Parecía imposible que Trump pudiera ganar. Dos periodistas norteamericanos cuentan cómo se vivió ese momento histórico que no solo cambió la vida de Hillary sino la de todo un país y, posiblemente, la del planeta.
El equipo de comunicaciones de Hillary Clinton se dirigió al centro de convenciones Javits, en el barrio Hell’s Kitchen de Manhattan, donde se ultimaban los preparativos para la fiesta de la victoria electoral… (Donal Trump le coqueteó a Salma Hayek de la peor manera)
Los seguidores de Clinton, resplandecientes en sus camisetas que decían “Estoy con ella” y “Señora presidenta”, fueron llegando y se quedaron parados, hombro contra hombro, mientras veían los resultados electorales en los televisores de pantalla gigante. Bajo el techo de cristal, iluminado con un tono azul marino, observaban las transmisiones. El himno de campaña de Clinton, Fight Song, resonó por toda la sala, y a las afueras se formó una fiesta callejera para una multitud desbordada que tenía banderas de Estados Unidos y se preparaba para la victoria.
En su suite, Hillary repasó el discurso de la victoria. Hacía unos días le habían enviado varios borradores, pero solo hasta ese momento se concentraba en eso. A una lista de políticas públicas que destacaría le agregó una mención sobre los niños con discapacidad. Y reforzó la sección de agradecimientos para nombrar a más amigos y más seguidores. Bill aportó unos cuantos nombres.
Cuando Hillary quedó satisfecha con el texto, Bill entró en la sala de estar y se acomodó en el sofá. Allí se quedaría el resto de la noche, viendo televisión y llamando a amigos repartidos por todo el país. Se había preparado un discurso para la derrota, pero este nunca fue discutido. Permaneció escondido. (El fotógrafo que desnudó a Melania Trump)
El director de la campaña, Robby Mook, y la jefe de comunicaciones, Jennifer Palmieri, habían estado en un cuarto en el mismo piso, viendo CNN, cuando se cerraron las votaciones en Virginia y Florida, a las 7:00 p.m.
Al llegar los primeros boletines, Mook corrió a la habitación del lado, donde los analistas de datos estaban comparando los resultados con las proyecciones de la campaña. “Está bien —pensó Mook—. No es fantástico, pero está bien”. “Florida empezó bien —dijo un asistente de Hillary—, pero se está complicando”.
Desde las calderas del hotel, los encuestadores hablaban por teléfono con Steve Schale, un estratega político de Florida, que había llamado para decir que Hillary estaba en serios problemas en el “sunshine state” (“estado del sol radiante”). Donald Trump estaba ganando en las ciudades y en las zonas rurales, pero seguramente territorios demócratas, como el condado de Miami-Dade y Broward, borrarían el déficit.
Al principio de la noche, la victoria se daba por asegurada y la celebracio´n comenzo´ desde antes de que llegaran los resultados.
Pero Schale explicó que no: los números de Trump no eran solo grandes, eran irreales. En el condado de Polk, en la mitad del estado, Hillary recaudaría 3000 votos más que Barack Obama en 2012, pero Trump recibiría unos 25.000 votos más que Mitt Romney, el último candidato republicano a la presidencia antes de él. Schale decía que las zonas de blancos estaban respaldando fuertemente a Trump. (Por qué Alicia Machado es la enemiga número uno de Donald Trump)
Mook hizo todo lo posible para no suavizar lo que estaba viendo en los números. Se acercó a Hillary y le dijo que iba a perder en Florida, pero en el fondo sabía que podían estar enfrentando una ola de derrotas aterradora. Hillary estaba sentada como una estatua, tratando de procesar la inesperada y abrupta inversión de su suerte. “Ok”, dijo una y otra vez mientras asentía. Era todo lo que podía pronunciar.
En Florida, el teléfono de Craig Smith sonó. El ex director político de la Casa Blanca había estado ignorando las llamadas y los mensajes de texto. Esta llamada sí la tomó. Una voz ronca al otro lado de la línea preguntó si todavía podían tener esperanzas en Florida. “Lamento ser el que te lo diga —dijo Smith—, pero no vamos a ganar en Florida”.
Hillary seguía sorprendentemente tranquila, incapaz de ahondar —o poco dispuesta a hacerlo— en los detalles de cómo su sueño se estaba convirtiendo en una pesadilla. Bill era menos reservado. Había tenido la sensación de que el voto británico para dejar la Unión Europea había sido el precursor de una especie de voto mandando al carajo todo en Estados Unidos. “Es como el brexit —lamentó—. Supongo que es real”.
En el transcurso de unas pocas horas, el universo demócrata había pasado de la bulliciosa expectativa del triunfo al silencio, mientras se esperaba nerviosamente un resultado incierto, y luego, a la soledad de una derrota inminente. A las 11:11 p.m., el director político de la Casa Blanca, David Simas, estaba sentado en una mesa de conferencias en el ala oeste, mirando los resultados con otros asistentes de Obama, cuando la agencia de noticias Associated Press anunció que Trump había ganado en Carolina del Norte. (Las confesiones sexuales que casi tumban a Hillary Clinton)
Veinte minutos más tarde, Fox News aseguró que Trump había triunfado en Wisconsin, un veredicto que otras agencias de noticias se negaron a validar durante varias horas. En la Casa Blanca todo estaba claro. Era solo cuestión de tiempo antes de que Donald Trump fuera declarado el sucesor de Obama.
Cuando estaba seguro de que no había camino a la victoria, y después de haber conversado con el presidente, Simas llamó a Mook, que estaba en la suite de Hillary en el Hotel Península.
—¿Qué está pasando en su campaña? —preguntó el asistente de Obama.
—No creo que vayamos a ganar —respondió Mook.
—Yo tampoco creo —afirmó Simas—. Potus (siglas que significan President of the United States, Presidente de Estados Unidos) no cree que sea prudente alargar esto.
Mook ahora estaba entre dos posiciones: la del presidente Obama, quien estaba interesado en asegurar la transferencia democrática del poder después de que Trump se había quejado por meses de que la elección iba a estar amañada; y, por otro lado, la de la candidata Hillary, quien todavía no había renunciado a la idea de que los estados del Rust Belt (el cinturón industrial estadounidense, en el nororiente del país) podrían votar a su favor y salvar su elección.
Mook colgó y se levantó. Estaba bastante claro que el presidente Obama quería que convenciera a Hillary de que todo había terminado y debía rendirse rápido y con dignidad.
—El presidente quiere que te des por vencida —le dijo Mook a Hillary, antes de agregarle su propio análisis—: “No veo cómo puedas ganar esto”.
—Entiendo —dijo ella. Y añadió—: No estoy preparada para dar este discurso.
¿Cómo debería enmarcar la elección de Donald Trump? ¿Qué les diría a las niñas y ancianas que la trataban como una campeona? ¿Usaría las palabras adecuadas? Hillary no estaba lista para ponerle fin al sueño que había perseguido durante más de una década. (La verdad amarilla detrás del pelo de Donald Trump)
A medida que la verdad fue saliendo a ote, los asistentes pasaron de la sorpresa a la incredulidad y de esta, al llanto.
Dentro de la campaña, hubo una división en las filas. Los ayudantes jóvenes creían que la elección había terminado y que Hillary solo estaba prolongando lo inevitable. Pero algunos de sus partidarios veteranos —tanto porque vieron que habían pasado cosas extrañas en las elecciones y porque esta era su última esperanza— argumentaron que los resultados de los estados pendulares (esos lugares que durante las encuestas no se inclinaron por ninguno de los dos candidatos) estaban demasiado cerca como para rendirse.
Hillary tomó el teléfono. “Tienes que aceptar la derrota”, le dijo Obama a su ex secretaria de Estado. Quería asegurarse de que el final de su presidencia no se convertiría en un circo. Había garantizado la integridad del proceso electoral y necesitaba que Hillary cooperara.
Ella aún no estaba lista, pero pronto iba a estarlo. Uno a uno, los obstáculos estaban siendo eliminados. Ganar en Pensilvania ya no era una opción. La Associated Press acababa de declarar a Trump ganador de las elecciones. Ahora, el presidente Obama le estaba pidiendo a Hillary que hiciera lo correcto por el bien de su país.
En el Península, Hillary tomó el teléfono de su mano derecha, Huma Abedin, y fingió una sonrisa. “Felicitaciones, Donald —dijo, tratando de bloquear la ira que tocaba todas las fibras de su cuerpo—. Yo apoyaré el éxito del país y eso significa tu éxito como presidente”. Trump le atribuyó ser una oponente inteligente que llevó a cabo una dura campaña. La llamada duró casi un minuto.
Mientras Trump se dirigía al podio en el hotel Hilton de Manhattan, Bill masticó el extremo de un cigarro. “Ojalá estuvieras tú ahí arriba”, le dijo a Hillary, con nostalgia.
En el desconcierto de una derrota desconcertante, hubo un momento que cristalizó todo para Hillary. No mucho después de la llamada a Trump, Abedin se acercó a ella una vez más, teléfono en mano. “Es el presidente”, dijo Huma. Hillary se estremeció. Ella no estaba lista para esa conversación.
Con la llamada de consuelo del presidente Obama, la realidad y las dimensiones de la derrota la golpearon de repente. El legado de Obama y sus sueños de la presidencia quedaron destrozados a los pies de Donald Trump. Hillary se levantó de su asiento y tomó el teléfono: “Señor Presidente —dijo suavemente—, lo siento mucho”.
Capítulo extraído del libro Shattered: Inside Hillary Clinton’s Doomed Campaign, por Jonathan Allen y Amie Parnes, publicado por Crown.
El equipo de Hillary había preparado un discurso para la derrota, pero este nunca fue discutido. permaneció escondido.