Desde hace dos años el restaurante danés Noma es considerado el mejor del mundo. La chef peruana Brisa Deneumostier tuvo el privilegio de trabajar ahí. Diario íntimo de alguien que estuvo a bordo de la cocina más sublime que se hace en el planeta.
Llegar a Noma es el sueño de más de un cocinero. Ahorré durante un año para tener el privilegio de pasar cinco semanas en ese restaurante aislado en un puerto de Copenhague, que ocupa un viejo depósito frente al mar azul y que cada día atiende solo a cuarenta personas por servicio. Noma no es solo el número uno, según la lista San Pellegrino, que califica a los mejores restaurantes del planeta. Es un local caprichoso en sus ideas. En un mundo donde los ingredientes más exquisitos atraviesan océanos antes de aterrizar en un plato, allí hay una regla territorial: solo se cocinan ingredientes locales y de estación. Estos son recogidos, cultivados, criados, pescados, cazados en esa zona norte de Europa llamada Escandinavia. El peldaño antes de llegar al Polo Norte.
En Noma, los cocineros salen en excursiones para recolectar hierbas y frutos silvestres con curiosidad de botánicos. El contacto con los ingredientes en su hábitat natural es parte de los principios del restaurante. “Somos gente que está explorando la Tierra —explicó una vez el chef, René Redzepi—. Yo los llamo ‘gastronautas’”. Mi expedición a ese planeta comenzó un día de verano del 2009. Llegué en bicicleta.
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Trabajaba como chef privada en Madrid, cuando una mañana leí un artículo sobre cocineros naturalistas. René Redzepi era uno de ellos y explicaba la filosofía radical y coherente de su restaurante: cocina con lo que tengas a la mano, con lo que te ofrezca tu propia tierra. Era una invitación a unir lo natural, lo sabroso y lo saludable, e intuí que esa era la siguiente ‘estación’ a la que quería llegar. Envié mi solicitud para una pasantía, como seguramente deben hacerlo cientos de cocineros de todo el mundo.
De chica fui esa niña extraña a la que le llenaban la lonchera con quinua, kiwicha, frutas y semillas. Mi madre, hija de un ingeniero agrónomo y naturista, estaba siempre pendiente de la importancia de la alimentación. Mi padre era la combinación perfecta: hacía caza submarina, le gustaba pescar. De niña me veo recolectando percebes y choros, entre las piedras de la playa. Con ellos preparé mis primeros cebiches. No sé cuánto de esta singularidad hay en mi manera de ver la cocina ahora, pero me encanta conocer nuevos ingredientes y estar en contacto directo con la naturaleza.
No soy de las cocineras que se anclan en un restaurante aspirando a ser bendecidas por la crítica. Prefiero mantener cierto grado de libertad para hacer lo que más me gusta: explorar, viajar, investigar, conocer culturas. Trabajé en un restaurante indio de Nueva York, fui chef en otro de las Islas Canarias, aprendiz en el Oud Sluis de Holanda, cociné en un monasterio budista en Japón, trabajé con los cocineros de la realeza de Tailandia y asesoré a un spa en el Líbano. ¿Me aceptarían en Noma? Después de unos días, recibí la respuesta: me darían un lugar de trabajo, un traje y comida. Yo tendría que conseguir dónde dormir y pagar todos mis gastos.
Por esos días en que llegué, René estaba experimentando una especie de consomé vegetariano. Era en un caldo de ramas de tronco de abedul, cantarelas y avellanas frescas. Una extraña delicia.
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A René Redzepi le han dicho ‘fascista de la cocina’. Encarna un sentimiento derechista y egoísta —según sus críticos— porque se niega a usar productos importados. Pero su territorialidad ha sido malinterpretada y hace difícil notar el lado más cosmopolita de Noma. La cocina está llena de gente de todo el mundo. Mientras estuve ahí, había cocineros de Gambia, Irlanda, Inglaterra, Australia, Alemania, Argentina, Estados Unidos, Dinamarca, Suecia y Noruega. Todos eran hombres, salvo una pastelera irlandesa llamada Louise. Yo me sumé a equilibrar la testosterona del lugar, y fui el componente peruano del equipo.
Lo primero que sorprende al entrar al mejor restaurante del mundo es que no se trata de un local ostentoso. Por el contrario, se respira diseño danés puro, y la elegancia se enlaza con la simpleza. Su decoración está llena de detalles cargados de sentido. Las sillas y mesas de madera pulida y ahumada. No hay manteles en las mesas. Hay piedras, ramas, velas, alguna pieza de arte y las vigas antiguas del lugar. Dentro de esa simpleza está dicho todo. El día en que llegué había un hombre bonachón parado en la puerta. Era K.S Moller, uno de los principales recolectores de productos silvestres de Noma. Un símbolo de la relación cercana y directa que tenía René con sus proveedores. Sin intermediarios. Cocinero, recolector, agricultor, pescador, productor.
La cocina funcionaba como una sinfonía, con la música de los utensilios en acción, y treinta personas trabajando a todo vapor. Había un perfume permanente de muchas hierbas, aromas nuevos, olía cientos de ellas. Los cocineros lucían amigables y por una norma práctica hablaban en inglés. Había desde estudiantes hasta propietarios de restaurantes o sous chefs de reconocidas estrellas. Había uno llamado Ryan, que venía de Momofuku, el célebre restaurante de David Chang, en Nueva York. Alí, el lavaplatos de Gambia, era el típico inmigrante que llega a Europa en busca de una mejor vida. En su país tenía dos hoteles y cuatro familias que mantener. Era el alma del restaurante. Siempre sonreía.
Como sus cocineros, René Redzepi también es una mezcla cultural. Su madre era danesa; su padre, un inmigrante albanés. Ella limpiaba casas. Él era taxista. De niño, René y su hermano repartían periódicos y recogían botellas vacías. En el verano tomaban un autobús para viajar a Macedonia. Allí no había luz ni agua potable. Pero sí un bosque lleno de frutos y de vacas por ordeñar. Como muchos cocineros europeos, él se formó teniendo como referencia a la cocina francesa. Pasó por varios de los mejores restaurantes del mundo, incluido The French Laundry y El Bulli. En el primero aprendió la conexión que el cocinero puede tener con su propio huerto. En el segundo, la libertad para crear. Noma abrió en el 2003 y todavía estaba bajo la influencia francesa. Trabajaba con productos locales como leche, mantequilla, azúcar, pero ofrecía, por ejemplo, crème brûlée. No era la cocina de ahora. En Dinamarca, debido al luteranismo, la comida era considera una banalidad. Se comía para sobrevivir, sin disfrute. Esto inquietaba a René. ¿Era posible enseñar a sentir placer a través de la comida? ¿Era posible crear una cocina nórdica?
En el invierno de 2004, René estaba cazando en Groenlandia junto a uno de sus proveedores. Una repentina tormenta de nieve los dejó sin contacto con el mundo exterior en una antigua base militar de la Guerra Fría. Allí encontró las respuestas que buscaba. “Fue un momento mágico —dijo en una entrevista—. Comprendí que tenía que poner esa inmensa naturaleza en la que estaba sumido al servicio de nuestros comensales. Explotar mejor las temporadas de forma que un comensal solo pudiera tomar un determinado plato en Noma, en el momento preciso. Cada plato debía estar rodeado de su hábitat y ser limpio y sencillo en su complejidad”. Así llegó al mantra que hasta hoy es su filosofía: ‘Time and Place’. ‘Tiempo y lugar’. Un año más tarde de aquella revelación, conseguiría su primera estrella Michelin.
Hay mucha coherencia en su propuesta. Los límites impuestos impulsan la creatividad. Durante un invierno muy crudo, René, desesperado por la falta de productos, halló en un depósito de una huerta unas zanahorias feas que debían haber permanecido enterradas unos dos años. Él las trató como si fuesen el pedazo más exquisito de carne. La creación fue bautizada como ‘la zanahoria vintage’.
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El sous chef que me recibió en Noma me envió a repartir mi tiempo entre la zona de postres y el área de preparación de alimentos previa a las cocciones finales. En este lugar había que tener paciencia de monje zen al enfrentarse a tareas como podar hierbitas durante tres horas, igual que un horticultor japonés ante un bonsái. No solo había que limpiarlas, sino darles forma, una por una, con tijeras, y luego acomodar la porción que se serviría en los platos. Algunos contenían más de cinco hierbas y flores distintas. Recuerdo a un cocinero checo que, en su país, era el chef de un restaurante. Había llegado a Noma con otras expectativas. Duró tres días.
La destreza que tengas como cocinero no sirve sin humildad, paciencia activa, curiosidad y entusiasmo para comprender y aprender. Hay que tener mucho carácter para resistir las jornadas de 16 horas de trabajo bajo esa exigencia. Lo bueno de Noma es que al menos esto ocurre al lado del mar, y la luz natural te devuelve las energías. Tuve claro desde el principio que tendría que mantener la mente despierta y curiosa, las emociones ecuánimes y una actitud positiva para pasar por otras zonas de la cocina.
Conforme avanzaban las semanas, la demanda de mi ayuda a la hora de servicio fue aumentando en las otras secciones. Llegué a la zona de calientes, donde la presión es aún más intensa, donde todo debe hacerse en perfecta sinfonía porque la cocina está expuesta al comedor. La tensión es grande porque el arte de Noma está compuesto por minuciosos detalles, y también entran en juego una técnica precisa y una relación de sensibilidad constante con el producto; esto transcurre en un tiempo limitado y debes estar en sincronía perfecta con lo que tu colega del lado está haciendo. Cocinar en un restaurante es un trabajo de equipo para brindar una experiencia única e irreemplazable al comensal más crítico. Todo error es una pesadilla.
El chef es como un director de orquesta. Pero a diferencia de lo que ocurre en un concierto cuando un músico se equivoca y el error se camufla, el chef sí puede expresar su enfado para evitar que la equivocación llegue a la mesa. En un restaurante donde la gente espera meses por comer, la molestia del chef tiene un sentido ético. “La clave para sacar todos los días un conejo de la chistera es la concentración —dijo él en una entrevista—. Si no estás al cien por cien, no sale. A veces pierdo la compostura, me enfado, pero es porque quiero dar lo mejor. No admito fallos. Sería traicionar a esa gente que nos presta su tiempo y dinero”. René es un perfeccionista apasionado. A veces grita. Pero lo extraordinario en él no es eso, sino que es lo suficientemente humilde para reconocer su exceso y disculparse. Se toma el tiempo para conversar en calma con sus cocineros y bromear cuando puede con su gente, a quien considera una gran familia. René cocina y dirige con tal fina intuición y destreza que logra crear un efecto parecido al de una danza de Kung Fu en la cocina. Es la cocina más exigente y amable en la que he trabajado.
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Las cinco semanas se pasaron muy rápido, y justo cuando iba tomando el ritmo y la confianza en medio del equipo, llegó el final. Mi madre fue a visitarme, y la invité a venir conmigo y con otros cocineros a recolectar hierbas silvestres en la playa. El último día lo celebramos con un almuerzo en Noma. Fuimos atendidas con la misma calidez y el mismo cuidado por el propio René y los colegas con los que compartí largas horas de trabajo y grandes momentos de risa. Comimos con los dedos, nos sirvieron sobre unas piedras; se impuso lo crudo, la frescura. En la comida de Noma no hay sabores agresivos que enmascaren a otros. Hay un balance finamente logrado, donde los ingredientes se complementan como en la naturaleza, creando un ecosistema armónico y perfecto. Para entonces yo estaba totalmente enamorada del restaurante y de Dinamarca. Ganas de quedarme no me faltaban, pero ya era momento de volver a Madrid.
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René sabía poco del Perú aunque tenía deseos de conocerlo. A veces, durante los almuerzos, me hacía preguntas. Le contaba sobre la mezcla de culturas que han hecho posible la cocina peruana, sobre la megabiodiversidad del país, de sus condiciones climáticas, de las distintas regiones naturales que producen variedades increíbles del mismo producto. Le hablaba de los chefs. Luego él continúo su investigación por cuenta propia. Dos años después, en 2011, nos reencontramos en Lima. Fui su “embajadora” durante la reunión del Culinary Basque Center y la feria gastronómica Mistura. René tenía una agenda agitada para los cuatro días que estuvo. Sin embargo, quedó fascinado con la diversidad de productos que vimos en el mercado: las estrellas de este año eran las frutas de la Amazonía peruana. Esta experiencia lo llevó a cambiar por completo su conferencia. Ese mismo día creó platos con los insumos que habíamos conseguido en el mercado y con las hierbas del jardín de la feria. Preparó un cebiche a base de diversas frutas amazónicas y anticuchos (brochetas) de plátano manzano y ají amarillo. “This is fucking amazing!”, dijo por la noche, refiriéndose a la comida que estaba experimentando en el restaurante Maido, pero parecía la conclusión de toda su experiencia de ‘gastronauta’ en un planeta desconocido.
En uno de esos momentos, me sugirió volver a Noma para ver cómo estaba ahora. Le dije que esta vez me encantaría pasar un tiempo en el laboratorio. Es una casita-bote anclada en el mar enfrente del restaurante en donde todo el tiempo se investigan productos y elaboran recetas. Si Noma es un sueño, ese lugar es el sueño dentro del sueño. Ya he comenzado a prepararme para ese próximo viaje.