Quiero contar una anecdota que creo que ni él mismo ha contado y de la cual fuimos testigos de excepción Daniel Samper Pizano y yo.
Ocurrió en 1984. No puedo precisar la fecha exacta porque el paso del tiempo ha hecho estragos en mi de por sí flaca memoria. Pero me apego a la letra del epígrafe que Gabo escribió en su autobiografía, Vivir para contarla, para relatar esa pequeña historia tal como la recuerdo, y como la recuerda Daniel, a quien tuve que lanzarle un SOS para que me ayudara a reconstruirla: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.
Un día recibí una llamada de García Márquez. Nos unía ya una amistad cocinada a fuego lento en la redacción de Semana, a donde con alguna frecuencia y sin previo aviso se aparecía cuando estaba en Bogotá. En tono menor me contó que iba a reunirse con el polémico embajador de los Estados Unidos, Lewis Tambs. “Quiero que me acompañes”, me dijo, y me notificó que el encuentro sería en el apartamento de Daniel, en las Torres del Parque (carrera 5.ª con calle 26), a la una de la tarde de un día cuya fecha también olvidé, y que sería confidencial y secreto.
Inicialmente pensé que el motivo tenía que ver con la visa que Washington le había negado por lo menos diez veces desde 1961, cuando dejó su cargo de corresponsal en Nueva York de la agencia cubana de noticias Prensa Latina. Y como solo en ocasiones especiales había podido viajar a Estados Unidos con permisos temporales, una de ellas en 1971 para recibir el grado de doctor honoris causa en Letras de la Universidad de Columbia, no me parecía descabellado que el embajador gringo quisiera conocer al Nobel colombiano. Estaba en un error. El promotor del encuentro no había sido Tambs sino García Márquez, y Daniel había hecho de intermediario.
Como Gabo no quería llamar al polémico embajador ni reunirse con él en la Embajada, le había pedido el favor a Daniel de contactarlo y hacerle saber que estaba interesado en hablar con él en una “zona neutral”, donde pudieran charlar informalmente sin que se supiera del encuentro y en presencia de dos amigos suyos. Samper lo había conocido luego de publicar una columna en la que había escrito que, contrario a la imagen que la Casa Blanca vendía de su representante diplomático, este no era un académico de quilates experto en América Latina, sino un funcionario de mediocre nivel intelectual. Tal vez para mejorar su imagen, Tambs lo había invitado a almorzar.
Con esta información como antecedente e intrigada por lo que iba a presenciar, llegué a la cita minutos antes de la hora fijada. Me reporté en la portería del edificio, tomé el ascensor y cuando se abrieron las puertas en el piso de mi destino, vi que dos gigantones gringos, que bajo sus chaquetas de color azul noche disimulaban mal sus poderosas metralletas, flanqueban la puerta del apartamento. No alcancé a timbrar. Pilar Tafur, la esposa de Daniel, abrió de inmediato. En el hall, otro agente también armado —presumo que del Servicio Secreto como los dos que custodiaban en el exterior— vigilaba a muy corta distancia el salón donde, a mano izquierda, sentados en un sofá, García Márquez y Tambs, a todas luces tensos, intentaban sostener una conversación en apariencia desprevenida.
Pese al infructuoso esfuerzo de hurgar en la memoria para precisar la fecha del encuentro, de una cosa estoy segura y es de que fue después de abril. ¿Por qué? Porque ya para entonces, Tambs había acuñado el término narcoguerrilla, porque ya había pasado la operación que desmanteló Tranquilandia, el gigantesco laboratorio de procesamiento de cocaína en la selvas del Yarí (10 de marzo), días después de la cual —y precisamente la víspera de la fecha fijada por las Farc para firmar la tregua con el gobierno Betancur— Tambs había señalado a esa guerrilla de estar vinculada con el narcotráfico, insinuando que no se estaba negociando con una fuerza subversiva, sino con delincuentes comunes. Una clara intervención en los asuntos internos que había sido fuertemente criticada. Y fue después de abril, porque ya había sido asesinado el ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla (30 de abril).
Gabo, el Nobel más famoso del mundo, el amigo de Fidel, el que cuestionaba la política antinarcóticos de Reagan y el intervencionismo gringo en América Latina, el Nobel favorable a la legalización de las drogas y a la solución política del conflicto interno colombiano, se encontraba frente a frente con uno de los más recalcitrantes representantes de la administración Reagan en la región, en momentos en que el Grupo de Contadora promovía la paz en Centroamérica. ¿El gusanito de la intriga internacional carcomía a Gabo
Solo él tiene la respuesta, pero lo cierto es que Daniel y yo asistimos a la reunión, que todo se llevó a cabo según lo programado y que la prensa nunca se enteró de ella. Esta es la primera vez que se cuenta esta anécdota.