrás venía María Jesús, quien traía cargada a Luisa Fernanda. Estarían quizá a cuatro metros de distancia cuando desaparecieron de vista, envueltas en un fogonazo de espanto. Durante varios segundos que le parecieron interminables, Ceballos sólo vio un nubarrón plomizo que se expandía en espirales, dejando a su paso un reguero de guijarros y de ceniza. Inmovilizado en el suelo, con un tarugo en la garganta, reconoció en aquella polvareda su propio Apocalipsis. Si perder una pierna significaba quedar inútil, perder a su familia era ya el verdadero fin del mundo, el acabose. Sintió una punzada en el costado derecho del bajo vientre. Lamentó, con toda su alma, haber sobrevivido a la primera bomba. Y soltó sin más demora el grito que tenía atrancado en el pecho. —Hijueputaaaaaaaaa! Entonces, por fin, divisó los tres cuerpos tirados en el piso. No recuerda más, salvo que, mientras desfallecía, mientras el universo se oscurecía y se borraba, la mula lanzó un relincho azorado. Ceballos ignora cuánto tiempo permaneció inconsciente. Tal vez un par de minutos, le dijo su hijo Claudio. Al despertar, se puso a atar los cabos sueltos de la tragedia con la información fragmentaria que le iban entregando sus hijos: la segunda mina, sembrada cerca de la primera, le mutiló a Nancy la pierna derecha. A María Jesús la derrumbó pero no le ocasionó lesiones graves. Y a Luisa Fernanda le inundó el torso y la pierna izquierda de esquirlas incandescentes que le ulceraron la piel. Ceballos contempló a las tres mujeres — “a mis tres flores”, dice ahora, con una expresión de dulzura en el rostro — y se asustó tanto que volvió a perder el conocimiento. Cuando lo recobró, alguien le indicó que Ricardo se había ido en la mula para La Iraca, en busca de ayuda. Ceballos conserva en la memoria retazos atropellados de los hechos que sucedieron a continuación, ya que sufrió nuevos desmayos que le impidieron lograr una visión continua de la realidad. Cada vez que reabría los ojos, escuchaba voces desesperadas y percibía impresiones fugaces del entorno, instantáneas terribles que, casi en seguida, se transmutaban en tinieblas. Así, a punta de imágenes intermitentes y fantasmagóricas, fue captando lo que ocurría a su alrededor. Vio a Nancy pidiendo a gritos que le llevaran a Luisa Fernanda para cargarla. Vio a María Jesús aconsejándole que se tranquilizara. Vio a Azucena acurrucada en el suelo con la cabeza hundida entre las manos. Vio a Claudio apeándose de la mula. Vio a la mula orinando. Vio al gentío que vino del pueblo a socorrerlos. Vio a tres paisanos mayores tendiendo un par de hamacas entre dos vigas nudosas. Vio el sol ocultándose en el horizonte. Vio a Oliverio Gil abrazando a Henry. Vio a un muchacho de espaldas, indicándole a la multitud que ya eran las seis y media de la tarde. Después cayó la noche y Ceballos ya no pudo ver nada, a excepción de algunas sombras esporádicas. Eso sí: a ratos oía frases que le permitían deducir lo que estaba pasando. —No camine tan rápido, Venancio, que me lleva al trote y el camino está muy resbaloso. —Camine siempre por el centro de la trocha. Preciso tenía que llover hoy. Ceballos notó que la caravana avanzaba por un sendero fangoso. Advirtió el chapoteo de los viandantes en el barro, el jadeo afanoso de alguno de sus conciudadanos. Se percató, además, de que a veces su hamaca se deslizaba hacia un extremo del palo donde iba colgada. —No se preocupe, Nancy. La niña va con Oliverio. —¡Ay, Dios mío, qué mala hora! —Se me acabaron los cigarrillos. —Manténgase en el centro, Venancio, en el centro. No vaya a pisar el borde del camino. —Menos mal que por acá ya no está lloviendo. Durante un momento percibió en la atmósfera un penetrante tufo de aguardiente. —Ese cigarrillo está mojado. Deme otro. —¡Con cuidado, que me duele la pierna! — Falta mucho? Ceballos sintió una quemazón en la pierna cercenada y una resequedad intensa en la boca. Quiso pedir agua pero desistió porque, súbitamente, fue poseído por la idea de que había perdido la voz. Por mucho que gritara —pensó— nadie lo oiría. ¿Estaba dormido? ¿Alucinaba? Hoy cree que sí. Incluso, cuenta que en uno de esos raptos de desvarío avistó una hoguera crepitante que se levantaba como a dos metros de altura. Las llamas formaban arabescos de colores, luego se transformaban en el rostro de Ceballos, después se volvían una estatua de ceniza y, al final, convertidas ya en un montón de polvo, se esparcían por el aire. ¿Contenía su pesadilla un mensaje cifrado, una señal de humo de la fatalidad? “Tal vez”, responde, mientras saca la llave para abrir la puerta de su casa. La tropa arribó a La Iraca a las diez de la noche. De inmediato, los heridos fueron transbordados a un camión de estacas que los llevaría a la ciudad de Rionegro. También de este nuevo viaje — ue culminó a las cuatro de la madrugada— Manuel Ceballos conserva recuerdos fragmentarios. Lo más dramático, dice, ocurrió al poco tiempo de haber llegado al hospital, cuando una enfermera le arrancó la pierna que pendía del delgado ripio, y luego la forró con gasa y la embaló en una bolsa. Tanto Ceballos como su hija Nancy fueron sometidos a cirugía el Jueves Santo por la mañana. La muchacha reaccionó bien en la fase postoperatoria pero su padre sufrió dos infartos, debido, entre otros factores, a que el muñón se le gangrenó y eso le produjo una obstrucción vascular. El Sábado de Gloria —señala ahora, mientras cuelga las llaves en una clavija engarzada en la pared— tuvieron que someterlo a una segunda amputación, esta vez por encima de la rodilla. Su convalecencia en el hospital duró dos meses, al cabo de los cuales comenzó a gestionar el reclamo de la indemnización. El Estado le reconoció a él quince millones de pesos y a Nancy, ocho millones. Con ese dinero abastecieron los kioscos que les entregó en concesión la Alcaldía de San Luis. La compensación por los daños que sufrió Luisa Fernanda —concluye Ceballos— aún no ha sido aprobada. Los Ceballos se encuentran esta noche en la casa donde viven en arrendamiento desde agosto de 2005. Es una residencia de apenas dos habitaciones, ubicada al pie de una cuesta adoquinada en el centro de San Luis. María Jesús Valencia —mujer enjuta, cuarenta años, labio leporino— cuece frijoles en la cocina. Luce una camisola violeta y un pantalón gris. Da la impresión de que podría estar medio siglo callada pero no un solo minuto sin realizar sus oficios domésticos. Luisa Fernanda —cabello castaño, tres años, mejillas rubicundas— juega con una vecina de su edad que ha venido a visitarla. Lleva una blusa roja de manga sisa y una falda de jean. Las quemaduras que sufrió en la pierna izquierda le afectaron los tendones y, en consecuencia, es coja. Además, presenta retraso en el habla. Incapaz de construir oraciones, apenas balbucea algunas palabras sueltas, como “mami” y “tete”. Nancy —24 años, siete meses de embarazo, pómulos sobresalientes— está sentada en la sala, al lado de su padre. Tiene una camiseta roja que parece a punto de romperse en su imponente panza y un pantalón azul. Aparte de haber padecido la amputación de la pierna derecha, permaneció seis meses con la pierna izquierda repleta de tornillos ortopédicos. El tema de conversación es la edad de Manuel Ceballos. —Tengo como cuarenta y pico — dice. —Pero papá —interviene Nancy—. El señor quiere saber es la edad exacta. —Como 42. Más o menos 42. Nancy le recuerda a su padre que en la cédula de ciudadanía aparece la fecha precisa de su nacimiento. Ceballos baja la mirada y, enmudecido, saca un envoltorio del bolsillo de la camisa. Lo desdobla con desgano, lo vacía. De manera repentina, su rostro se ha tornado más serio que de costumbre. Ahora extrae un mazo de papeles que va desplegando con displicencia frente a sus ojos. Allí está, por fin, el documento de identidad, amarilleado por el tiempo pero con el blindaje de plástico intacto. Ceballos lo examina un momento, antes de soltar el esperado reporte. —Sí, tengo cuarenta y dos. Entonces, Nancy le pide la cédula. Y también ella se dedica unos segundos a inspeccionarla. —Papá —observa a continuación, con un rostro inocente—. Aquí dice que usted nació el 19 de agosto de 1963. Usted tiene son 44 años. Ceballos se queda en silencio. Al parecer, avergonzado. Luce apocado, indefenso. El bochorno que le produce su ignorancia es también una consecuencia de su accidente. Si estuviera en La Iraca, ¿a quién le importaría su edad? Allá todo era elemental. Se nacía o se moría, se era joven o se era viejo. Fácil, simple. En la Iraca, quien fuera capaz de pronosticar la duración de la niebla, quien supiera resguardarse de los tornados y de las heladas, quien distinguiera el tiempo conveniente para la siembra, quien pudiera mantener su huerto libre de plagas y de zarzas, quien gozara de salud suficiente para asestarle a la tierra un buen golpe de azadón, era un hombre feliz y respetable. Daba lo mismo que tuviera 20 o 53 años. Como era posible conseguir lo que se necesitaba sin recurrir a papeleos engorrosos, la cédula permanecía archivada en el cajón de los trastos inservibles. Esa cédula, a propósito, esa puñetera cédula que Nancy contempla todavía con curiosidad, es ahora un símbolo del derrumbamiento de Manuel Ceballos. Sintetiza los sobresaltos de su destierro físico y sicológico. Lo hace aparecer en público como un pobre diablo, borrando de un solo tajo el hecho de que allá en su pueblo él fuera un hombre apreciado por su inteligencia. La cédula, además, representa su insignificancia frente a la maquinaria aplastante de las oficinas públicas, donde hoy, por fin, después de perder la pierna y la tranquilidad, oye hablar de sus derechos. En La Iraca esa cédula valía lo mismo que un comino, porque allá no se requerían certificados para ser ciudadano, ni escrituras para honrar los compromisos, ni pasaportes para pasar de un lugar a otro. El incidente de Ceballos con la cédula plantea una conclusión más alarmante: las minas antipersonales, además de destrozar a la víctima, la subyugan para siempre. Se trata de una tiranía sutil pero monstruosa. Cada vez que el lisiado se entrega, desamparado, a su rutina sombría; cada vez que se aferra a su muleta como el náufrago al salvavidas, cada vez que embetuna el zapato triste de su prótesis, la bomba de su desgracia le resuena de nuevo en la conciencia. Todo lo que le permita recordar su invalidez es una prolongación del atentado. Esta conjetura, aunque parezca exagerada, se entiende mejor cuando Luisa Fernanda se viene corriendo para donde su abuelo y, de manera imprevista, le agarra la pierna ortopédica, mientras repite a media lengua una de las pocas palabras que sabe pronunciar. —¡Pata, pata, pata!