Pablo Montoya le contó a SoHo todo lo que tuvo que hacer para que Juan Pablo Montoya sea la figura del automovilismo que es hoy.
En septiembre de 1994, después de que Juan Pablo terminó tercero en el campeonato Barber Saab, en Estados Unidos, se nos acercó el instructor Peter Argentzinger y nos recomendó irnos a Europa. Él estaba seguro, por su experiencia personal, de que el estilo aguerrido y agresivo para manejar de mi hijo sería un hit allá. Peter dijo que tenía conexiones con el equipo de Jackie Stewart, un legendario excorredor de Fórmula 1, y que nos ayudaría a hacer el contacto a cambio de que le pagáramos el pasaje a Inglaterra para asistir a la boda de un amigo. Eso hicimos.
La cita fue en una pista, antes de una carrera. Stewart en persona salió del bus del equipo, nos saludó y le preguntó a Juan Pablo qué había hecho hasta ese momento. Tras oír la respuesta, dijo que nada de eso servía. Le aconsejó que se metiera a otra escudería en la Vauxhall Lotus, y que si era tan bueno como decía, ellos lo contratarían después. Quedamos muy aburridos, pero seguimos tocando puertas y conseguimos un test para el final de esa temporada. En esas pruebas evalúan a los pilotos y, dependiendo de sus habilidades, se establece lo que les van a cobrar. Los equipos viven del dinero que les piden a los corredores y del que reciben de los patrocinadores. A un piloto bueno le cobran poco. Stewart me había dicho que correr en una temporada de la Vauxhall Lotus costaba 330.000 libras.
El test fue en la pista de Donington Park en un Fórmula 3. Juan Pablo no conocía el carro ni la pista. Estaba a ciegas. Además, la noche anterior había llovido muchísimo. Un ingeniero nos dijo que aplazáramos la prueba. Como le dijimos que no, le preguntó a Juan Pablo que si había manejado en una pista mojada. Él le dijo que sí, pero era mentira. Montaron las llantas de lluvia y justo cuando comenzó el test se formó un charco impresionante entre el final de la recta y el comienzo de la curva. Todos los pilotos frenaban en ese punto. Juan Pablo también lo hizo en las dos primeras vueltas. A la tercera lo pasó a fondo y siguió así el resto del tiempo. La gente de los pits se paró a verlo. Impresionó a todo el mundo. El ingeniero estaba aterrado.
Estábamos en esas cuando me llamaron de la torre de control, donde está el encargado de vigilar las cámaras que hay en cada curva. Pensé que Juan Pablo había cometido alguna embarrada, y le pedí al dueño de Fortec, el equipo para el que estábamos haciendo el test, que me acompañara. Subimos a la torre. El encargado se levantó de su silla, me dijo que él era un tipo muy serio, poco amable y que no acostumbraba decir esas cosas. Me estrechó la mano y comentó: “Su hijo es un piloto extraordinario”. El dueño del equipo me emocionó aún más, porque dijo que ese tipo llevaba 20 años en ese puesto y que sus palabras valían más que cualquier otra cosa. Bajé henchido de emoción como un pavo. Nos fue tan bien que no nos cobraron las 4000 libras esterlinas del test. El dueño del Fortec estaba entusiasmado. Nos devolvimos a Colombia muy contentos.
A los pocos días recibí un fax del Paul Stewart Racing, el equipo del hijo de Jackie Stewart. Decía que habían escogido a Juan Pablo como el segundo piloto de la escudería para la categoría Vauxhall Lotus para la temporada de 1995. Me pedían 70.000 libras esterlinas y me daban ocho días de plazo para mandárselas. No entendí nada y no tenía esa cantidad, pero sabía que de algún modo la conseguiría. Un amigo me dijo que tenía un amigo de un amigo que era director o presidente de una compañía de leasing financiero. Hablamos con él y me dijo que si le hacía una hipoteca de la casa que teníamos en San José de Bavaria me daba la plata. Hice lo que me pidió, y me dieron como 140.000 dólares de la época. Los transferimos al equipo, y Juan Pablo quedó montado en uno de los mejores equipos europeos. En la Vauxhall Lotus quedó de tercero. Pude deshipotecar la casa al final de la temporada con los patrocinios que conseguí gracias a los buenos resultados de Juan Pablo. Obviamente valió la pena el empeño, el riesgo. Cualquier esfuerzo que se haga para ayudar a desarrollar el futuro de un hijo vale la pena.