“Ven mi cadena de amor a romper, y quitarme la pena de ser prisionero del mar”.
Luis Arcaraz y Cortázar
¿Quién recuerda verdaderamente su primer recuerdo? Creo que solemos inventarlo en la niñez y embellecerlo en la adolescencia. En mi caso mantuve firme mucho tiempo la versión de un pinchazo con una espina de rosa porque me parecía muy rilkeano. Pero hoy sostengo que mi primer recuerdo fue en una playa argentina, Mar del Plata, en la que dos tíos graciosos tuvieron la brillante idea de arrojarme al helado océano. Aún siento el tacto áspero de esos bañadores de lana con cinturoncito, y el algodón almidonado de la gorra que me protegía del sol. Siento también el beso en la planta de los pies de la pegajosa arena mojada y la quemante arena seca que me hacía gritar al mundo mi déficit de sacrificio. Mi condición de niño nada faquir. Pero mis primas, malvadas aprendices de Esther Williams, se burlaban del niño que bajaba a la playa con zapatos de cordones y calcetines, y que no llevaba chaleco como mi abuelo Marcos de purita casualidad. Al fondo, el mar con su turbulencia oceánica, ese lugar que me prohibí para siempre.
Había conseguido disfrazar el miedo con vistosas metáforas, porque el miedo no podía ser la única razón de mi repugnancia. Una de mis experiencias más aterradoras fue una tormenta marina en el brasileño golfo de Santa Catalina en mi primer viaje a Europa a bordo del Cabo San Roque. Y otra, años después, cuando en mi viaje de bodas mi esposa me convenció de entrar en las aguas del mar Negro. Tuve la suerte de estar bien sujeto a las pequeñas manos de mi mujer, porque caí en un pozo traidor y engullido por la arena movediza y las entintadas aguas, creí morir como Shelley a edad tan tierna. A ella le debo la vida y no la terrible muerte por agua del verso de T.S. Eliot.
He sido llamado en mi juventud “poeta veneciano”, y es verdad que amo a Venecia, pero jamás nadie logró que me subiera a una góndola. Prefiero la banal seguridad del vaporetto a la rencorosa inestabilidad de ese acharolado ataúd flotante. Nunca he querido consultar al psicoanalista, temo más al psicoanalista que al mismo iracundo mar, como la gente de a pie suele temer al dentista.
He visto desde el aire el Atlántico norte, helado frente a las costas de Terranova, y también en la plácida calidez deportiva de Mystic Harbor, otrora refugio de balleneros. He visto muchas veces el Atlántico sur, forjador del caprichoso oleaje en las costas argentinas o templando las orillas pitucas de la oriental Punta del Este. Y alguna vez vi los márgenes apalmerados del mar Caribe. He visto el horizonte del Pacífico mexicano, saboreando mezcal y sangrita. Y la aceitosa superficie del mar Muerto. He cruzado el canal de la Mancha con mi padre y el estrecho de Gibraltar con mi madre. He surcado el Cantábrico camino de Plymouth. He atravesado varias veces el Báltico y he visto el mar de Galilea. El Negro dañino, el ínfimo Bósforo, y las fluviales aguas del Paraná, del Paraguay del Plata. Solo los mares del sur me han sido negados hasta hoy, y los exóticos mares de la China y Cipango.
He soñado con la humedad malsana que encerraba al envenenado prisionero de Santa Elena, con las aguas del lago de Wanasee donde se disparó Henrich von Kleist confundiéndolas con las “puertas del cielo” de Abraham Herrera, con la botella arrojada al mar por Alfred de Vigny, y con la mismísima isla de la Tortuga.
Pido disculpas. Me he permitido todas esas inocentes infracciones a la Ley Suprema que rige implacable mi fobia.