Amputación

Zona Crónica

La amputación como una de las bellas artes

Por: Ricardo Abdahllah

En 2002, el artista Pierre Pinoncelli vino a Cali a un festival de performance y se amputó un dedo delante del público para protestar por el secuestro de Íngrid Betancourt. SoHo lo visitó en Francia. historia de una cicatriz en retrospectiva.

La casa tiene un portal sobre la carretera que va de Saint-Rémy a Cavillon y un camino para que entre el auto. Una piscina separada del resto de la vivienda por muros vegetales. Un campo de olivos privado, que menos mal soporta bien la sequía porque en la Provenza francesa no llueve casi nunca. Dos comedores, uno al exterior para el verano, otro adentro para las épocas frías y las reuniones formales. Cuando el abuelo Pierre llega, su esposa, su hija y su nieta están sentadas en ese comedor tomando un café. La noche anterior, la nieta anunció que se casa. Será dentro de un año, pero desde ya hay que comenzar a preparar una ceremonia a la que vendrán 400 personas. No puede ser de otra manera, los futuros esposos son ingenieros de la prestigiosa Escuela Central de París, una institución mucho más elitista que cualquier universidad, y los dos vienen de familias tradicionales.

La novia, de los Pinoncelly, de Saint-Étienne.

“Todos mis hermanos hicieron fortuna”, dice el abuelo Pierre, que cambió (aunque no legalmente) la ortografía de su apellido por Pinoncelli y nunca ha tenido grandes ganancias financieras como artista. Sus obras están expuestas en el comedor de adentro, en los corredores de la casa y en cada una de las habitaciones. Hay acrílicos con colores pop en los que vergas enormes salen del marco y lienzos mucho más sobrios, incluso monocromáticos, que forman sus series Metamorfosis y Muertos. Dice que en un momento se dio cuenta de que no podía seguir pintando con colores alegres en un mundo azotado por la violencia, la guerra y los genocidios.

También expone en los muros de su casa parte de una serie en la que trabajó durante 20 años y a la que llama “personajes”. Pinoncelli no sabe cuántos de sus 150 personajes ha vendido o regalado. Los cuerpos de estos personajes están hechos de lienzo y sobre ellos Pinoncelli ha pintado motivos hippies e indígenas, banderas, líneas, frases religiosas, poemas y manchas. También los ha rodeado con alambre de púas y en homenaje a Duchamp ha puesto una rueda de bicicleta que gira y que cuando se va a detener “lo hace pensar en la muerte, que llega y no llega”.

Las cabezas de los personajes están hechas a partir de un molde de la suya y a todas las personas que vienen a visitarlo les dice que “es como en Dorian Gray, ellos envejecen y yo sigo joven”. Tal vez es cierto, porque Pinoncelli aparenta menos de los años que tiene. El autor Marc-Édouard Nabe, que lo hizo uno de los personajes de su novela El hombre que dejó de escribir, describió su físico como el de “un camionero americano”. Es eso, Pinoncelli podría ser un redneck, y ayudan los tatuajes que se hizo cuando a sus 25 años pasó cuatro vagabundeando y viviendo de lo que podía entre Cuba, México y Venezuela.

“Yo en esa época ni sabía qué era body art. Me hice los tatuajes porque veía que los convictos se los hacían”.

Los tatuajes son feos, una calavera, un indio.

Los personajes no tienen tatuajes, pero también los pies y las manos están elaborados a partir de moldes de los del autor. Con una diferencia: las manos de los personajes tienen diez dedos, las de Pinoncelli solo nueve.

“Venga, voy a mostrarle el taller”, dice.

El taller es una construcción de dos pisos en concreto detrás de la casa. No tiene vidrios en las ventanas, lo que está bien para el verano, y menos bien para el invierno, cuando el mistral enfría toda la Provenza. En el primer piso hay un gran baúl con los disfraces que Pinoncelli ha utilizado en sus performances. De payaso, de muerte mexicana, de bandido del oeste. Sobre el baúl hay tres espadas japonesas. Sables de samurái. Cada mañana, Pinoncelli hace ejercicios con ellas.

“Pero no son de verdad, verdad —dice en tono de confidencia—, una espada samurái real cuesta una fortuna. Y además tiene un filo aterrador. Toque aquí. Estas no tienen filo. No deben tenerlo, porque si no, durante los ejercicios, uno puede lastimarse”.

El sábado 8 de junio de 2002, Pinoncelli debía presentar un performance como cierre del Quinto Festival Internacional de Performance de Cali, sí, en Colombia, un país del que sabía poco antes de que le llegara la invitación, que aceptó con gusto. Era la primera vez que lo invitaban a realizar un performance fuera de Francia. Los organizadores le dijeron que no querían algo suave. Pensó “Colombia”, pensó “violencia”. Frente a los espectadores del teatrino del Museo de Arte Moderno La Tertulia escribió “FARC” con aerosol sobre un muro blanco. Luego caminó hasta el bloque de madera que había pedido le prepararan. Levantó un hacha que estaba también lista y la descargó contra el meñique de la mano izquierda. El primer tajo no bastó. Golpeó de nuevo. Con la sangre que brotaba se dibujó un corazón en el pecho. Entonces gritó, pidiendo la libertad de Íngrid Betancourt, de quien también sabía poco antes de que le llegara la invitación.

No hay un consenso acerca de los límites entre el body art, el happening y el performance y menos acerca de quién fue el primero en recurrir al concepto. Se ha dicho que el tatuaje es ya una forma de “arte con el cuerpo”, pero también que eso sería más bien arte “sobre el cuerpo”, en el sentido de que la piel no es en ese caso más que el soporte de una forma de pintura. A comienzos de los años sesenta, Yves Klein expuso un fotomontaje en el que parecía saltando desde un segundo piso.

Si hubiera saltado de verdad no solo se hubiera roto los huesos, sino que habría sido el inventor oficial de esa forma de arte en la que el cuerpo llega a lastimarse como parte de una acción.

Si los performances de una cierta Yoko Ono en 1965 invitaban a los espectadores a desvestirla cortando sus ropas, los miembros del grupo Wiener Aktionismus, el accionismo de Viena, fueron más allá: Günter Brus se cubrió en público con su propio excremento. Durante la década siguiente, Chirs Burden se crucificó sobre un Volkswagen escarabajo, se hizo disparar en el brazo y pasó 22 días en una plataforma dentro de una galería neoyorquina. Catherine Opie se grabó el dibujo infantil de una familia a punta de cortadas en la espalda.




Mucho antes de cortarse una falange en Colombia, Pinoncelli se había marcado dos veces la mejilla con una pistola de soldar al rojo vivo. Fue en 1971, para protestar contra el gobierno chino, que no lo había dejado cruzar la frontera luego de haber viajado desde Niza en bicicleta: Pinoncelli quería entregarle personalmente a Mao Tse Tung el mensaje de paz de Martin Luther King.

Pinoncelli guarda aún el vestido con el que realizó el performance en Cali. Con los años, las manchas de sangre se han amarillado, pero no parecen de pintura, sino de una suciedad que uno no imagina orgánica. “Para mí la violencia de lo que hice no es nada al lado de la violencia que vi en el hospital al que me llevaron en Cali. La gente tirada en el suelo. Apuñaleada. Sangrando, pero no por elección propia”.

“¿Tuvo miedo de las consecuencias de la amputación?”

“No soy tonto. Yo me corté el dedo que utilizo menos. Tuve más miedo de las Farc que me amenazaron y me obligaron a tener cuatro guardaespaldas armados y a salir de Colombia a las carreras. Y sobre todo, tuve miedo del regaño que me iba a pegar Marie Claire cuando volviera”.

Es difícil encontrar referencias precisas de una amenaza de las Farc contra Pinoncelli, en plena época de la ruptura de las negociaciones y la retoma del Caguán. En cambio, la vaciada de Marie Claire parece creíble: “Es como un niño. Nunca me avisaba de sus performances. Me enteraba por una llamada o por las noticias o porque la policía me lo traía”, dice Marie Claire.

Marie Claire y Pierre se conocen desde que eran niños. Tienen 58 años de matrimonio, tres hijos, ocho nietos. Almuerzan con ceremonia: servilletas de tela, cinco cubiertos. Entrada, plato principal, algo de vino, tabla de quesos, fruta como postre. Se hablan de “usted”, lo que en Francia es sinónimo de un cierto origen aristócrata. Pinoncelli admite que no tuvo que trabajar tanto en la vida, pero que disfrutó la época en la que fue director comercial de un distribuidor de semillas y que, finalmente, fue gracias a ese trabajo que tiene una pensión y que en el 71 se mudó a Saint-Rémy.

“Imagínese lo que era acabar de hacer un performance que sale en todos los periódicos y al día siguiente ir a trabajar a la oficina. Las caras de la gente”.

“Claro, pero hay que pensar también en las caras de los profesores de los niños cuando tenían que decirles que su papá estaba otra vez en la comisaría”, interrumpe Marie Claire.

En la casa de Saint-Rémy hay un doble registro de los más de setenta performances que Pinoncelli ha realizado. Uno, caótico, son las pinturas hechas en aerosol en los muros exteriores de su taller. Otro, los catálogos y artículos de prensa que Pinoncelli conserva bien clasificados en su oficina, en la que hay libros, un tótem africano y un gólem de barro comprado durante su visita al barrio judío de Praga. En las dos colecciones, la de pintura sobre concreto y la de papel, aparecen, además del “dedo por Íngrid” y las quemaduras contra Mao, recuerdos de su asalto a un banco con un arma de verdad reclamando diez francos como protesta por la declaración de Niza como “ciudad hermana” de El Cabo en pleno apartheid, de la vez en la que recreó a Diógenes, el filósofo desnudo, en plena calle en Lyon y de cuando se disfrazó de Papá Noel, se paró frente a la tienda por departamentos Lafayette de Niza y empezó a romper los juguetes que llevaba en su costal frente a los niños aterrados que iban de compras con sus padres.

Hay también constancia de los dos encuentros que Pinoncelli tuvo con el escritor André Malraux. El segundo fue en su tumba: el día en que lo inhumaban en el panteón de hombres ilustres de París, Pinoncelli apareció en escena arrojando barras de caramelo sobre el féretro. Años antes, Pinoncelli lo había atacado con una pistola de pintura. Malraux, en ese entonces ministro de Cultura del general De Gaulle, se la había quitado de las manos para devolverle la broma.

Eso fue el 4 de febrero de 1969. El 12 del mismo mes a las once de la mañana, el doctor Rancoule, del hospital psiquiátrico de Niza, lo recibió para una evaluación por orden judicial. El diagnóstico: hipomanía, una forma de esquizofrenia que consiste en periodos de excitación que pueden llevar a comportamientos de riesgo.

La primera vez que Pinoncelli estuvo al frente del orinal de Duchamp fue en el Museo de Arte Contemporáneo Le Carré d’Art, de Nîmes, en 1963. Pinoncelli llegó a resquebrajar su superficie con un martillo. Pinoncelli nunca volvió al psicólogo, pero volvió al orinal, el objeto fundador del arte conceptual, del ready-made.

“Ese objeto me obsesiona, es como si fuera mi ballena blanca y yo su capitán Archab”, dice, pero es una de esas frases que se encuentra en cada una de las entrevistas que le hacen. Como la de Dorian Gray y la referencia a la “rubia despampanante” que le sirvió de intérprete en su visita a Montenegro en 2011. Pinoncelli insiste también en que se cruzó en 1967 con Duchamp en persona: “Fue en Nueva York, él me dijo que su orinal había perdido la esencia, que había que actualizarlo”.

El orinal original que Duchamp envió al Salón de Artistas Independientes de 1917 para probar que un objeto banal podía ser arte desapareció ese mismo año. Los “originales” existentes son en realidad ocho copias realizadas a partir de fotografías y que Duchamp se limitó a firmar. De hecho, el orinal, el original, también era solo un orinal firmado.




Pinoncelli llevaba un arma el día que iba a encontrarse por segunda vez con el orinal. Quería tomar la obra como rehén, pero había demasiados niños como para jugar con una pistola cargada, y desistió. De eso no hay registro, nadie supo, nadie vio. Regresó una semana después, el 4 de enero de 2006, avanzó entre la gente que observaba lo que en ese momento era la pieza estrella de la exposi-ción Dadá del Centro Georges Pompidou y lo atacó a martillazos.

De la época hay tantos artículos de prensa que ni siquiera Pinoncelli los tiene todos. Para algunos, entre ellos la crítica de arte Amélie Pekin de la revista Artension, su gesto fue coherente con el de Duchamp: Pinoncelli había desacralizado un objeto corriente cuyo mérito era precisamente ser un objeto corriente, tanto que Pinoncelli se presentó con un testigo llevando un orinal de cien euros para remplazar el que había roto.

Al Centro Pompidou le hizo menos gracia: la indemnización exigida fue de 427.000 euros. Ya en la primera acción, el documento oficial firmado por la entonces conservadora del museo afirmaba que era necesario “insistir en la profunda desnaturalización de la obra una vez restaurada. Su estatus de ready-made, nuevo, intacto y sin pasado, desaparece por la fuerza”.

El caso jurídico se complicó cuando Pinoncelli se reclamó coautor de la obra y varios juristas, entre ellos Emmanuel Pierrat, la gran autoridad francesa del derecho de autor, consideraron que tenía razón. Otro tecnicismo que salvó el bolsillo de Pinoncelli: es el Estado francés, y no el Centro Pompidou, el propietario del orinal. El museo no tenía potestad para pedir una indemnización. “Además que lo tenían mal protegido, seguro que a la Monalisa no la exponen así no más, sin ninguna protección”.

El orinal sigue presente en la obra de Pinoncelli. En 2003 logró vender por 1000 euros una de las piezas de su serie de cien orinales firmada de un lado “R. Mutt”, el seudónimo de Duchamp, y del otro “Pinoncelli”. El proyecto en el que avanza en estos días es una serie de 20 lienzos del tamaño de una persona. En cada uno de ellos, Pinoncelli dibuja con un aerosol un orinal decorado con la bandera de un país. En la de Israel, la estrella central está pintada de amarillo. “Me han dicho que soy antisemita. Para nada. Me interesa la estética de los campos de concentración y sobre todo recordar lo lejos que la barbarie puede llevarnos”.

En una de sus obras está escrita, junto a la estrella amarilla, la frase “Ellos mataron a Jesús”. Pinoncelli sabe que probablemente nunca podrá exponerla, que de todas maneras su obra no entrará a las colecciones de los grandes museos de París y ciertamente no a la del Centro Pompidou, la meca del arte contemporáneo francés que ha recibido a otros “artistas con el cuerpo”, como Orlan, que se ha sometido a varias cirugías deformantes, la artista serbia Marina Abramovic, que ha experimentado la flagelación, la asfixia y las drogas, y la difunta Gina Pane, que incluso tuvo allí durante cinco años un “taller” de performance, luego de hacerse famosa por tallarse una estrella con un cuchillo en la piel de su vientre, hacerse cortadas en los párpados para simular lágrimas de sangre y exponerse sobre una plancha metálica calentada por debajo con velas hasta que no podía soportar más el dolor.

“No veo nada de subversivo en lo que hacen personas como ellas. Trabajan con su cuerpo, pueden llegar a herirse, pero al final cobran un cheque en euros que termina en cuatro ceros. Eso no es polémico, ni siquiera es arte. Escandalizar por dinero no es arte y disculpe si sueno machista, pero creo que hay mucha mujer que aprovecha su desnudez como base para performances que ningún museo pagaría a un hombre”.



A Pinoncelli no le gustan los artistas de performance actuales. Hace el esfuerzo, pero ningún nombre le viene a la cabeza. En cambio admira el grafiti y a Banksy, “que nunca ha ganado dinero, que ni siquiera tiene un rostro, lo que es tan político como el subcomandante Marcos”. También le gustan los clásicos. “Cuando rompí el orinal, salieron a decir que era como si le hubiera dado un martillazo a la Pietá de Miguel Ángel. No, yo nunca me habría atrevido a tocar la Pietá, como jamás se me pasaría por la cabeza atentar contra un Rembrandt o un Van Gogh”.

Pinoncelli hace una pausa antes de continuar.

“¿Sabe usted que Van Gogh estuvo interno en el sanatorio de esta ciudad? No me malinterprete, yo no me quiero comparar con él, pero tenemos tres cosas en común: no vendimos nuestro arte, vivimos en Saint-Rémy y a los dos nos falta una oreja”.

Pinoncelli dice que siempre quiso quitarse una oreja como homenaje al sufrido Vincent, pero una casualidad se le adelantó: en 1979, mientras observaba una corrida en Camargue, un toro saltó la barrera y le comió de un mordisco la oreja derecha.

“Usted perdió una oreja, se cortó un dedo y cuando le hacen fotos se pone un parche que hace pensar que está tuerto, ¿qué piensa de las personas que han sufrido accidentes y perdido una parte de su cuerpo?”.

“Lo de mi oreja fue un accidente. Me pusieron un implante de piel de burro, por eso es que rebuzno tanto. Aunque lo hubiera hecho de todas maneras. El parche me lo pongo porque dice “Nice”, mucha gente piensa que es por el nombre francés de la ciudad de Niza, pero también quiere decir “Nice”.

Pinoncelli ha escrito. Uno de sus poemas dice:

CUERPO cuando fui un árbol, en pleno bosque, durante ocho días, con hojas en mis brazos y mi piel de corteza.

CUERPO cuando fui África, con sus ojos de perra y sus olores de vulva y cuando me marqué el rostro con hierro al rojo vivo y los tatuajes para un cuerpo nuevo, ¿cambiar la vida?, cambiar la piel primero que todo, antes de que el cáncer se encargue de hacerlo.

“Yo quiero mucho mi cuerpo, nado, camino, nunca fumé, excepto en Cuba, y tomo poco. ¿No le gustaría ir a ver la celda donde estuvo interno Van Gogh? Es cerca”.

En el auto y luego caminando por los jardines del sanatorio y en los corredores donde aún se exhiben las “bañeras para locos” en las que los internos eran sumergidos en agua helada, pienso que no, que este abuelo de familia acomodada, que avergonzó a los hijos y ahora hace reír a los nietos, que ustedea a su esposa, pero le pone la mano sobre su mano con total ternura, que habla de los posibles negocios de sus obras futuras como quien habla de ganar la lotería y usa espadas sin filo, no puede ser el mismo que se ha quemado las mejillas, enterrado vivo, arriesgado a recibir balazos en un banco y cortado un dedo por la libertad de alguien en un país del que tampoco ha vuelto a saber mucho desde que regresó.

Su esposa ha dicho “nunca me avisaba esas cosas”: el verbo en pasado, como si la época de los performances hubiera terminado.

“Ya no puedo grafitear en la calle, porque ya no puedo correrle a la policía”, dice Pinoncelli subiendo las escaleras que llevan a la celda de Van Gogh. La habitación tiene una ventana con barrotes, dos reproducciones de cuadros que el holandés pintó durante su estadía. Una silla de madera. Una cama de metal. Pinoncelli comienza a verse cansado, como si hubiera llegado el momento en el que los 84 años tienen que notársele, pero apenas cruzando la puerta, abre los ojos del todo.

“¿No quisiera tomarme una foto yo acostado en la cama de Van Gogh?”.

Así que da dos salticos y se acuesta boca arriba en esa cama en la que, él lo sabe, probablemente Van Gogh no durmió nunca. Dos visitantes del lugar lo miran y continúan hacia otro cuarto.

“¿Tomó la foto? Tome varias antes de que lleguen los guardias”, dice.

Y aun cuando los guardias no van a llegar, porque no hay guardias, solo una empleada somnolienta en la taquilla, Pierre Pinoncelli baja las escaleras sonriente y corriendo. Esta vez ha terminado su performance en perfecta impunidad.

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