El fin del mundo está a cuatro horas en avión y a dos días en autobús desde Buenos Aires.
Esto es el fin del mundo. Esto es, realmente el fin del mundo. Lo tengo frente a mí. Aquí está, y es verdadero. Olviden a esos pastores que predican por televisión asegurando que esto se acaba pronto, en cualquier momento llega el fin del mundo. O de esos viajeros de maleta que dicen "esto es el fin del mundo", cuando llegan a una ciudad sin internet o sin señal de cable para ver la liga europea. O de aquellos que, ante una lluvia larga o un terremoto violento aseguran estar viviendo el fin del mundo. De pronto cualquiera dice que está ahí, en el fin del mundo, aunque no sea cierto. Por eso, escribo esta columna desde "el fin del mundo". Y esta vez sí es cierto.
El lugar exacto se llama San Martín de Los Andes, y es un ex pueblo perdido hoy convertido en imán de turistas y ubicado en el limite entre Argentina y Chile. En el centro de la Patagonia, esa zona que parte en la mitad de Argentina y sigue hacia el sur. Hasta donde se acaba la tierra. Es ahí donde está, oficialmente, el fin del mundo.
Podría ser una simple —y aburrida— anécdota esto de que les escriba desde el fin del mundo. Sin embargo, estando aquí, uno puede ver la cantidad de dinero y de personas que —mientras nosotros estamos tranquilos en casa— se mueven al compás del fin del mundo. Esa es la primera sorpresa: el fin del mundo es una gran factoría que nunca detiene su marcha.
Por alguna razón, el fin del mundo está de moda. Y cada vez más. Tal vez porque nos sentimos ahogados, o porque pensamos que esto se termina pronto, todos quieren comprar algo del "fin del mundo". Y el fin del mundo está a la venta.
En la Patagonia uno puede despertar en el hotel Fin del mundo, leer el diario del Fin del mundo, pasear en el tren del Fin del mundo, ir al museo del Fin del mundo, entrar a la taberna del Fin del mundo, emborracharte con algún tinto de la bodega del Fin del mundo. Y con la copa en la mano, acompañada de unos quesos de ovejas del Fin del mundo y unos jamones de corderos del Fin del mundo, preguntarte seriamente, con pausa, saboreando el mosto: ¿Cuán cerca estará el fin del mundo?
El fin del mundo está a cuatro horas en avión y a dos días en autobús desde Buenos Aires. También se puede llegar desde Chile, cruzando tierras y lagos un par de días. Aquí podrán comprar en la farmacia del Fin del mundo, antes de ir al cabaré del Fin del mundo, donde una gordita con acento entre chileno y argentino te dirá que por diez dólares te puede hacer sentir, realmente, como en el fin del mundo.
¿Por qué tendrá tanto éxito el fin del mundo? Desde que Patagonia comenzó a llamarse "el fin del mundo", el despegue ha sido abrumador. Cualquier nuevo emprendimiento se bautiza con la frase. ¿Ya probaste las pizzas del fin del mundo? Hoy Patagonia es una de las palabras más buscadas en el mundo, y hace poco el propio George W. Bush registró, por medio de una empresa familiar, el nombre Patagonia para exportar a las mesas europeas agua fresca del fin del mundo.
Antiguamente, el fin del mundo se reducía a la ciudad de Ushuaia, al final de Argentina, donde estaba el fin del mundo. Pero eso ha cambiado. Cada vez más ciudades de Patagonia se llaman a sí mismas como propietarias del fin del mundo, y los turistas europeos reservan hotel con años de anticipación. Por eso los precios de la tierra y los alquileres y las habitaciones de hotel y la comida se han disparado. "Y eso sí es el fin del mundo, hermano", me dice Manuel, un viejo ballenero de barba blanca, que nació hace 70 años en el fin del mundo, cuando nada de esto estaba de moda.