Juan Sebastián Herrera fue testigo de la caída de su padre a las calles, donde vivió entre parques y andenes de Cartago durante más de una década. Su testimonio revela las escenas y los sentimientos de esos oscuros años.
Un día me mandaron a una tienda. Tenía 8 años. Fue en el barrio Guadalupe de Cartago. En una banca del parque había un habitante de calle. Lo que alcanzaba a ver eran sus pies. No sé por qué me acerqué —sería Dios—, pero cuando vi a esa persona de cerca me di cuenta de que era mi papá.
No tengo palabras para describir ese momento. Por mi cuerpo bajó un aire frío. No creía lo que veía. Después de haber tenido un papá bien vestido, muy elegante, vi un hombre con un pantalón amarrado con una cabuya, descalzo, sucio, como si se hubiera revolcado en la arena.
La crisis había estallado un año antes. Me levanté un lunes para ir a estudiar. Mi mamá siempre procuraba despertarme temprano para quitarme la pereza. Estábamos sentados en un mueble café de cuero, muy lindo, viendo televisión, esperando mi hora de ir a la escuela. Mi papá llegó y me asusté mucho. Me temblaba todo el cuerpo. Aunque ya estaba acostumbrado a la violencia, ese día mi papá era otra persona. Tenía una mirada deshecha, de odio. Estaba muy drogado. Agarró un cuchillo por la parte filosa y se cortó. Comenzó a darle cuchilladas al mueble, tratando de atentar contra la vida de mi mamá.
Me puse en medio de los dos, a los gritos, dispuesto a defenderla. No sé cómo hizo ella, pero logró salir. Le echó seguro a la puerta y fue a llamar a la Policía. Mi papá comenzó a llorar cuando vio la magnitud de las cosas. Tenía una mano cortada, yo nunca había visto tanta sangre.
Cuando llegó la Policía, lo subieron a una patrulla. Mi mamá decidió separarse de él. Ese día mi vida se partió en dos.
Desde ese momento pasé de tener comodidades, humildemente, a vivir en habitaciones. Mi mamá comenzó a trabajar en casas de familia o lavando platos.
Mi papá se mudó y yo lo veía una o dos veces por semana. Un día no volví a saber de él. Fui a preguntar en su trabajo y me dijeron que hacía quince días no lo veían. Yo estaba muy asustado. Mi mamá me ocultaba la realidad, ignoraba mis preguntas.
Mi mamá es Luz Marina Gil, nacida en Cartago en 1962. Mi papá es Alexandro Carmona, nacido en Cartago en 1972.
Según ella, mi papá era una persona romántica y detallista hasta que conoció las drogas. Siendo menor que ella, la conquistó con pequeños detalles y cantando, porque imitaba a Camilo Sesto. Pero luego ese hombre se esfumó.
En los noventa, él era DJ y en medio de la vida nocturna de su trabajo se internó en el mundo de las drogas. Yo nací en 1996, el 16 de junio, Día del Padre. Para ese entonces, mi papá ya era consumidor de cocaína.
Estudié en el colegio Mercedes Ábrego de Cartago. Al salir nos hacíamos en el portón hasta que vinieran por nosotros. Un día, mi papá pasó: típico indigente con el costal al hombro, mal vestido, oliendo mal. Sentí felicidad porque estaba vivo. Me fui corriendo a abrazarlo y mis compañeros me dijeron, en tono burlón, que era hijo de un loco, de un chirrete, de un desechable.
Una profesora trató una vez de acercarse y la corté de raíz. Sentía que si alguien me hablaba de ese tema era para herirme.
Cuando llovía y había truenos, yo no dormía en paz. Tenía techo, cobija, pero mi papá estaba en la misma ciudad, aguantando frío. Me sentía impotente. Sentía un vacío, me ponía de rodillas y decía: “Dios, saca a mi papá de las calles; doy mi vida”.
Mi mamá se convirtió en papá y mamá para mí. Aunque necesité una figura paterna en muchos momentos, ella fue un pilar. Muchas cicatrices quedaron en su alma, tanto que hasta el día de hoy no ha tenido otra pareja. Siempre me decía: “Estudie para que ayude a su papá a salir de la calle”.
Cuando salí del colegio gané algo de dinero y quise compartirlo con mi papá, porque nunca supe qué era salir a cine o comerme un helado con él. Lo busqué. Cuando lo vi, le dije que quería cortarle el pelo y la barba, porque todo era mugre. Me dijo que no y le contesté que al menos me dejara cambiarle el look, porque quería invitarlo a comer. Como antes le gustaba mantenerse en traje, fuimos a un sitio de ropa de segunda. Había uno color habano, él dijo "quiero este". Luego lo bañé en su loción favorita, que también es la mía: It’s You.
Fuimos al restaurante Casas Viejas de Cartago. Aunque tenía traje, mi papá se veía como habitante de calle. Yo temía que no nos dejaran entrar. Me preguntó: "Sebas, ¿pero qué es esto?". Y yo le dije: "No, pa, dese la oportunidad de conocer, pida lo que quiera".
El restaurante nos obsequió dos copas de champaña. Fue un día maravilloso, porque sentí que estaba compartiendo algo lindo con mi papá a pesar de su situación.
El Día del Padre de 2016, publiqué en Facebook una foto con mi papá que se volvió viral. Para el mismo día en 2017 quise sorprenderlo y hacerlo sentir bien, a pesar de su estado. Me dejó bañarlo y cortarle el pelo. Mandé a hacer un mural en el parque lineal de Cartago, con una foto de los dos, con un mensaje lindo para que él viera su degradación y pensara en eso.
Junto al mural había un evento. Quería que él hiciera lo que más le gusta, le conté la historia a la organizadora para que lo dejara cantar y dijo que sí. Lo presenté y cantó América, de Nino Bravo. Lo grabé y subí el video a redes. Gracias a ello, la vida de mi papá cambió: la gente de una fundación lo vio y se ofreció a pagar su rehabilitación.
Siete días después del concierto, 23 de junio, los psiquiatras fueron por mi papá. Me dijeron: "Tu única tarea es que se suba a la camioneta y se tome esta Coca-Cola". Lo buscamos en medio de un aguacero a las cuatro de la tarde. Lo encontramos a las afueras de una licorera, cantando para pedir monedas. Le dije: "Pa, hola, ¿cómo está? Mire, le tengo una noticia, hay un productor musical que me contactó y quiere hablar con usted. ¿Se va a dejar invitar algo?, ¿una comidita, una gaseosa?".
Mi papá había pasado por mil instituciones y de todas se salió. Ese día se fue conmigo y le presenté al supuesto productor musical. Entramos a la camioneta, se tomó la gaseosa y siete horas después amaneció en la fundación. Cuando abrió los ojos, sintió odio hacia mí porque lo había engañado.
Mi papá ya lleva un año de los tres que toma la rehabilitación. El síndrome de abstinencia fue muy fuerte, temíamos que muriera en ese proceso. Le salieron enfermedades que en la calle no sentía. Le dolía aquí, allí y tenía principios de tuberculosis.
No me hablaba. Me odiaba. No sabía si era peor tenerlo en la calle y que estuviera bien conmigo, o en una fundación y que no me quisiera. Un día decidí darle una sorpresa y presentarle a Antonella, mi hija de tres meses, de la que no le había hablado.
Él no sabía que lo iba a visitar. El encargado de la fundación lo llamó y le dijo que alguien lo necesitaba. Me vio con la bebé y no me saludó. Lo primero que hizo fue cargarla. Le dije: "Pa, esa es su nieta". Se emocionó y comenzó a cantarle. Desde ese día, empezó a verse distinto y quiso recuperarse. Ya se miraba al espejo y me decía: "Nooo, Sebas, estoy muy mal, necesito una camisa, un traje". O: "Mira, Sebas, no tengo dientes, quiero recuperar mi sonrisa".
Durante los catorce años que mi papá vivió en la calle, cuando alguien me preguntaba qué iba a hacer, yo contestaba: "Voy al apartamento de mi papá", que era el andén donde él dormía, carrera cuarta con calle dieciocho, y lo decía así para meterle sazón a la vida. Trataba de que tuviera una cobija y una almohada. Después iba y las había vendido. A veces no me recibía comida. Me decía que no tenía hambre sino necesidad de consumir y me pedía dinero.
En la calle tuve que madurar biche. Estaba muy pequeño para esa cruda realidad. Tuve que entender muchas cosas para las que no estaba preparado. También tuve momentos felices, que no lo fueron realmente porque siempre faltó mi papá. Pero ahora, con su rehabilitación, he comenzado a recuperarlos.