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Crónica

La vida sin una pierna

Por: Revista SoHo

Lo primero que debo decir acerca de andar por la vida con una sola pierna es lo obvio: antes tenía dos. Lo cual me coloca en el momento en que el cambio se produjo.

Por: Antonio Navarro Wolff

Lo primero que debo decir acerca de andar por la vida con una sola pierna es lo obvio: antes tenía dos. Lo cual me coloca en el momento en que el cambio se produjo.

Después de que una granada me destrozó la pierna en una cafetería de Cali, mientras intentábamos una negociación de paz con el presidente Belisario Betancur, estuve veinte días en el Hospital Universitario del Valle

–bien atendido, pero hecho leña–, de donde fui trasladado a México por gestión de un grupo de periodistas y personalidades que con su acción salvaron mi vida.

Tras una semana más de sufrimiento en el Hospital Mocel de la capital mexicana, una mañana del mes de junio de 1985 me armé de valor y le dije al traumatólogo que me estaba atendiendo: “Si tiene que cortarme la pierna, ¡adelante!”. El doctor Vicente Rojo –hijo de inmigrantes vascos en los tiempos de la guerra civil española– citó una junta médica que sesionó en mi presencia y discutió las alternativas para finalmente dictaminar que a las dos de esa tarde se haría la amputación.

Salieron los médicos de la habitación y se me vino el pánico como tren en marcha. Me imaginaba incompleto, mutilado; la palabra “amputado” sonaba espantosa, sobrecogedora. Fue tanto el susto, que un patatús obligó a aplazar la operación hasta la medianoche.

Como había tenido tantas operaciones en las semanas anteriores, decidieron no usar anestesia general, sino raquídea. Así que estaba despierto mientras me serruchaban la pierna. Porque el asunto más parece de carpintería que de medicina. Pero lo peor fue que salí del quirófano con un yeso terminado en una pata de mesa de cafetería, con chupa de goma en la punta y todo, para ayudar al proceso de pronta recuperación. Me sentía como Blas de Leso con pata de mesa.

Adaptarse a usar prótesis es un proceso donde la mente y la actitud son esenciales. Cuando por fin me hicieron una pierna artificial moderna, salí a la calle con la felicidad de un niño y caminé cuarenta cuadras. Volver a tener pierna parecía un sueño. Los transeúntes debieron pensar que estaba loco, porque iba cantando a voz en cuello y saltando de felicidad en las esquinas.

Aunque ya no camino las distancias de antes, he subido a pata al volcán Galeras y cada vez que puedo ir a un páramo, allá me encaramo. Claro, con un caballo a mano, por si las moscas. Porque además, después de grande he descubierto los encantos de la caballería.

Las anécdotas con los niños son las mejores. En las etapas iniciales debía alternar el uso de la prótesis con el de las muletas. Un día en el pasillo de un hotel, un niñito me vio pasar con las muletas y sin la prótesis y le dijo en voz alta a su mamá: “Mami, mami, ¿qué pasa en este hotel que los señores andan sin pierna?”. La señora se puso como un tomate.

Otra vez, un niño de esos a quienes sus papás les celebran todas las malas crianzas, tenía la maña de acercarse a un adulto y darle un patada en la canilla para después morirse de la risa de ver la cara de la pobre víctima. Un día se me acercó y ¡zas!, pateó mi prótesis. Por supuesto, quedé impávido. Me miró por unos instantes y no aguantó: se puso a llorar a moco tendido. Había machacado sus dedos del pie contra el alma de acero de mi pierna artificial. Después me volví su héroe. Era yo el primer hombre biónico que conocía.

Otro día estaba acostado en una hamaca con la prótesis al lado. Llegó el hijito de un amigo a proponerme que le enseñara a quitarse la pierna, como hacía yo. Siguiendo mi consejo, pasó días enteros frotándose la rodilla para que se le ablandara el hueso antes de que le explicara lo que realmente me había pasado. Sin embargo, creo que no quedó muy convencido con la nueva versión. Le gustaba más la primera.

Cuando estuve en Nicaragua durante la guerra entre los sandinistas y la contra, me invitaban a los hospitales de soldados amputados para que les diera moral a esos muchachos víctimas de las minas quiebrapatas. Me miraban con verdadero asombro cuando me veían saltando en una pata, ¡la de palo!

Mi mayor orgullo es bailar como un trompo. Como buen pastuso, me encanta la salsa y disfruto sacándole brillo al piso cada vez que tengo oportunidad. Y la pierna se comporta a las mil maravillas.

Hace poco, me contaron que en un hospital de campaña donde los paramilitares tienen un grupo numeroso de jóvenes amputados, soy fuente de su optimismo. Según las versiones, dicen que si yo ando por la vida con tanta propiedad, camino sin que se note y estoy casado con una mujer linda, con todo y la pierna cortada, ellos pueden hacer lo mismo.

Por cierto, circulan chistes de buen y mal humor. Uno habla acerca de mi condición altamente ecológica, pues soy de Pasto, tengo una pata de palo y ando con un tronco de mujer. Claro, a ella no le gusta el chiste.

Cuando llego a una piscina soy el centro del interés. Todo el mundo siente curiosidad de ver cómo es el asunto cuando me quito la toalla y son comunes los comentarios acerca de qué bien nada “el Navarro” con una sola pata. Mi hijo menor está enamorado de la pierna más chiquita, “la chuchita”, como la llama, porque es más suavecita que la grandota.

En fin, aunque los políticos que no me quieren me dicen “cojo tal por cual”, estoy convencido de que vivir con una sola pierna es más excitante que vivir con las dos. Les dejo esa inquietud a los bípedos que andan por la vida aburridos como ostras. Piénsenlo.

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