Los poetas recrean el origen y la historia de los jeans, el cinturón, las gafas, el sombrero y el paraguas. Cinco cosas que a lo largo del tiempo no han faltado en el clóset del hombres, en palabras de Eduardo Escobar, Juan Felipe Robledo, Jotamario Arbeláez, Juan Manuel Roca y Henry Luque Muñoz.
Tardío homenaje al bluyín
Por: Eduardo Escobar
El bluyín, esa prenda de lavar y planchar, que aguanta usos y abusos y cuyo origen se disputan genoveses, judíos y alemanes, liberó el cuerpo inferior del claroscuro de los pliegues y lo reveló en su candidez, poniéndolo en evidencia pública. Se impuso otra piel en la feria de las apariencias. Pero sobre todo, el bluyín es la exaltación moderna del trasero.
El bluyín consiguió lo que no consiguieron los pensadores de utopías, los agitadores con sus aspavientos y los místicos con sus paradojas, palabreríos, manifiestos y constituciones. Fue el bluyín, esa prenda democrática por excelencia, el que objetivó el antiguo anhelo de dar preeminencia a los últimos, a los más humillados y pobres y encargados de los oficios ruines. No las proclamas ni los discursos de apasionadas razones de los sicólogos de la liberación de los instintos que florecieron a lo largo del siglo anterior.
El bluyín eliminó las clases y los sexos, nivelándolos por el culo. Realizando pues la profecía del tiempo cuando los últimos serían los primeros.
Claro que hay culos de culos. Hay muchas maneras de ir el último. Hay culos bastante culos, en verdad. Algunos merecen más que otros la exaltación del bluyín que los ostenta. Los de aquella Lolita cruzando el parque, por ejemplo, hablando por un teléfono inalámbrico color perla. O el de aquella muchacha de culo de luna llena que pasea un perro bisojo, rojo. Pero también hay culos sin importancia colectiva. Ejemplares negativos de lo que no debería ser un culo.
Y claro: también hay bluyines de bluyines. Desde los hechos en Pereira que se venden en Pereira y Medellín hasta los que se venden a precio de oro, o de azafrán o de cocaína, en Roma, en Londres y París. Cosidos por muchachitas amarillas y malpagadas del tercer mundo muchas veces, vestidas con bluyines casi siempre.
Contra las dolorosas realidades que encarnan no se puede negar a los bluyines, sin embargo, el mérito de haber pasado de rudos aditamentos del vestuario de mineros de mala vida y vaqueros de mala ley, a ser los empaques felices de los culos más privilegiados de la tierra: sustentos de reinas, princesas, actrices, modelos multimillonarias, empresarios del espectáculo, musitadores de canciones, que pasean por sus ranchos y en las capitales del mundo sus traseros, traseritos y traserotes, envueltos en el tierno azul de unos bluyines.
Y usan sus propios bluyines las jóvenes prostitutas, las ricas y las pobres. Y sus tinieblos. Y las vírgenes impúberes de la pequeña burguesía. Y las jóvenes madres de compras en los templos refrigerados de las grandes superficies. Y los maricones internacionales de la literatura y el escándalo. Y los ministros decaídos.
Por años, hasta los años sesenta, cuando apareció la variación de los de botas acampanadas, los bluyines permanecieron inalterables, fueron unos calzones estrechos sin pretensiones de nada, cómodos y duros, para echar en los pastos húmedos, para sentar en la arena de los andenes y las playas, para trabajar, para enamorar y para viajar. Luego, en el desenfreno comercial de las casas de moda, el consumismo galopante y la anarquía creciente, se comenzaron a operar -fue a finales del siglo pasado- transformaciones en esta prenda universal, tan parecida a un sábado. Y vinieron los descaderados, los de seis y los de cinco botones tan arduos de desabotonar en los ardores del enamoramiento, los hechos para caderas y muslos anchos, para caderas anchas, para seres con pocas nalgas y con cuerpos delgados y con poca cintura y para masas grandes con cinturas anchas y con caderas anchas.
El bluyín milagroso en su carrera llegó al extremo de negar, en la inestabilidad de las cosas, el azul esencial en su nombre, cuando aparecieron los bluyines de colores. Y luego llegaron los desteñidos y los rotos. El bluyín se atrevió, en su metamorfosis, a negar su función natural, su naturaleza simple de vestido: un tiempo, en efecto, los bluyines no fueron más que un pretexto para sustentar en sociedad un montón de agujeros y roturas: entre los ricos sobre todo, que por alguna razón insondable, a veces gozan tanto pareciéndose a los pobres. Que llevan sus agujeros por necesidad, como el alma, sin advertirlos, sin el menor orgullo.
Porque, además, el bluyín se inventó para la inconsciencia, de cualquier marca o nacionalidad que sea. Todas las otras maneras de vestir son precisamente maneras. Amaneramientos. Manerismos. Y exigen del sujeto unos ademanes, una postura, un talante, una marcha. Lo dirigen. El corbatín obliga a ir erguido. La corbata exige cuidados a fin de que no meta su lengua inoportuna en los ceniceros y los platos. El sombrero, un mínimo de equilibrio. El bluyín, en cambio, una vez se calza se olvida.
Por si importara, diré que prefiero los bluyines clásicos, ni sueltos ni ajustados, que no opriman, los que vengo usando desde la adolescencia. Que en las adolescentes me gustan los que encarecen mejor los dulces traseros mirados de atrás. Y que en las mujeres maduras, mirados de adelante prefiero los que destacan el hogar, la patria perdida de la pelvis femenina.
No entiendo del todo, no, los bluyines bajeros de las nínfulas de ahora. Me parecen la boca del cáliz en la exposición de la hostia sombría de un ombligo. O el estuche de algodón del nacimiento de un fragante bosque de lanas de Venus. Son demasiado religiosos para mí. Lo cual no quiere decir que no me hacen temblar de nostalgia lanas y hostias. Y que no sigo admirando la sublime invención moderna de los bluyines, modestos y francos, sin vanidades posibles, cuyos valores últimos dependen no de sí mismos, de su precio, de su nacionalidad o del atrevimiento de su corte, sino de las cualidades estrictas de forma y tamaño del cuerpo que albergan, resguardan y revelan.
Apriétese el cinturón
Por: Juan Felipe Robledo
En algún momento que se pierde en la oscuridad de la memoria un hombre arrancó un pedazo de cuero de alguna oveja o una vaca y se lo anudó alrededor de la cintura, ‘ciñéndose los riñones‘, como podemos leer tan bellamente en las páginas de la Biblia. En ese momento nació el cinturón, la correa de los antioqueños, que tan vituperada ha sido en las historias protagonizadas por padres furiosos que persiguen con ímpetu a sus díscolos hijos para castigarlos.
Si Hércules mató a Hipólita, reina de las amazonas, para conseguir el cinturón que el dios Ares le había entregado como símbolo de poder sobre su pueblo, dándole gusto así a Admete, hija de Euristeo, en una de las doce pruebas a las que fue sometido, está claro que esta prenda no tiene un valor pequeño. Por ella se mata, se atraviesa el mundo y se consigue fama eterna.
En Roma y Bizancio el cinturón jugó un papel importante en la vestimenta de soldados y cortesanos. El cingulum militiae, un cinturón de cuero guarnecido de metal, que sostenía un mandil formado por piezas de metal y cintas de cuero, usado para proteger las piernas, se introdujo en el siglo I después de Cristo y fue tomado por las legiones romanas de la indumentaria de los pueblos galos contra los cuales lucharon.
Durante el imperio bizantino el cinturón era un símbolo de poder, y los cuestores y estrategas utilizaron esta prenda, la cual tenía lujosas incrustaciones en pedrería y marfil, de manera frecuente. Para la Edad Media el cinturón separaba la parte inferior de la superior del gran trozo de tela que cubría el cuerpo de buena parte de los cortesanos. A la parte de arriba de la tela se llamaba tabardo, y la inferior caía en pliegues a partir de la división que formaba en la mitad del cuerpo el fino cuero o la seda de los que estaba hecho el cinturón.
Ya en los elegantes salones del siglo XIX la faja blanca que rodeaba la cadera de los gentlemen era utilizada para guardar las boletas de la ópera y el teatro, y no se usaban las pesadas hebillas que fueron tan comunes en Versalles, y que los mosqueteros inmortalizaron.
En nuestros días el uso continuo del jean hizo desaparecer las cargaderas, y el grueso cinturón de cuero que los vaqueros aman se convirtió en el símbolo de la virilidad y el arrojo.
Así seguimos usando el cinturón, esperando que su presencia salvífica sobre los riñones nos proteja y nos permita llegar, libres de trabas, al paraíso de aquellos que no dejan que los pantalones caigan sino frente a la amada.
Con las gafas puestas
Por: Jotamario Arbeláez
Qué diferencia con esos tiempos en que uno escondía a las novias con gafas, o las novias escondían las gafas cuando se acercaban los amigos para que no les dijeran "gafufas" y se burlaran de su defecto físico. En realidad, sus lentes aumentativos les deformaban los ojos, y cuando se las quitaban podían vérseles sobre la piel que recubre el hueso nasal las huellas profundas de los pomos de soporte. También los compañeros con ese adminículo eran objeto de lástima, pues con ellos ni pelear a trompadas era posible. Tan solo eran soportables las gafas en las abuelas, sostenidas en la punta del apéndice facial. Los señores de gafas solían posar de doctores. O eran confundidos con intelectuales. Pero estos instrumentos en realidad no eran gafas, eran simples anteojos, que para lo único que servían era para ver mejor.
Entonces comenzaron a imponerse las gafas oscuras, que ya habían sido ahumadas desde el siglo XIX, las de sol, perfeccionadas en 1930 por la marca Bauch & Lomb para los pilotos de aviones, que derivan en las famosas Ray Ban y desatan la locura en la moda. Llegan a ser un mito apenas comparable con los tejanos 501 Shrink-to-fit de Levis. No faltan los sofisticados diseñadores que imponen sus propias colecciones y ya en los años 80 empiezan a hacerse imprescindibles en los bolsos de las mujeres y en las guanteras de caballeros elegantes. En principio para protegerse de las peligrosas radiaciones UV de los rayos solares, pero en realidad para hacerse ver. Así, las gafas resultaron un invento que terminó por cumplir una función inversa a aquella para la cual fue creado. Los que se sienten famosos las utilizan para pasar desapercibidos, o sea para que la gente, que necesariamente los reconoce, los identifique como excéntricos. Ahora las gentes de postín utilizan los lentes para ver y los ahumados para impedir que se les vean los ojos, a la manera de esos otros tipos exóticos que son los invidentes. Hay actualmente marcas de gafas que cuestan un ojo de la cara, pero impiden que ello se note. La calidad y precio de gafas para protegerse del sol mientras se conduce debe ser directamente proporcional a la marca del coche. Hay quienes ahora no se quitan las gafas ni para hacer el amor porque se sienten demasiado desnudos. Gafas famosas han sido las de Greta Garbo, las de los rockeros Buddy Holy y Elton John, las de Woody Allen y las de Saramago, que lo hacen ver como un basilisco. Del actual presidente electo de Colombia se dice que logró la mejoría de imagen que lo precipitó al abismo del triunfo, no con la embestida guerrillera, sino con el cambio de lentes que le recomendara su publicista.
A las novias de hoy, los melosos galanes lo primero que deben obsequiarles son unas gafas costosas, a fin de hacerlas ver más bellas e imponer su marca sobre sus rostros. No como en nuestros tiempos bastardos, cuando lo solíamos hacer con los puños.
La sombra de los sombreros
Por: Juan Manuel Roca
Cada tanto se habla de la desaparición de los sombreros. Pero estos, como truco de mago, vuelven a aparecer. La historia del sombrero es la misma de la sombra: no tiene dueño. Ni los persas ni los chinos pueden sentirse sus inventores, ni siquiera los aztecas empenachados y solares. Toda cultura le entrega al sombrero una manera diferente de amar a la sombra y de convocarla en pleno día.
Cuando hace poco leí que cada vez se usaban menos los sombreros, no pude sino pensar en la decadencia de occidente. Y en realizar -como lo pedía Malraux- "un museo imaginario".
En mi museo del sombrero habría un aparador -o una percha- para los borsalinos que portaban en los filmes en blanco y negro los Capones y los Bogarts.
En ese museo debe estar una réplica del sombrero agujereado de Dillinger, el asaltante que, según sus palabras, trabajaba en los bancos en la especialidad de retiros. Y una imagen surreal: el sombrero en llamas de Gardel, como en un cuadro pintado a destiempo por Magritte. Lo mismo que el sombrero que impuso en la moda parisina Simón Bolívar cuando visitaba a Flora Tristán, la abuela de Gauguin, un sombrero que cambió para el nuevo reino el respeto que se tuvo a las coronas. Y un sombrero que debió vivir insolado, no solo por el verano sino por su propia cabellera incendiada: el gorro de Van Gogh a cuyo alerón le agregaba velas para pintar en la noche.
Cada hombre, y supongo que cada mujer, tiene su sombrerería imaginaria. El sombrero del mago de Oz y el sombrero de Mandrake tienen su puesto asegurado, pues todo sombrero del que salen liebres y palomas tiene su albergue en la memoria.
Habrá quienes se resistan a visitar el museo de los sombreros. Como el personaje de El coronel no tiene quien le escriba que no usaba sombrero para no tener que quitárselo ante nadie. Pero fue un llanero el que dijo: "sobre mi caballo yo, y sobre yo mi sombrero", en una gráfica descripción de prioridades.
En el ala extrema del museo, unos viejos surrealistas de sombrero de copa y monóculo, esconden como magos sus sorpresas. El sombrero de Zapata. El de Sandino. El que Villa más estimaba. Son sombreros adosados a sus imágenes como la boina al Che.
Pero ante todo, más allá de las modas y de la historia, el sombrero, la más bella prenda creada por el hombre, la imagen que mitiga el sol del vaquero que "va cantando una tonada", la del hombrecito haciendo sombra en el aire de Comala, la del que mide el maíz a sombreradas, está asociada al lugar donde ocurren amores y crueldades: la cabeza, que según los escaldos es la fragua del canto.
Una vez usé sombrero. Como una muchacha a la que amaba me habló de mi parecido con Rembrandt, me mandé hacer un sombrero como el suyo. La diferencia, me dije al disfrazarme, es que el gorro de Rembrandt tuvo una mejor cabeza, sin duda, una mejor cabeza. Y este recuerdo de Rembrandt me lleva, muy a mi pesar, a terminar con una impensable moraleja: que tu cabeza merezca su sombrero.
El complaciente paraguas
Por Henry Luque Muñoz
Quizás el paraguas, en su inocencia original, ha sido acompañante del paracaídas y del preservativo, del globo y la tienda de campaña, del deltaplano y la cometa, del mástil y la antena de televisión. Las excelsas cúpulas bizantinas parecen majestuosos paraguas enlaminados de oro. El pekinés Templo del Cielo: un paraguas caído de la eternidad. El más grande paraguas ha sido la caverna celeste y el más pequeño, el alfiler o la cerilla.
Hay paraguas naturales: el champiñón y de ahí que en la mesa del fabricante, el bambú contemple siempre a la callada seda provocativa. En todo caso, es un palo con alcurnia. Inventado en China, a finales del siglo IV d.C., fue asociado con los cultivos y los astros, tuvo su verdadero punto de partida en la dinastía Wei (386-532 d.C.).
Luego, en 1368, elaborado de seda y papel encerado, tras democratizarse en los estratos sociales según el color, quedó reservado, por ley, a la familia imperial. De hecho, la silueta del paraguas semeja un hombre coronado. Nacido para protegerse del sol y de la lluvia ha realizado una larga carrera invadiendo diversos mundos, comunidades africanas, por ejemplo.
Pertenece a la vez a una estirpe lúbrica y solar. Sugiere una vocación aérea y tiende a eludir la ley de la gravedad. Acaso en Europa empezó a fabricarse de madera o, surgió, lejos, cuando un hombre de la Edad de Piedra dejó por un instante su mazo y se calzó en el cráneo una gigante hoja vegetal.
Los famosos: el invisible paraguas del fútbol, el que se convierte en lienzo de artistas orientales, el que, en su versión femenina, adorna señoritas campestres pintadas por Goya o el paraguas que invertido y elevado en un rincón tenía el poeta Vicente Huidobro: allí arrojaba palabras escritas en pedazos de papel que luego unía antojadizamente. Y el de Lautréamont, cuando esbozó aquella especie de canon vanguardista: “Bella como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección”.
Auxiliar de la gestualidad chaplinesca, impulsó la risa crítica en inmensos auditorios. Complemento de un atuendo armónico en su estilo clásico, ha sido utensilio de la elegancia personal. Humanizado, es el matrimonio del falo enmaderado y la red complaciente. Su eréctil verticalidad suele exhibirse con flotante y pagana elegancia, su contextura vegetal le confiere el ardor de la naturaleza. Y el mango con su aire de perpetuo movimiento.