Hay adioses breves y tajantes, tipo galán recio; hay adioses prolongados, reloj no marques las horas; hay adioses alborozados, menos mal que se fue de una vez; hay adioses desgarradores, cualquier telenovela. Hay adioses cuidadosamente preparados y los que llegan espontáneos, los hay retóricos floridos y los hay secos como cactus...
Empiezo a sospechar que —por suerte— no la voy a escribir nunca, pero llevo años preparando una Enciclopedia del adiós. Es una de esas ideas peregrinas que pueden ocuparte la cabeza durante el tiempo suficiente como para que, de tanto pensarla, llegue el momento en que no necesites hacerla para haberla hecho. Eso espero, porque, por más que lo intento, no encuentro el modo de empezar a terminarla —ni la forma de despedirla para siempre.
La idea apareció —como suelen aparecer esas ideas— a traición, escondida detrás de una obviedad: que toda despedida es una ficción. Voy mucho a aeropuertos; siempre supuse que son el mejor remedio para cualquier melancolía. Los aeropuertos son los lugares con mayor concentración de amor por centímetro cuadrado —y el amor, por una asociación curiosa, nos remite fácil a la felicidad—. Los aeropuertos son amor desbordante: en las llegadas, cuando los novios, los esposos, los padres y los hijos, los amantes y amigos se reencuentran y afectan el afecto que les produce ese reencuentro; en las partidas, cuando los mismos se tocan y se abrazan y se besan imaginando que, pese a todo su amor, no van a besarse ni abrazarse ni tocarse por un tiempo: cuando hacen el esfuerzo de suponer ese tiempo desprovisto de amor tocado y actúan en consecuencia; cuando no hacen lo que hacen en función de su presente sino de ese futuro; de algo que, por el momento, es solo imaginario: la ausencia que empezará con esa despedida.
Ficción, pura ficción, y el hecho de que adiós es una palabra eficaz en el sentido estricto de eficaz: una palabra que produce realidad. Cuando alguien dice adiós provoca, de inmediato, la realidad de una separación; hay pocas palabras tan potentes. Por eso —y otro par de razones más inconfesables— se me ocurrió que quería coleccionar sus formas y pensarlas, y empecé. Con los años, he llenado cuartillas —que ahora se llaman documentos— con notas, datos, historias curiosas y otras boberías.
Para empezar, por supuesto, una etimología: no hay nada más aparentemente definitivo que decirse adiós, a Dios, decirse no voy a verte hasta que nos veamos, muertos, ante ese señor, Nuestro Señor. Si alguien pensara, pensaba, en la literalidad de ese saludo tendría que agarrarse a trompadas con quien se lo dijera. Por suerte no pensamos. Si pensáramos, se podría empezar por la evidencia —para poder terminar en la obviedad—: sin dios no hay adiós. ¿Cómo pensar la despedida en una sociedad sin dioses? O, antes, ¿cómo pensar en una sociedad sin dioses? O, incluso: ¿cómo pensar en una sociedad sin dioses?
Aunque, ateos funcionales, ya no decimos tanto adiós; ahora decimos más bien chau —puro sonido sin sentido—, hasta luego u otras formas más leves que he ido recopilando y debo analizar. En castellano nos vemos poco; el castellano es un idioma ciego rodeado de lenguas muy visuales: au revoir, see you later, ci vediamo, auf wiedersehen son los saludos que, en la mayoría de los idiomas europeos, implican la visión; serían, en castellano, hasta la vista, que suena tan falsete.
Pero no todo se quedará en la palabra; lo más jugoso de mi enciclopedia sería tratar de establecer una tipología del adiós: la chicha, el meollo del asunto, cómo son. Hay adioses, por supuesto, para todos los gustos. Hay adioses románticos —los más, y se caracterizan porque una de las partes, en general, preferiría no hacerlo—. Hay adioses heroicos —que tratan de construir una leyenda—. Hay adioses prematuros —y su ejemplo más brutal es el suicidio—. Hay adioses tibios displicentes —y son los realmente insoportables—. Hay adioses que se dicen con la esperanza de que sean mentira —y suelen ser tan ciertos—. Hay adioses estentóreos, llenos de rabias y portazos y gritos —y muchas veces son tan mentira que se vuelven ciertos.
Hay adioses breves y tajantes, tipo galán recio; hay adioses prolongados, reloj no marques las horas; hay adioses alborozados, menos mal que se fue de una vez; hay adioses desgarradores, cualquier telenovela. Hay adioses cuidadosamente preparados y los que llegan espontáneos, los hay retóricos floridos y los hay secos como cactus, los que te dejan con las ganas de más y los que acaban cualquier gana para siempre, los que creen en sí mismos y los que se desmienten sin vergüenza. Hay adioses que nada explican y que, por eso mismo, se vuelven meritorios o misteriosos, que suele ser lo mismo.
Y está, por supuesto, el adiós principal: tu quoque, Brutus, muero contento hemos batido al enemigo, he arado en el mar, viva la patria —cualquiera sea esa patria—, me acabo de tomar 18 whiskies o, como dicen que dijo Groucho Marx, esto no es vida. O su primo Carlos, a la casera que le pedía que dijera unas últimas palabras: vamos, salga de una vez, las últimas palabras son para los tontos que no han dicho suficiente.
Forma suprema del adiós, las últimas palabras del moribundo son —o deberían ser— la despedida sin vuelta atrás posible. Aunque, especialistas en querer lo imposible, hayamos inventado esa forma de pedorreta de ultratumba que llamamos, a falta de mejor nombre, testamento —como si un muerto solo pudiera hablar de plata.
Pensamos, en general, en el adiós como algo cruel; pocos hay más crueles que esos adioses que no se dicen a nadie más, solo para uno mismo: ese gran momento en que alguien reconoce que, por más que lo intente, ya no va a ser distinto del que es y dice un adiós emocionado a la posibilidad de parecerse a la idea que uno tenía de uno: ya sé, ya lo entendí, voy a ser para siempre ese que no se me parece. Y, en las antípodas, los adioses que se dicen a millones: cuando se reconoce que una cultura ha cambiado sin remedio, que ya nunca seremos los que éramos. Entre ambos, tantos otros adioses que solo una enciclopedia puede contenerlos.
Así que en mi Enciclopedia del adiós habría historias, anécdotas, fragmentos, frases descollantes, alguna astucia inverosímil y la firme convicción de que la vida es una larga escuela de la despedida. Pero, por suerte, tengo tantos materiales ya reunidos, tantas notas tomadas, tantas tomas notadas, despedidas famosas, despedidas fallidas, despedidas pedidas e impedidas, palabras admirables, susurros tartamudos, pasiones desatadas rematadas, desdenes distraídos, tanta pavada junta que es probable que no la escriba nunca; temo, entre muchas otras cosas, terminarla, arrastrarme hasta el fin del adiós, amenaza terrible, el mayor miedo. Lo pensaré; si soy coherente con mi cobardía, terminaré escribiendo la historia del hasta luego —y me haré monja y empezaré a creer en la vida de después—. No será fácil, pero peor es decir adiós.
PD: Nada de todo esto, por supuesto, tiene nada que ver con el rumor inverosímil de que mi amigo Daniel Samper se despide de SoHo. Para eso, faltaba más, no alcanzaría con una enciclopedia.