Anthony Gignac es uno de los tres genios criollos de la estafa. Su captura, ocurrida hace unas semanas en Estados Unidos, recordó otros casos célebres de colombianos que se han hecho pasar por jeques árabes, embajadores extranjeros y magnates del jet set. Pase y conozca los más recordados.
Ocho identidades, carreras como piloto, abogado y médico, 26 países y 2,5 millones de dólares en cheques falsos. La vida del neoyorquino Frank Abagnale Jr. parece salida de una película de Hollywood. Considerado el estafador más famoso de todos los tiempos, inspiró la taquillera película biográfica Atrápame si puedes. Pero Abagnale no está solo. Le siguen de cerca el bogotano Anthony Gignac, el vallecaucano Juan Carlos Guzmán y el opita Jaime Torres, que con alias y suplantaciones lograron convencer a todo el mundo de que eran importantes dignatarios, diplomáticos o magnates. Todo sin empuñar un arma.
El sultán
Bin Khalid Al Saud vivía como un príncipe en Miami. Vestido con ropa cara y manejando un Ferrari último modelo con placas diplomáticas, llevaba a sus socios a su millonario penthouse en Fisher Island (Florida). Desde la entrada los invitados leían una inscripción en la puerta: “sultán”. Por años, Al Saud se pavoneó orgulloso buscando “grandes posibilidades de inversión” para su padre, el rey saudí. Pero hace unas semanas su alfombra mágica dejó de volar.
No porque Arabia Saudita gastara sus reservas petroleras, ni porque su padre le quitara la herencia, simplemente porque Bin Khalid Al Saud ni es sultán ni es saudí. El supuesto príncipe que gastaba a chorros ni siquiera es oriundo de Oriente Medio y seguramente no habla árabe. En realidad es Anthony Gignac, un colombiano adoptado junto a su hermano por una familia gringa en los setenta, supuestamente después de que su padre biológico matara al hijo menor por no tener con qué alimentarlos a los tres. Gignac creció sin mucha pompa en Michigan y en el colegio aseguraba que su padre era el actor Dom DeLuise y su madre la dueña de un famoso hotel.
Pero además de ser mitómano es un maestro de la estafa. Desde los años noventa está fortaleciendo su personaje, el sultán. A pesar de no tener rasgos árabes, sino un capul un poco grasoso y una barbita de candado, su fachada no le había salido nada mal. Y es que, en efecto, el rey Salman de Arabia Saudita tiene un hijo llamado Khalid bin Salman bin Abdulaziz Al Saud y un pariente llamado Saud bin Khalid al Saud. Entonces, con un nombre parecido y un temperamento de miedo, Gignac se llevaba por delante a quien se atreviera a confrontarlo.
La periodista del Nuevo Herald de Miami Johanna Álvarez, quien publicó los detalles de la historia, relata que una vez Gignac fue al American Express de Coral Gables a exigir que le reemplazaran su tarjeta de crédito platino robada. Al ver que no se sabía la fecha de nacimiento del verdadero príncipe de 29 años, los funcionarios encendieron las alarmas. “Bin Khalid” se puso como un energúmeno y vociferó que su padre estaría furioso si se enterara de cómo lo trataron. Nadie quiso enfadar a un rey petrolero y finalmente le entregaron la tarjeta, con un cupo de 200 millones de dólares.
Compró relojes de marca, pulseras de diamantes, andaba en limusina e incluso, en 1993, vivió como rey en el Grand Bay Hotel de Coconut Grove, que hospedó a personalidades de la talla de Sophia Loren y Michael Jackson. Aunque no todo fue color de rosa (las autoridades le respiraron varias veces en la nuca y hasta pagó cárcel dos veces), el año pasado volvió a la Florida por un nuevo botín.
Entre marzo y noviembre, Gignac se reunió varias veces con dos compañías de Miami-Dade para firmar la multimillonaria venta de un hotel. Gignac les mostró documentos que aseguraban que tenía 600 millones de dólares disponibles en una cuenta del Banco de Dubái. Pero lo pillaron. Hoy está recluido en Oklahoma y deberá pagar hasta diez años de cárcel por crímenes que van desde uso indebido de pasaporte, suplantación de un diplomático extranjero y robo de identidad agravado, hasta conspiración para delinquir en Estados Unidos.
El embajador opita de la India
Jaime Torres era un joven seminarista que quería descansar de su trabajo como profesor en Garzón (Huila) y decidió pasar sus vacaciones en Neiva. La historia oficial cuenta que Torres estaba leyendo una revista en inglés para entretenerse en el viaje y, como eso no era común en los años sesenta, llamó la atención de un comerciante. Torres le habló con acento extranjero balbuceando palabras en otros idiomas (hablaba inglés, francés, latín y griego) y le dijo que no pronunciaba bien el español porque era un dignatario de la India que quería pasear con bajo perfil.
Su interlocutor hizo caso omiso y corrió a contarle al secretario de Gobierno. La élite opita se paralizó. La idea de Torres era darse un gusto, así que había reservado una habitación en el hotel Plaza, el más lujoso de la ciudad. Emocionados, allá fueron a parar políticos, ganaderos y empresarios. Nadie quería perderse los ágapes en honor a Shari Lacshama Dharhamhhaj, el embajador de la India. Nadie se molestó en averiguar cómo estaban las recién abiertas relaciones diplomáticas con el gigante asiático. No se dieron por enterados de que para 1962 ni siquiera había Embajada de la India en Bogotá.
En todo caso, los carros oficiales quedaron a disposición para el embajador y durante tres días las señoras del Club Rotario lo atendieron con festines de sancocho y asado huilense (que no comió porque era vegetariano). Todo iba muy bien hasta que en el cuarto día de fiestas un antiguo compañero del seminario lo reconoció y se lo contó a varias personas. Nadie le creyó al Chivo Cabrera (quien después ocupó varios cargos públicos), así que decidió aventurarse y gritó: “¡Ole, Jaime!”.
El exótico extranjero enseguida volteó a mirar. Nervioso por caer en la mentira, le pidió a Cabrera que hablaran a solas. Pero este, en lugar de ayudarlo, no le concedió que siguiera con la farsa y fue a denunciarlo. Para su sorpresa, el coronel al que le contó la patraña terminó reprendiéndolo: que respetara al embajador o si no lo encarcelaba, le advirtió.
La cosa se quedó ahí, pero la duda empezó a calar y, al final, todo se vino abajo. Ofendidos y humillados, los dirigentes opitas mandaron a la Policía a detener a Torres para juzgarlo por impostor. El abogado Guillermo Plazas Alcid, entonces director del semanario El Debate, que narró los detalles de la historia que fueron la base del guion para la película de 1987 —El embajador de la India, dirigida por Mario Ribero y protagonizada por Hugo Gómez—, lo defendió con un argumento simple que demostraba que su idea no era embaucar a nadie: cuando el seminarista llegó al hotel se registró con su nombre real. Su conclusión era que la misma idiosincrasia arribista de la élite opita terminó creando y alimentando el engaño.
El Abagnale vallecaucano
Definitivamente el más parecido a Frank Abagnale Jr. es Juan Carlos Guzmán. Tiene, por los menos, diez identidades, habla seis idiomas y es el estafador colombiano más buscado del mundo. Sus alias van desde Guillermo Rosales, con el que empezó todo en Estados Unidos, hasta el ruso Denis Vladmirovich Kiselev.
En 1993, Guzmán se escapó de su casa en Roldanillo (Valle) y empezó a deambular por las calles. De vez en cuando conseguía trabajos simples en el área de carga del aeropuerto de Cali pero, en general, llevaba una vida de vagabundo. Un día, a los 16 años, apareció de repente en todos los noticieros de la Florida, después de que los operadores del aeropuerto de Miami lo encontraron a punto de morir, escondido en el tren de aterrizaje de un avión proveniente de Colombia.
Con temperaturas bajo cero, a más de 10.000 metros de altura y sin presurización, sobrevivir es casi imposible. Por eso cuando se recuperó a las pocas semanas fue adorado por la comunidad latina, quienes lo bautizaron ‘el Chico Polizón’. Sin embargo, el hecho de que hubiera entrado al país como ilegal provocó que las autoridades gringas lo deportaran. No por mucho tiempo: entre 1993 y 2012 logró volver a entrar en cinco ocasiones.
A pesar de su escasa educación, Juan Carlos Guzmán tiene elegancia y encanto. Su principal objetivo son los hoteles y, mientras más exclusivos, mejor. Su modus operandi consiste en llegar a los pisos de las suites más caras en Miami, Las Vegas, París o Londres, esperar a que los huéspedes salgan y luego convencer a las mucamas de que él está alojado allí, que por descuido perdió su llave y que por favor le abran. Una vez dentro, llama a recepción, afirma que olvidó la clave de la caja fuerte y, como la llamada sale de la habitación, rápidamente desbloquean el cerrojo. Según las autoridades, solo en relojes, joyas, dinero en efectivo y tarjetas de crédito robó más de un millón de dólares.
Lo han acusado de inmigración ilegal, intento de fraude, hurto, allanamiento de morada y falsificación de documentos. En 2005 se escapó de una prisión en Londres, lo recapturaron en Dublín y el año siguiente fue extraditado a Francia. Por las suplantaciones en realidad ha salido bien librado, pues siempre culpa al hotel: él no forzó ni amenazó a nadie para entrar y coger el dinero. Además, como ha dicho en las pocas entrevistas que ha dado, no cree haber hecho nada malo. Por eso, seguramente, anda campante en cualquier parte del mundo viviendo a cuerpo de rey.