No hay nada que suene más aburrido que ver un documental sobre el actual presidente de Estados Unidos. Sin embargo, la serie de Netflix sobre su vida es tan reveladora que engancha hasta el último capítulo.
Una noche de 2011, Donald Trump decidió que sería presidente de Estados Unidos. Fue, más exactamente, el sábado 30 de abril, tras ser humillado públicamente como nunca antes lo había sido.
Ocurrió durante la cena de corresponsales de la Casa Blanca, en la que tradicionalmente el presidente se encuentra con lo más granado del periodismo político de Washington y da un discurso desenfadado en un ambiente familiar. Era el turno de Barack Obama, quien llevaba semanas viendo a Trump acaparar los medios de comunicación mientras le exigía mostrar su certificado de nacimiento. Sospechaba que Obama no había nacido en Estados Unidos y, por lo tanto, no podía ser presidente.
Días antes de la gala, Obama demostró que era ‘ciudadano americano’, pero no paró ahí. Durante la cena, a la que acudió el millonario, le dedicó frases hirientes con las que ponía de manifiesto su trivialidad. Con una sonrisa imperturbable de comediante, Obama quiso dejar claro que Trump no era más que un miembro bufonesco de la cultura popular, cuyo mayor problema era elegir o desechar participantes de su reality El aprendiz, mientras que él llevaba las riendas del país. Este recibió los golpes con una sonrisa protocolaria e incómoda y se retiró guardando un silencio poco habitual en él.
Hay, al menos, tres cosas invariables en la vida de Donald Trump. Una es que no sabe perder —nunca lo ha hecho—. Otra es que logra convertir cada situación que lo perjudica en una oportunidad de negocio. Y la última, que no recibe un golpe sin devolverlo tres veces.
La serie documental de Netflix Trump: An American Dream abarca sus 50 años como empresario hasta su ascenso a la presidencia. Hijo de Fred Trump —un viejo zorro millonario devenido en magnate de la construcción de Nueva York—, Donald tomó las banderas del padre, pero fue más allá, pensando y endeudándose en grande, construyendo obras arquitectónicas del tamaño de su ego. Muestra, además, cómo sin haber siquiera cimentado una carrera política llegó al cargo político más importante de su país.
Y deja en el aire varias preguntas perturbadoras sobre el supuesto hombre más importante del mundo. Pues una cosa va de la certeza de saber que no estamos ante un gran estadista, a quedarnos con la duda de si el residente del Despacho Oval no es más que un sociópata megalómano incapaz de empatizar y un timador a quien solo le importa la marca en la que ha convertido su apellido.
Varios episodios dan la dimensión del personaje.
Uno de ellos ocurrió a finales de 1990, cuando las cosas no iban bien en el matrimonio de Trump e Ivana, su primera esposa. Ya era de conocimiento público su romance con la exreina de belleza Marla Maples, e Ivana se jugó una última carta autorizando a una periodista amiga para que hablara con su marido. Esa periodista cuenta en el documental que cuando le preguntó al millonario qué ocurría, este le dijo con la mayor naturalidad que simplemente no quería seguir compartiendo su cama con una mujer que había parido dos veces. El único problema es que se refería a sus propios hijos.
Otro episodio revelador: el 10 de octubre de 1989, tres colaboradores cercanos a Trump murieron en un accidente de helicóptero. Se trataba de altos ejecutivos que llevaban sus casinos en Atlantic City, padres de varios hijos, esposos, hermanos. Sin embargo, en medio del luto general, Trump se las arregló para hacer de la tragedia su propio escaparate al declarar en televisión que el muerto hubiera podido ser él; que había estado a punto de tomar ese helicóptero y que Estados Unidos estuvo, por segundos, a punto de quedarse sin su hijo más notable, sin su mayor caso de éxito. Durante el funeral, Trump ya estaba rearmando el organigrama de su compañía y dictándoles a sus compungidos trabajadores los pasos a seguir para que el negocio siguiera marchando.
Hay un momento de la cinta en la que su propia madre, Mary Anne MacLeod, describe con precisión su talante. Cuando era apenas un niño —cuenta con toda la inocencia de quien habla de simples travesuras de su retoño—, Donald solía quitarle a su hermano pequeño las fichas de juguete con las que construían casas y castillos. Las tomaba prestadas, pero nunca las devolvía. Y para asegurarse de que nadie más las usaría, las pegaba con goma. A Trump, según parece, siempre le ha costado entender que el mundo no está hecho a la medida de sus caprichos.
Por eso, a pesar de que no dijo nada durante la cena con los corresponsales y se tragó una sonrisa falsa y humillada, lo más probable es que hubiera salido de allí sabiendo que tenía que ser el próximo presidente de Estados Unidos. Que solo así podría vengar la afrenta.