Nuestro columnista hace una reflexión de las encuestas en el país.
Si hay una profesión más desprestigiada que la de político, es la de encuestador. La indignación generalizada de la ciudadanía con su clase dirigente se ha extendido a la manera en que se mide la opinión pública en el país, lo que ha generado una profunda crisis de credibilidad que empieza a mostrar sus efectos en esta campaña.
Las firmas encuestadoras se juegan el partido de sus vidas; tienen la palabra empeñada, y con razón. La pifia del plebiscito sobre los acuerdos de paz fue inaceptable para la gente y se convirtió en un arma de los candidatos para deslegitimar las encuestas que no les son favorables. Otro paso en falso puede llevar al final de la vieja (y a veces obsesiva) relación entre el colombiano y la encuesta.
“Le creo más a Santos que a las encuestas, imagínese”. Esta frase del exprocurador y candidato presidencial Alejandro Ordóñez en El Espectador resume el sentimiento contrainstitucional que ya permeó el debate público. Un movimiento que en Colombia, como en Estados Unidos y Gran Bretaña, tiene como uno de sus principales pilares la crítica a las encuestas.
La imposibilidad de predecir la victoria del “no” en el plebiscito, el triunfo del brexit o la elección de Donald Trump dejan entrever que la crisis en materia de encuestas es un fenómeno global que debió ameritar al menos una revisión de fondo de la manera en que se está midiendo la opinión pública. Este no es un tema menor. Las encuestadoras, como los partidos, son mallas de seguridad que nos separan del abismo. Aunque con errores, las grandes firmas trabajan a partir de bases estadísticas y son sujetos de control de las autoridades electorales. Con cada ejercicio, estas empresas se juegan su credibilidad y responden con nombre propio cuando no aciertan, lo que debería ser prenda de garantía.
¿Y sin encuestadoras qué? Fácil, se abre la puerta a la desinformación y se impone el manipulable sondeo sobre la certeza de la estadística. Sin ciencia, sin control y sin rendición de cuentas, la encuesta deja de ser una fotografía del momento para convertirse en un filtro de distorsión de la realidad.
El Estado tiene también una gran responsabilidad en esta crisis. Mientras empresas de garaje se cuelan en las listas de encuestadoras autorizadas por el Consejo Nacional Electoral, se insiste en mantener la absurda prohibición de hacer encuestas una semana antes de las elecciones, como si la revolución digital nunca hubiera sucedido y el monopolio de la información siguiera estando en manos de unos pocos medios de comunicación. Y ni hablar de regulación. Basta con desempolvar la última gran resolución expedida hace más de veinte años en materia de encuestas para darse cuenta de que las cosas no están bien. Difícil explicar que las normas que rigen la forma de medir la opinión pública sean más viejas que la aparición de Facebook, Twitter o WhatsApp.
La autocrítica es una virtud escasa que se hace especialmente necesaria en época electoral. El campanazo del plebiscito retumbó en todos los eslabones de la cadena y puso a prueba la capacidad de autoridades y firmas encuestadoras de mirarse el ombligo y reinventarse. Hace casi treinta años, Álvaro Gómez, en entrevista con Juan Gossaín, comparó las encuestas con las morcillas: “Son muy ricas, pero es mejor no saber cómo las hacen”, dijo. Hoy más que nunca depende de los encuestadores abrir sus morcillas para darse cuenta de qué ingrediente está intoxicando al paciente, antes de acabar definitivamente con la producción.