Una finca en medio del Amazonas brasilero, ocupada en los noventa por mil familias campesinas que a veces eran sacadas a tiros por policías, se convirtió en la única escuela de La Macaxeira gracias a Gaúcho. Martín Caparrós nos cuenta un trozo de vida del hombre que nunca fue a una escuela pero hizo una.
Aquella tarde, en cuanto llegué a La Macaxeira, Gaúcho me llevó hasta la escuela.
—Hicimos una escuela.
Me dijo, y repetía: hicimos una escuela. La escuela era una gran choza de troncos, caía la noche: la escuela estaba vacía de escolares. Gaúcho me dijo que teníamos que volver al día siguiente, que ya iba a ver cómo todos los chicos de La Macaxeira venían a la escuela. Gaúcho era un militante del Movimiento Sin Tierra; La Macaxeira, una finca en medio del Amazonas brasileño que mil familias campesinas habían ocupado meses antes: en los años noventa el MST tomaba predios en la selva para plantar y comer; a veces la policía los sacaba a tiros. Gaúcho tenía cuarenta y tantos años, ocho balazos en el cuerpo, una mujer, cinco hijos y la idea de que haber construido una escuela le daba a su vida algún sentido.
—Yo no pude ir a la escuela, pero ahora hice una escuela.
La escuela daba sobre la plaza: un gran espacio abierto con su mástil de palo para la bandera roja, el cadáver de un árbol enorme, seco, todavía de pie, una tarima con techito de palma para las asambleas y tres chozas de troncos: la iglesia católica, la adventista y la de la Asamblea de Dios. Todo alrededor, La Macaxeira era un trozo de selva desbastada, ocupado por calles de tierra y chozas de palma; no había, por supuesto, ni agua corriente ni electricidad ni negocios ni coches; no había, tampoco, ningún lugar para que durmiera un visitante. Oscurecía, así que Gaúcho le pidió a una vecina que me dejara su choza para pasar la noche.
—Los hijos de la Gorette están afuera, en la ciudad. Ella te va a dejar su lugar, no te preocupes.
La Gorette me sonrió y me dijo que claro, que podía usar su casa todo lo que quisiera: una princesa ofreciendo su reino. Lo acepté, le agradecí 15 veces. La cabaña de Gorette estaba dividida en dos por una mampara de hojas de palma; tenía una ventana sin vidrios, una puerta sin hojas, el piso de tierra. Cuando me quedé solo hice algo horrible e inevitable: me puse a curiosear. En la cabaña de Gorette había un hornito de barro, cuatro platos de lata, tres vasos, un machete, cinco cucharas, dos cacerolas de latón, dos hamacas de red, un tacho con agua, tres latas de leche en polvo con azúcar, sal y leche en polvo, una lata de aceite con aceite, dos latas de aceite vacías, tres toallitas, una caja de cartón con muy poca ropa, dos almanaques de almacén con paisajes, un pedazo de espejo, dos cepillos de dientes bien usados, un cucharón de palo, media bolsa de arroz, un radio que no captaba casi nada, dos diarios del Movimiento, un cuaderno a medio usar, un balde de plástico para traer agua del pozo, una palangana de plástico para lavar los platos y una muñeca de trapo morochona, con vestido rojo y rara cofia. Esas eran sus posesiones en el mundo, junto con tres troncos para sentarse, un candil de kerosén y exactamente nada más. Nada más. Pensé en un inventario posible de mis bienes; decidí dejar de pensarlo. Al rato me acosté en la hamaca, pero no conseguía acomodarme: entonces no sabía. El desvelo fue largo; al final me acosté en una manta en el suelo: era más cómodo. Estaba por dormirme cuando me sobresaltó la voz de un vecino:
—Tenga cuidado con la cobra.
Me dijo, desde el marco de la puerta.
—¿Qué cobra, de qué habla?
—La cobra, la serpiente, jefe: esto es la selva. Mejor súbase a la hamaca; si no, lo va a morder la cobra.
La hamaca, de pronto, me pareció el mejor de los mundos posibles. Pasé una noche complicada, me desperté con las primeras luces. La Macaxeira se fue llenando de ruidos, movimientos, y al fin Gaúcho vino a buscarme. Antes de llevarme a ver sus cultivos me dijo que quería que pasáramos otra vez por la escuela.
—Mis hijas están en la escuela, ¿se da cuenta?
Me dijo, como si me dijera que se habían ganado el loto. En la escuela varias docenas de chicos repetían lecciones, escribían en cuadernos. Los saludé, ellos me contestaron. Gaúcho me dijo estas son mis nenas, Iara y Araci; yo les hice esta foto. La foto miente: ahora, Iara y Araci deben tener unos 20 años. A veces las miro y me pregunto qué será de ellas. Es un error, supongo: el periodista es un ave de paso.