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Así es el Reinado de la Panela

Por: Fernando Quiroz. Fotografías de Nicolás Pinzón

El escritor y periodista Fernando Quiroz fue a Villeta, se encaramó en la tarima del evento en la que destacaban dos de los jurados (la Negra Candela y el estilista Franklin Ramos) y contó cómo se vive uno de los reinados más populares y menos famosos de Colombia.

Con una música de fondo que parecía rendir homenaje al narcotraficante desconocido, en espera de que la señorita México terminara su recorrido alrededor de la piscina e hiciera pública aparición la blanca, muy blanca, exageradamente blanca representante de Noruega —¿de Noruega? ¡Sí, de Noruega!—, al lado de las cámaras de Señal Villeta Dulce que transmitían en directo el desfile en vestido de baño del Reinado de la Panela, de repente lo entendí todo. Excepto qué hacía yo en Villeta precisamente ese fin de semana, lo entendí todo. Lo entendí cuando los maestros de ceremonia del evento —nada menos que María Clara Rodríguez, la presentadora de Sweet, y Rodrigo Castro, presentador de El Lavadero— saludaron emocionada y públicamente a los patrocinadores de aquel certamen: Pizzas Donde Germán, Ferretería Castro y Distribuidora de Carnes Zoraida. Ahí lo entendí.

(El Reinado de la Cachama)

Entendí que este no era el famoso —tan famoso como desprestigiado— Concurso Nacional de Belleza de Cartagena de Indias, y por eso había podido subir a la vigilada tarima sin que nadie me preguntara quién era ni para dónde iba. Por eso me había colado sin mayor esfuerzo a los camerinos de las candidatas, que en realidad no eran camerinos sino un salón improvisado con sillas Rímax en el que no existía privacidad alguna.

Entendí que se trataba, en casi todos los sentidos, de un reinado a escala del que sucede en Cartagena: no había Centro de Convenciones sino Coliseo de Ferias, no había desfile en medio de los jardines del Hilton sino al lado de los potreros del Centro Vacacional Las Palmeras, no estaban presentes las multinacionales de productos de belleza sino las ferreterías de la calle real de Villeta, no había desfile de balleneras sino una cabalgata en la que en realidad galopaban muchas más motos que caballos, no había automóvil último modelo para la ganadora sino un tratamiento odontológico por dos millones de pesos en el consultorio del doctor Zuluaga, que entrega en persona el doctor Zuluaga al “más bello rostro del concurso”, con beso en el bello rostro y foto para los volantes de publicidad.

Entendí que se trataba del gran evento social de un pueblo que está a hora y media de Bogotá, y de una disculpa para atraer a los que algún día se fueron, para que no se olviden de su tierra, para que se sientan orgullosos de un pueblo que es capaz de convocar candidatas de Argentina, de Brasil, de Bolivia, de México, de Venezuela y de la muy lejana y fría Noruega, aunque la candidata viva en Chapinero Alto y se haya inscrito para tener cosas divertidas que contarles a sus nietos.

Pero también entendí que, al igual que en Cartagena y que en casi todas las poblaciones en las que se organizan reinados populares, lo que hay en el fondo es una rumba de varios días y un océano de alcohol. Aunque en el reinado de Villeta también hay panela, pues las candidatas están obligadas a aprender sobre el producto que sostiene la economía de la región y deben declamar en público sus propiedades y beneficios. Al fin y al cabo, el conocimiento sobre esa especie de ladrillo dulce que tanta curiosidad despierta entre los extranjeros tiene un valor del 20 % de la puntuación total que entrega el jurado. ¡20 %! El doble de los puntos reservados para el desfile en vestido de baño. El cuádruple del puntaje que recibe la más puntual de las candidatas: porque también se premia la puntualidad, aunque los organizadores se rajen en la materia, aunque todo empiece tarde, aunque nadie sepa a ciencia cierta a qué horas comienzan las actividades programadas. Ni a qué horas terminan. Lo cierto es que casi siempre terminan con una que otra propuesta indebida y una que otra pelea entre borrachos. Como en casi todas las fiestas, ferias y reinados de este país, incluido el de Cartagena de Indias, de los cuales dicen que hay más de una por día en promedio.


También entendí, después de hablar con uno de los jurados, que a la larga las calificaciones son subjetivas y que pueden pesar mucho ciertos factores que no están considerados en las hojas de puntuación. ¿Por qué lo dice, señor jurado? Porque hay muchos que están convencidos de que la candidata de Cali —no confundir con la candidata del Valle— es la más linda de todas, pero esa niña es candidata de profesión, y así no vale. Yo me la he encontrado en varios reinados.

Tenía razón ese jurado, que al parecer también era jurado de profesión. Tenía razón: Jénnifer estaba sacándoles todo el provecho posible a sus años juveniles y andaba de reinado en reinado mostrando su belleza. Ya había sido virreina del Sombrero Vueltiao, en Sampués, Sucre; soberana de la Sal, en Restrepo, Meta, y reina del Petróleo, en Barrancabermeja, Santander.

Porque en el Reinado de la Panela, la mayoría de las candidatas lo son de profesión. Por eso, a Villeta no viajan los familiares de las candidatas. Tampoco los novios. Las niñas van en una especie de viaje de trabajo y los demás se quedan en casa. Tanto así que las excepciones se notan en un entusiasmo desbordado, como el de la comitiva de la señorita Tolima, que era evidente que estaba allí por puro plan de amigos: me los imagino, un viernes cualquiera, a la salida de la universidad, después de un par de botellas de Tapa Roja, jugándose a la suerte quién de ellas se inscribiría al Reinado de la Panela. Sin importar las medidas, sin hacerle caso al espejo. Se notaba que era la disculpa para una fiesta inolvidable: cada vez que la mencionaban, cada vez que desfilaba, cada vez que hablaba sobre la panela o sobre el papel de la mujer en la construcción de una sociedad más justa —también había cinco puntos para este tipo de preguntas—, sus amigos, en primera fila, con pancartas y tambores, animaban la fiesta.

Para muchas de las candidatas, en cambio, Villeta era como una válida en medio de un largo campeonato. Una escala, una estación. Hay muchas que, como la representante de Cali, van de feria en feria, de reinado en reinado, como si su profesión fuera esa: candidata. Y en realidad lo es mientras les dura ese cuarto de hora que pasa pronto.

Pero al tiempo con el de las candidatas oficiales, hay otro reinado que corre paralelo y que probablemente es más emocionante, más auténtico y más taquillero que el de las señoritas, porque acá todavía se habla de señoritas. Se trata del reinado de los chaperones.

(El Reinado del Bambuco)

Porque si bien casi todas las candidatas dejan novios y familiares, van siempre en compañía de su chaperón, que dadas las circunstancias de estos reinados es mucho más que un chaperón: es una curiosa figura que tiene algo de hermana mayor, algo de marido, algo de jefe, algo de mamá y mucho de cómplice. Y son chaperones con enorme protagonismo: no solo peinan, visten, acompañan, aconsejan y dirigen a las candidatas, sino que bailan con ellas y, de alguna manera, desfilan, se exhiben, esperan aplausos, lloran de emoción.

Es una suerte de reinado gay auténtico y conmovedor, que tiene su momento cumbre en el baile de la velada de elección y coronación. Se trata de una de las pruebas que entregan más puntaje y en la cual las candidatas salen al escenario en traje típico —que muchas veces es un disfraz elaborado por los propios chaperones, que lo terminan de coser o de ajustar en los camerinos improvisados en una contrarreloj mientras esperan su llamado a escena— para dar muestras de sus habilidades folclóricas.

Pero la verdad es que los quince puntos que entrega esta prueba corren por cuenta de sus chaperones, que son sus compañeros de baile y que salen en trusas o con el torso desnudo y que muy pronto se roban las miradas, los aplausos —y a veces las risas— del público, que a esa hora del domingo tiene encima varias cervezas o varios aguardientes.

Por el despliegue de ritmos típicos, la muestra folclórica es la que en realidad prende la rumba del último día de reinado, la que mueve de sus sillas a los asistentes para ponerlos a bailar salsa mientras se presenta la candidata del Valle, sanjuanero con la del Huila, champeta con la de Sucre, reggae con la de San Andrés, y los deja exhaustos cuando intentan imitar a la señorita Magdalena mientras hace gala de sus habilidades para el mapalé. No todas bailan, aunque se sienta en el ánimo de la gente cierto bajonazo cuando candidatas, como la de Antioquia, prefieren trovar o, como la de Boyacá, se dedican a declamar coplas, que en este caso llegaron acompañadas de ritmos carrangueros.

Además de las siete aspirantes internacionales —que acaban de prender la rumba con la samba y las rancheras—, cada una de las 19 candidatas nacionales se toma al menos cinco minutos en sus demostraciones folclóricas, de manera que cuando le llega el turno a la señorita Villeta, que por orden alfabético es la última de la lista, y la más esperada, el coliseo ya está en medio de una fiesta brava: la fiesta más esperada del año en el municipio de la panela, una fiesta para la cual muchos visitantes jóvenes no dudan en instalar carpa al lado del recinto.

(Así se vive el Reinado Indígena Gay)

A la hora de la verdad, cando están a punto de emprender la última presentación, la de gala, que entrega el 10 % restante de la puntuación, después de una agitada jornada que las llevó a desfilar al rayo del sol y con 40 grados centígrados de temperatura, a exponer sus conocimientos sobre la panela, a bailar currulao o salsa con sus chaperones, al final del día de coronación, la mayoría de las candidatas solo contarán con los buenos deseos de su fiel acompañante. Un chaperón que añora tanto la corona como ellas, que la ha trabajado sin descanso, que por ella ha cosido, ha peinado, ha maquillado, se ha desvelado, ha hecho dieta, ha llorado, ha bailado y ha rezado en silencio a un lado de la tarima, mientras su niña repite ante el jurado lo aprendido.

A la hora de la verdad, el mejor espectáculo es el de los chaperones comiéndose las uñas. Después de que anuncien a la señorita Colombia como la nueva soberana internacional de la panela, y a la señorita Amazonas como la nueva reina dulce de Villeta, todo el encanto desaparecerá muy pronto al filo de la medianoche, como si se tratara de la versión villetana de Cenicienta. Las reinas desfilarán con una corona que casi siempre les queda grande, se abrazarán con sus compañeras, se tomarán fotos y se alistarán para ir a una cena de madrugada a la que ya no quieren ir, después de tantas horas de sol y de emociones. Y los chaperones, los dos ganadores y los 24 perdedores, empacarán sus cosas y empezarán a pensar en el próximo reinado, que está a la vuelta de las semanas, en otro coliseo de pueblo donde volverán a ser mamás y hermanas mayores y esposos y maquilladores, pero sobre todo reinas.

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