"Le Bouche à Oreille" es un pequeño almorzadero en un pueblo de Francia que hace un par de meses recibió, por error, una estrella Michelin que le pertenecía a otro restaurante con el mismo nombre. La locura se desató de inmediato: visitas, reservas y cientos de curiosos. Una periodista de SoHo visitó el lugar y acá recrea la increíble historia.
El restaurante de Véro!”, dice el taxista de la estación de trenes de Bourges cuando le pido que me lleve a Le Bouche à Oreille, que tuvo una estrella de la prestigiosa Guía Michelin, pero solo por unas horas. Al llegar, la dueña, Véronique Jacquet, de 50 años, sale de la cocina sin uniforme y secándose las manos con un limpión. Me presento y recuerda que sí, que ya la “había llamado hace unos días por lo de la estrella”, y me advierte que no tiene tiempo para “atender a los periodistas”.
Le respondo que puedo esperarla, y desaparece en la cocina. Las 46 sillas están vacías, así que me quedo acompañada de una grabadora que canta canciones de Enrique Iglesias, de los manteles rojos con pepas blancas de las 13 mesas y de una estrella dorada desde la que sonríe una carita feliz que guiña un ojo y tiene una corona con el número 2017.
Entran dos hombres jóvenes. Véronique les sirve los cafés que piden y regresa con una olla llena de huevos cocidos, que empieza a pelar en la barra. Me acerco y suelta lo que ha querido decir desde que llegué: “Nunca le hice publicidad al restaurante y terminé con publicidad en todo el mundo. Estoy harta de todo lo que trajo esa estrella”.
Su pequeño restaurante, efectivamente, se convirtió en la atracción principal de Bourges, un pueblo de apenas 70.000 habitantes en el centro de Francia, a unas tres horas de París en tren, conocido hasta entonces por su gigantesca catedral de estilo gótico.
Los dos clientes de los cafés pretenden pagar con tarjeta. Véronique descuelga los hombros, suelta una bocanada de aire y protesta: “La tarjeta para todo... Me gustaría volver al tiempo de antes. Ahora todo es un caos y me parece que los periodistas tienen su parte de culpa. ¡Han hecho mal! Aquí la señorita es periodista —me presenta—. Hay que ver cómo hablan de política y, encima de todo, no dejan a la gente tener vida. Que lo diga yo, me buscaron en Facebook, llegaron a mis amigos y familia. Hasta mi peluquera me llamó porque me vio en el canal de televisión M6”. Los hombres siguen escuchándola, porque es a ellos a los que se dirige, no a mí.
“La noticia la dio Radio Número 1, que me contactó, y aquí una anécdota que es graciosa —se ríe—: a veces, para distraerme, participo en sus concursos para ganar 100 euros o cosas así. Entonces ellos me llamaron a las 7:00 de la mañana y pensé: ‘¡Qué raro, no había jugado hoy!’. Y me dijeron: le queremos comunicar que ganó ¡una estrella!”.
Luego recuerda que el teléfono no paraba de sonar. Que la llamaron periodistas de China, de Tailandia, de México, de “Española” (sic), de Portugal, de la NBC estadounidense... “Hasta salí en las páginas de El Detective, que es un periódico de muertos. Me dije: ‘Pronto voy a salir en Playboy’. ‘¡Ya déjenme tranquila!’, pensaba cada vez que colgaba el teléfono”.
Desde la Guía Michelin se comunicaron muy rápido con Véronique. Tenían temor de que pidiera una indemnización por daños y perjuicios. Pero ella no piensa presentar ninguna demanda, a pesar de que hay gente que le dice que podría ganarse un montón de plata si lo hiciera. “Pero para eso ya tengo a mis clientes —dice, y concluye—: Listo, esa es mi historia, que no hago más que repetir y vivir como una pesadilla”. Al decir esa última frase, me dirige una mirada, que remata con una risa y un “ya lo conté todo”. Entonces, se vuelve hacia sus clientes y les pregunta: “¿Y ustedes dónde van a escribir?”.
Uno de ellos le comenta que solo fue un error. Ella responde que equivocarse es humano, aunque no cree que “el chico que publicó ese error en Google” haya podido conservar su puesto. Porque todo sucedió por una confusión: “Le Bouche à Oreille, en Bourges, en la route (ruta) de la Chapelle, código postal 18000, ese es mi restaurante. Le Bouche à Oreille, en la rue (calle) de la Chapelle, en Essonne, muy cerca de París, ese es el de la estrella”. Los hombres se ríen y, mientras salen, ella les grita: “Y se los conté gratis. La próxima vez hago que me paguen”.
El otro Le Bouche à Oreille (que traduce algo así como “la boca en la oreja”), el que realmente se llevó el reconocimiento de la Guía Michelin, queda a 180 kilómetros del restaurante en el que estoy. Ese, el elegante, tiene un chef laureado, mesas con manteles pesados, cómodos sillones, lamparones clásicos y un menú completo de 50 euros (450.000 pesos), que incluye flan de langosta, cerebro de ternera y champaña.
Véronique vuelve a clavar los ojos en los huevos y le digo que no sabía que estaba tan cansada con la historia de la estrella. Así que vuelve a la carga: “Uno no se imagina los alcances. Todo duró un mes y en esos primeros días ¡perdí 6 kilos!”.
—¿Por qué?
—Porque no se tiene vida. Estaban mis clientes de siempre, los que no llegaron gracias a los periodistas. Además, estaban los curiosos reservando mesas. Y, para completar, los periodistas a la espalda preguntando “y por qué”, “y por qué”, “y por qué”. Hasta me llamó el señor que sí recibió la estrella; él sí fue muy agradable, muy amable. Estaba contento, claro, eso le dio publicidad a él también.
—¿Y esa estrella de plástico que sonríe?
—Hacía dos años que luchaba para que me rehicieran la terraza, porque había una filtración. Y el mismo día en que me anunciaron que tenía la estrella, ahí sí encontraron la manera de poner los andamios y hacerme los trabajos…
—Al menos algo bueno —la interrumpo.
—No, porque qué iba a decir la gente que viene habitualmente: “Ah, ahora que tiene la estrella, renovó toda la fachada”. Y no, no era eso. Pero le pedí al tipo que me hiciera una estrellita porque para ese momento me pareció simpático: cómo le iban a dar una estrella a mi Le Bouche à Oreille, que abre de lunes a viernes, que solo sirve almuerzos, conmigo de patrona y una cocinera que no es chef, que tiene suciedad afuera y fugas en todas partes, que sus clientes son artesanos, obreros y que…
Véronique detiene el relato porque acaba de entrar su madre. “Ella estaba aquí cuando me dieron la noticia”, me dice la dueña del lugar. Entonces la señora empieza a contar que al principio pensaron que era una broma: “Solo podíamos reírnos”. Véronique interviene con un “pero” enfático, que cambia el discurso de su madre radicalmente: “Pero ha sido una cosa enfermiza”.
Cuando se acerca el mediodía, Pénélope Salmon, la cocinera de 29 años, aparece por primera vez y Véronique me dice que ahora sí puedo hablar con ella, “pero no en la cocina, sino ahí”; es decir, donde ella pueda prestar atención. Pénélope asegura que le encanta la cocina tradicional y que sus platos se acomodan a los modestos precios —según los estándares franceses— de Le Bouche à Oreille: el menú del día cuesta 8,50 euros (26.000 pesos); si se le añade postre, sube a 10,50 (32.000) y si se pide completo —es decir, plato, vino y postre o queso—, llega a 12,50 (38.000).
En un momento se miran y Pénélope certifica que también está cansada de toda “esa historia”, aunque reconoce que es curiosa e insólita, pero que lo importante es que “la vida continúe”. Al fin y al cabo, fue una presión intensa durante un mes.
Cuando los clientes empiezan a llegar, se fijan en que hay alguien que no pertenece al panorama de todos los días. Salgo para tomar unas fotos de la fachada y cuando regreso, todos se quedan en silencio, me miran con desconfianza y alcanzo a oír que Véronique les dice “esto es raro” y se pone a tararear una canción.
“¡Hablaban de mí!”, digo en voz alta, y Véronique me responde que les estaba contando que soy colombiana, y que después de más de un mes todavía sigo interesada en la estrella. Los demás vuelven a sus conversaciones y yo, a la mesa de la grabadora, pero Véronique me indica que está reservada. Busco otra.
Pénélope llega con mi lasaña, el especial del día. Trae también dos carnes con papas fritas, y cada uno se atreve a poner una papa en mi plato, para que las pruebe: “Son muy buenas”, dice uno, y el otro lo complementa: “Son verdaderas papas”. Ese detalle y la sonrisa de la estrella de plástico son los gestos más amables que he presenciado desde mi llegada a Le Bouche à Oreille.
Cuando todos se han ido, pregunto a Véronique si puedo ver la cocina. Imagino que me va lanzar un “lárguese, ya tuvo suficiente”, pero no, refunfuña que Pénélope está limpiando y me da un consejo: “Mejor vaya a la catedral, allá sí hay algo que ver”.