Son muchas las manos que manipulan las balas usadas por las Fuerzas Militares, desde que son fabricadas hasta que son disparadas. SoHo envió a un periodista para que siguiera todo este proceso y descubriera quiénes están detrás de tan complejo procedimiento.
Cada vez que los médicos forenses del país extraen proyectiles calibre 5.56 de los fríos y yertos pechos de subversivos muertos en combate, es posible que no reparen en algo tan vital como lúgubre: que esos mismos cartuchos mortales, que fueron elaborados meses atrás con sumo refinamiento, tuvieron que pasar por decenas de manos vívidas antes de ser disparados y extirpados, ya oxidados en sangre coagulada y descompuesta.
Seguramente esos mismos médicos, cuando utilizan cuchillos y sierras para practicar necropsias a aquellos subversivos, tampoco caen en cuenta de un detalle que no resulta menor: en 2008, de enero a septiembre, 1.041 alzados en armas han sido abatidos, muchos de ellos por proyectiles calibre 5.56 que lograron atravesar tres centímetros de piel y músculo de sus calientes y palpitantes cuerpos, hasta ocasionarles la muerte.
El nacimiento de una bala
Carlos Riascos es ingeniero mecánico y jefe de planta de municiones de la Industria Militar (Indumil), la única autorizada en Colombia para fabricar las balas de las Fuerzas Militares. Él, que de lunes a viernes supervisa la producción en serie de miles de cartuchos, piensa que es una brutalidad que los civiles porten armas.
También ve su trabajo como cualquier otro y no le mete mayores moralismos al asunto. Y no es que esté a favor de la guerra. Sencillamente le gusta, desde el punto de vista industrial, "el arte de procesar y transformar la materia prima". Además, de eso vive Riascos, así como otras 800 personas que trabajan con él.
—Muchos vivimos de la fabricación de armas y municiones. Mal que bien, la guerra también es un negocio. Cuando el ejército acabe con la guerrilla o se firme la paz, a nosotros nos tocará buscar nuevos mercados en el exterior.
"Buscar nuevos mercados en el exterior". Cualquiera pensaría que se trata de una estrategia para comercializar internacionalmente algún producto agrícola emergente. Pero no se trata de uchuvas o hierbas aromáticas. Se trata, nada más y nada menos, que de balas. Y no son de las de salva. Son de las de calibre 5.56, que están cargadas de 1,67 gramos de pólvora y que les sirven a los soldados para cumplir con sus deberes.
Cuando el 2008 se acabe, 50 millones de balas habrán sido producidas por Indumil durante todo el año, unidades suficientes para que la empresa cubra las necesidades que el Ejército tiene en el campo de batalla. Construir un solo cartucho cuesta aproximadamente 700 pesos, lo que arroja una inversión total de un poco más de 15 millones de dólares. Este gasto está prácticamente asumido por el Plan Colombia. El mínimo restante se solventa a través de la venta de munición deportiva y de caza. Y para el día en que no se necesiten más proyectiles, Indumil podrá mantenerse de otros productos que fabrica como piezas microfundidas y explosivos para minería industrial y energética.
Mientras ese día llega, Riascos sigue preocupándose de su manufactura, que empieza con un fleje; es la mínima expresión de un cartucho o el embrión de una bala. En apariencia, el fleje es un dedal de cobre y zinc que mide un centímetro de alto. También se trata de un embrión in vitro, pues es importado de países como Sudáfrica, Chile y México. Para que este se convierta en bala, deberá pasar por diez máquinas que, sumando sus tiempos individuales de procesamiento, lo deja listo en tres minutos. Queda claro entonces que también es una criatura prematura.
En esa misma línea de máquinas, el fleje vivirá todos los estados posibles: pasará por un horno a 630 °C, se limpiará con ácido sulfúrico y sufrirá dos estiramientos para que evolucione a una vainilla que, mediante otros siete pasos y cinco inspecciones, alojará un fulminante, la pólvora y el proyectil. Así saldrá estampada con la serie IM-2008-P063 —las siglas del fabricante, el número del año de fabricación y la serie del lote.
De ahí en adelante, cuando el ‘feto‘ devenga en un infante digno de infantería, lo que seguirá es pura logística: cartuchos hechos y derechos que son dirigidos a una bodega en donde nuevamente revisan dimensiones, les depositan la pólvora, se les ensambla el proyectil y se les calibra las medidas una vez más. El empaquetamiento, finalmente, resulta más sencillo: las balas son puestas en pequeñas cajas cónicas de cartón donde caben de a 35 unidades hasta completar cajas de madera de 1.400 cartuchos, que a su vez deberán completar un lote, que consta de 200.000 en total y que tarde o temprano deberá llegar a la brigada que más lo necesite.
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Nunca dejará de ser irónico que el control de calidad de una bala recién fabricada suponga que esté apta para ser disparada y, consecuentemente, para acabar con la vida del enemigo o herirla de gravedad, cuando menos. Pero Riascos, dentro de su lógica laboral y su overol azul oscuro, no opina lo mismo.
—Si una bala no pasa los controles de calidad es por sus especificaciones técnicas y por nada más. Nunca pienso en su destino final; eso lo decidirá el Ejército cuando tenga que defender a la población civil.
Tiene razón en no pensar en el destino final de las balas: no es asunto suyo. Lo es el de su futura víctima, quizás algún paramilitar o guerrillero bajo algún intimidante alias. Y seguramente, en el momento en que aquellos médicos forenses estén revolviendo su caja toráxica en busca del proyectil que supo liquidarlo, no repararán sobre la certeza del conocido refrán: "Quien a hierro mata, a hierro muere".
Municiones a 60 kilómetros por hora
Cuando una bala es disparada alcanza los 952 metros por segundo. Pero para que esto suceda, primero debe viajar a 60 kilómetros por hora hasta llegar a las diferentes bases militares de Colombia. Esto en horarios de escaso flujo vehicular, en todo caso. Sea de día o de noche. Por razones de movilidad. Siempre será transportada vía terrestre. Por aire sale mucho más costoso. A los únicos lugares que envían balas en avión es a los departamentos de Arauca, Putumayo, Vichada y el Amazonas, regiones lo suficientemente expuestas a la guerrilla como para arriesgarlas a un posible robo. El primer responsable de hacer llegar 45 toneladas desde la capital hasta la Cuarta Brigada de Medellín es el coronel Cardona, del Batallón de Abastecimiento Pedro Fermín Vargas. En esta ocasión, él despachará el envío a las 20:21 horas.
—De noche, todos los gatos son pardos.
Así, lacónicamente, el coronel justifica su procedimiento. Las razones no sobran: de día, una columna de camiones de carga con material de guerra puede ser un blanco fácil para la guerrilla; los conductores están entrenados para manejar mejor de noche y los soldados escoltas, empuñando fusiles que escupen hasta 150 balas por minuto, también combaten mejor en la oscuridad.
—Igual el país no está caliente. Hay suficientes tropas y capacidad de respuesta.
También enfatiza que cuando una columna viaja, durante todo el trayecto está siendo constantemente vigilada. La mejor prueba de ello fue un día en el que una caravana compuesta por 110 camiones llegó sin ningún problema a su brigada de destino. Y eso que todos los camiones juntos, que eran conducidos prácticamente pegados, sumaban una distancia total de seis kilómetros rodantes.
—Primero lo primero.
Esa es la escueta sentencia que el coronel exclama ante la llegada de su mujer y sus tres hijos mientras interrumpe abruptamente sus asuntos. Quizás esa sea su forma de poder separar dos órdenes tan rutinarias e importantes como disímiles entre sí: instar a sus hijos, con apacible firmeza, a que se laven las manos, y dar la autorización final para que esa misma noche salgan, rumbo a Medellín, cinco Kodiaks, una Ford 7000 y dos Chevrolet NPR con equipamiento militar, 36 cabos y cuatro suboficiales del Ejército.
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Afuera del batallón de abastecimiento, 40 hombres armados esperan la orden de salida para escoltar la columna hacia Medellín. Adentro de una de las oficinas, el mayor Murcia pone a prueba su capacidad de asombro con una emisión del programa de Criss Angel, el famoso ilusionista neoyorquino, que una vez más logra burlarse de la muerte desafiando los vagones de una montaña rusa que lo iban a embestir. El artista sale avante y eufórico una vez más.
¿Qué pasaría si así, como por arte de magia, desapareciera un cargamento evaluado en 1.000 millones de pesos?
—Es imposible que nos roben —advierte el mayor—; para eso tenemos a los escoltas y por eso no aseguramos los suministros.
Lo dice con la misma autoridad de quien también le tocó escoltar una columna alguna vez. El mayor Murcia lleva 17 años de carrera en las Fuerzas Militares y ha pasado por todo. En su acento costeño —es de Cartagena— se permite dar las recomendaciones finales (que hacen parte de la orden de operaciones) a sus hombres y choferes:
—Los conductores deben viajar con un soldado que les hable todo el tiempo para que no se vayan a quedar dormidos. Las tropas deben turnarse para descansar. En cada parada sería bueno que se tomaran un tintico...
Y sigue con los consejos:
—Les recuerdo que deben guardar su distancia, mirar los espejos y esperar cualquier carro que se quede. Lo importante es que ese material llegue completo a los hombres que defienden nuestros departamentos. Hagan todo despacio y con buena letra, que no hay prisa.
Camiones vemos, cartuchos no sabemos
Gilberto González es un civil de mediana estatura, tez morena, bigotes tupidos y abdomen prominente. Porta un pase de quinta categoría y lo que menos le gusta de su trabajo es tener que dormir en la cabina de su camión. La única vez que le tocó vivir una emboscada guerrillera, hace siete años en el Alto del Tigre, salió ileso. Bregó hacia adelante y hacia atrás para evitar el fuego cruzado. Los soldados lograron dispersar el ataque.
A Gilberto González le pagan una mensualidad de 1.180.000 pesos que le sirve para sostener a su familia. Como está acogido a la Ley 1214 (para empleados públicos y trabajadores oficiales vinculados al Ministerio de Defensa), cuando cumpla 20 años de servicio podrá jubilarse y acceder a una vivienda militar. Mientras tanto, seguirá engallando su Kodiak modelo 2006 con calcomanías y accesorios kitsch, para mimetizarlo dentro de la muy nacional concepción de decorado automotor. ¿La razón? Pasar por un camión de carga común en caso de algún retén guerrillero.
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Tras siete horas y nueve minutos de recorrido entre Bogotá y Honda, la columna pernocta en el Batallón de Infantería número 16 Patriotas. El soldado Parra, que lleva 13 meses de servicio y quien tiene una novia en Medellín que extraña mucho, pronto podrá dormir tranquilo. Tendrá un día de descanso y almorzará su ración militar que incluye arroz, fríjoles, arepa, una salchicha y ensalada de cebolla y pepino. La acompañará con limonada. Y a las 18:48 horas le pasarán revista en medio de los vallenatos y merengues que escuchan los conductores mientras revisan sus camiones.
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—¡Abrite, soltate! —le gritan los soldados a un ciclista en medio de la noche.
Son las 22:07 horas en la quebrada La Suiza, pasando el municipio de Doradal. Un niño de aproximadamente 15 años que viste una camiseta del Atlético Nacional se prende del bumper de uno de los camiones para evitar el cruel ascenso. Ignora que ese camión carga nueve toneladas de cascos y municiones.
También trata de ignorar los gritos de advertencia. Después de cinco minutos se desprende, quizás porque logró llegar a su hogar, donde también quizás sus padres lo regañarán por llegar tarde. Y seguramente el sacrificio de las pedaleadas que quiso ahorrar no le permitirán ser, algún día, escarabajo colombiano digno de un premio de montaña en el Tour de Francia.
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Cuando una columna del Ejército debe detenerse, lo tiene que hacer en el lugar más alejado de la población civil. Es la novena parada desde que salieron de Bogotá y esta vez, en una pequeña tienda llamada La Mañosa, una máquina con un brazo mecánico para agarrar muñecos de peluche llama la atención de todos. Inmediatamente se agolpan alrededor de ella los 36 emocionados cabos, mientras esperan el momento de poder hacerse a un souvenir. El soldado Parra no logró sacar esa muñeca que quería para su novia en tres oportunidades que tuvo. El soldado Muñoz también falló en su intención de llegar con un regalo para su pequeña hija de seis años. Cada turno les costó 200 pesos.
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El teniente Alarcón es el directo responsable de lo que suceda con el envío hasta que llegue, de madrugada, a Medellín. Es el de mayor rango dentro de la columna y sabe que si el material de guerra llega incompleto, inmediatamente le abrirían una investigación civil, otra disciplinaria y una más penal. Ser hallado culpable o inocente es lo de menos; de faltar un solo cartucho, deberá responder económicamente por él. Se lo descontarían de su sueldo. Por eso cuando llega, se tranquiliza. Cumplió la misión y podrá hacer entrega oficial del inventario para que horas después sea redistribuido hacia los batallones más necesitados.
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Han pasado cuatro días desde que comenzó el viaje y una parte de las balas marcadas con la serie del lote IM-2008-P063 están en el Grupo de caballería mecanizado número 4 Juan del Corral, en Rionegro, a una hora de Medellín. Se trata de uno de los batallones más exitosos de Colombia y que fue estratégico para despejar el oriente antioqueño, que hace algunos años era prácticamente intransitable. El deceso de ‘Tirofijo‘, las bajas de ‘Raúl Reyes‘ e ‘Iván Ríos‘ y la entrega de ‘Karina‘ tienen la moral de las Fuerzas Militares por encima de la estratosfera.
Pero no siempre fue así. Antes, esporádicamente, algunos altos mandos maltrataban a los soldados. El ánimo de estos últimos rozaba el subsuelo. Entonces, en casos aislados, del resentimiento que le tenían a los guerrilleros salía uno menor dirigido contra aquellos mandos superiores, cuyos cuerpos aparecían abaleados por la espalda, cuando las confrontaciones habían sido frente a frente contra los subversivos. Los humillados aprovechaban la confusión para vengar su desgracia.
Ahora el buen humor y la camaradería son generales. El Ejército se ha modernizado, el trato humanizado y la política de seguridad democrática los tiene más que satisfechos. Las Fuerzas Militares están atravesando su mejor momento.
Proyectiles a diestra y siniestra
Hace ya varios años, la Convención de Ginebra le recomendó al gobierno colombiano dejar de usar las balas calibre 7.62 en el conflicto interno por considerarlas causantes de crímenes de lesa humanidad. Por su envergadura, dichas balas son capaces de partir en dos a un ser humano. Por eso se sustituyeron por las de calibre 5.56 que, de todas formas, también matan mediante los fusiles más utilizados: los Galil y los M16.
Sin mayores protocolos y por medio de una solicitud escrita, el mayor Roldán —quien cree que los mejores soldados son los pastusos, los llaneros y los de Boyacá, por ser ellos extremadamente observadores del terreno, al punto de poder saber si la guerrilla estuvo en determinado lugar—, del grupo mecanizado, se dispone a entregar 1.000 cartuchos a dos de sus mejores soldados profesionales: Úsuga y Osorio.
El soldado Úsuga tiene 30 años e ingresó al Ejército por experimentar. Ahora se dedica a patrullar los doce municipios de su jurisdicción. Ha perdido la cuenta de los combates en los que ha estado, pero tres estrellas en su uniforme le recuerdan las veces que ha sido herido en combate. Para él se trata de una cuestión de honor.
—Cada estrella me representa el orgullo y el privilegio de poder decir que me han herido tres veces y no me han matado.
El soldado Osorio nació en Medellín y lleva doce años de carrera militar. Inicialmente ingresó por obtener la libreta y le quedó gustando la milicia. La primera vez que pudo sostener una bala en la mano se sintió inseguro; pensó que sus balas no podrían hacerle daño a nadie y que, por el contrario, las que le dirigieran lo herirían fácilmente. Si se encontrara frente a frente con un guerrillero, no lo mataría:
—Eso es lo que nos diferencia. Nosotros respetamos el Derecho Internacional Humanitario. Si están heridos, les respetamos la vida; si ellos nos ven mal parados, nos disparan a mansalva.
Úsuga y Osorio reciben, cada uno, 500 proyectiles de dotación. Ellos se demoran en promedio ocho minutos para cargar 175 balas dentro de cinco proveedores. Cuando están listos, son enviados, junto con otros cuatro soldados, a un patrullaje de rutina. El sector está bajo su control, pero aún deben combatir lo que queda del Frente 47 y la columna móvil Jacobo Arenas, ambas de las Farc, algunas bandas criminales que se dedican al narcotráfico y una facción de las Águilas Negras que presuntamente estaría rearmándose.
Úsuga y Osorio se ganan 920.000 pesos mensuales. Ambos están completamente familiarizados con la guerra. Saben que durante el combate, la tierra chispea a su alrededor a causa de los balazos enemigos. Por más insensible que pueda sonar, también saben que la moral de ellos está supeditada al número de bajas que logren dar. Un subversivo menos significa estar a un ser humano más cerca de conseguir la paz.
Y aunque ellos ignoran si alguna vez han logrado matar a alguien —todo es muy confuso durante el fuego cruzado—, lo único cierto es que cuando regresen tendrán 18 horas para legalizar las balas disparadas, mediante el llenado de un radiograma donde indiquen cómo, dónde y por qué las gastaron y la diligencia de un burocrático comprobante de gasto que deberá llevar ocho firmas para poder ser registrado en un folio y archivado en los libros de tiro para siempre.
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A pesar de que en sus rostros se manifiesta la aspereza del conflicto y que en la tez tatuada por esquirlas se evidencia la barbarie de una guerra interminable, tanto Úsuga como Osorio guardan el mismo ingenuo anhelo de todos los colombianos: que la paz se pueda alcanzar algún día para que por fin puedan vivir con tranquilidad.
Y a pesar de que ellos ignoran si en los combates que han peleado sus balas han terminado perdidas en el monte o perforando los tres centímetros de piel y músculo de sus enemigos, los médicos forenses seguirán descubriendo, muy a su pesar, las balas oxidadas dentro de la sangre coagulada y descompuesta de las víctimas que sigue cobrando el conflicto.
Tal vez por eso es que tanto Úsuga como Osorio siguen limpiando con un trapo seco en Rionegro cada ocho días los mismos proyectiles calibre 5.56 que alguna vez supervisó Riascos en Indumil. Porque tal como están las cosas, lamentablemente pareciera que la única forma de acabar con la violencia en Colombia no será por medio de un proceso de paz sino a punta de bala.