Historias

El primer aviador en volar de América a Europa y su triste final

Por: Revista SoHo

Charles Lindbergh, el primer hombre en volar de América a Europa, fue el personaje más popular del planeta. Pero su vida cambió cuando su bebé, el primer secuestrado de la historia, fue asesinado. Después de esa tragedia, su adoración por Hitler acabó para siempre con su prestigio.

Antes de Charles Lindbergh, la idea de ir de América a Europa por aire era casi tan insólita como la de ir a la Luna. Sin embargo, cuando se creó el premio Orteig, de 25.000 dólares de la época (unos 350.000 dólares de hoy) para el primero que lo lograra, varios aventureros lo intentaron. Todos murieron antes de llegar a las costas europeas, lo cual hizo pensar que se daba por cancelado el concurso. Fue ahí cuando apareció Charles Lindbergh. (El francotirador más letal de la historia (Y no es el de American Sniper))

Nació en Detroit el 4 de febrero de 1902. Vivió 72 años, de los cuales más de la mitad fueron ciertamente infelices. Por su hazaña aérea se convirtió en la primera celebridad mundial de la historia. En épocas en las que no existían medios de comunicación sofisticados y el cine era mudo, solo había tres nombres reconocidos en todos los continentes: Charles Lindbergh, Charles Chaplin y Rodolfo Valentino. Aunque los dos últimos eran estrellas de cine, ninguno llegó al nivel de adulación mundial que obtuvo el aviador.

En 1927 logró con éxito lo que soñó: ser el primer piloto en el mundo en cruzar el océano Atlántico y unir el continente americano con el europeo en un vuelo sin escalas. Viajó solo y lo único que llevó consigo fueron cuatro sánduches. Cuando le preguntaron por qué no llevaba algo más, contestó: “Si llego con cuatro sánduches, será suficiente. Si no llego, no necesitaré más”.

Desde el momento en que despegó su avión, el Espíritu de San Luis, el 20 mayo de 1927, había una expectativa enorme de cuál sería el desenlace de ese muchacho audaz. Con 1,90 de estatura, contrastaba por ser tan buenmozo como una estrella de cine y a la vez ostentar una infinita timidez. Al fin y al cabo, no era más que un provinciano hijo de inmigrantes suecos que con esfuerzo habían logrado salir de la pobreza en Michigan, Estados Unidos. Esto le permitió a Charles estudiar Ingeniería Mecánica en la Escuela de Vuelo de Nebraska.

El entusiasmo de Lindbergh con el reto fue tal que decidió participar en el concurso. Solo necesitaba un avión extraliviano que sacrificara el diseño y la visibilidad por lo aerodinámico. En otras palabras, que pudiera volar más de 30 horas, algo que no existía entonces. Para esto contactó a unos industriales de San Luis, Misuri, que creyeron en él y decidieron financiar el vuelo transatlántico. Lo único que solicitaron fue que el avión portara el nombre de su ciudad natal. De allí que se bautizara Spirit of St. Louis. (10 cosas que seguro no sabía sobre Hitler)

Lindbergh participó en el diseño y la construcción de la aeronave modelo Ryan NYP. El aparato, con estructura de madera y alas más arriba de lo normal, fuselaje con tubos de acero y revestimiento exterior de tela, estuvo listo en solo dos meses. A las 6:00 de la tarde despegó del aeródromo de Long Island, despedido por varios allegados que no pudieron contener las lágrimas al ver desaparecer el avión. Solo con sus sánduches y un mapa de papel atravesó el océano Atlántico en un trayecto que a los barcos más rápidos les tomaba diez días. Durante 30 horas, con Francia y Estados Unidos pendientes, no se sabía nada de él. Finalmente, cuando el piloto vio tierra, estaba sobrevolando Irlanda. En todo caso, ya volaba por el continente europeo.

La noticia de que no estaba muerto se propagó rápidamente. A pesar de que apenas existía el telégrafo y el teléfono era un invento incipiente, los parisinos no lo podían creer. Se abalanzaron en masa al aeropuerto de Le Bourget, y cuando el pequeño monomotor aterrizó a las 10:22 de la mañana, miles de personas lo rodearon. Lindbergh, quien había logrado controlar el sueño durante 33 horas y estaba exhausto, no logró entender ese comité multitudinario de recepción en un país que nunca había visitado antes. En estado que podría describirse como catatónico, lo sacaron prácticamente en hombros en medio del delirio nacional.

Pocas horas después, Lindbergh era el hombre más famoso del planeta. Su hazaña era comparada con la de Cristóbal Colón, con la diferencia de que este último nunca llegó a tener en vida la gloria del piloto de 25 años. Aunque no tenía un dólar, esa misma noche fue alojado en la suite más importante del hotel más lujoso de la Ciudad Luz. Al día siguiente, lo recibiría el presidente de la república, lo cual nunca estuvo en sus sueños. Tenía la idea de regresar en barco, pero no lo dejaron. Todos los países europeos querían conocerlo en persona, y acabó visitando algunos. Al llegar a Londres, cuál no sería su desconcierto cuando le dijeron que lo estaba esperando el rey, Jorge V. Nervioso y con vestido y corbata nuevos, llegó al Palacio de Buckingham en medio de aplausos en la calle. Paralizado del susto, saludó al monarca, quien lo invitó a tomar té. Paternalmente, le hizo una primera pregunta que nunca esperó: “Dígame una cosa que no entiendo, ¿cómo hacía pipí en el avión?”. (El lado oculto de Muhammad Ali)

A su regreso a Estados Unidos, la recepción fue aún más impresionante. La ciudad de Nueva York le hizo lo que los americanos llaman un ticket parade, que es una caravana de lado a lado de la ciudad con todos los neoyorkinos en la calle, bandas militares detrás del carro y toneladas de confeti desde todos los edificios. Semejante homenaje no lo tuvo ni remotamente Neil Armstrong cuando regresó después de haber sido el primer hombre en pisar la Luna.

Sin adaptarse del todo a ser el hombre más popular de su país, en 1929 se casó con la filósofa, escritora y aviadora Anne Spencer Morrow, con quien tuvo a Charles Augustus Lindbergh Jr., su primero de doce hijos. A los 20 meses de tenerlo, la vida de Lindbergh cambiaría para siempre cuando el pequeño fue secuestrado, en 1932, en la casa de la familia en Nueva Jersey. Hasta ese momento el secuestro no existía. Pedir dinero por un ser humano era una novedad en la historia del crimen, y lo más desconcertante es que fuera por un adorable bebé de menos de dos años. Como Lindbergh era famoso, el nacimiento de su primogénito había sido noticia y su foto había aparecido en los periódicos. Su desaparición no era solo una tragedia familiar, sino nacional.

Pasaron más de dos meses para que el cuerpo del niño fuese encontrado en avanzado estado de descomposición cerca de la casa de los Lindbergh. El examen forense determinó que la causa de la muerte había sido una lesión craneoencefálica severa.

La investigación, que se extendería por al menos dos años, arrojó que el culpable era Bruno Richard Hauptmann, un exmilitar alemán, carpintero y exconvicto criminal que se había fugado de la cárcel. Tras vivir pocos años lejos de la ilegalidad, perdió su empleo en la depresión económica de 1929 y, según la Justicia, vio en los Lindbergh la oportunidad de ganarse una plata grande fácilmente. (De pueblerino a multimillonario: la historia detrás del dueño de Zara)

De hecho, el delincuente contactó a la pareja y esta, de forma inmediata, pagó los 50.000 del rescate en certificados de oro, que en plata de hoy sería casi 1 millón de dólares. Pero, muy a su pesar, el menor nunca fue devuelto. El secuestro y asesinato del pequeño Lindbergh ganó tal eco internacional que pasó a ser conocido como “el crimen del siglo”. Y en español la frase “más perdido que el hijo de Lindbergh” se volvió un genérico que todo el mundo usa sin entender de qué se trata.

Los números de serie de los certificados de oro fueron las principales pistas para encontrar a Hauptmann, quien fue arrestado y acusado de infanticidio. En un juicio que se celebró a comienzo de 1935, el judío-alemán fue declarado culpable de asesinato en primer grado y sentenciado a muerte. Fue ejecutado en la silla eléctrica, en la prisión estatal de Nueva Jersey, el 3 de abril de 1936. Bruno Richard nunca aceptó los cargos y proclamó su inocencia hasta el final. (El coleccionista de Alepo que sueña con curar sus autos malheridos)

El fatal crimen exhortó al Congreso norteamericano a aprobar la Ley de secuestro federal, comúnmente llamada la “Ley de Lindbergh”, que dictaminó que el traslado de una víctima de secuestro a otros estados fuese un crimen federal.

Más de cuatro décadas después, en 1981, dos periódicos de Nueva Jersey (Brunswick News y Hunterdon Democrat) recuperaron las páginas del escabroso suceso para terminar cuestionando la culpabilidad del asesino. Según las pesquisas, el entonces director del FBI, J. Edgar Hoover, habría descartado deliberadamente datos que demostraban la inocencia del convicto para poder mostrarle resultados a la opinión pública. Así las cosas, hoy no son pocos quienes creen que se ajustició a un inocente. Luego de 85 años, el caso sigue abierto.

Después de ese golpe emocional, Lindbergh y su familia se trasladaron a Europa en 1935, donde pudieron vivir de cerca, y con admiración, el surgimiento del nazismo. A su retorno a Estados Unidos, cuatro años más tarde, la Segunda Guerra Mundial estaba a punto de explotar. El héroe, ya casi de 40 años, utilizó su prestigio para convertirse en uno de los líderes del movimiento aislacionista norteamericano, que pretendía que bajo ninguna circunstancia Estados Unidos entrara en el conflicto. No solo estaba seguro de que Hitler iba a ganar, sino que compartía su filosofía antisemita. Por esa razón se volvió persona no grata en su propio país cuando Roosevelt declaró la guerra después del ataque de Pearl Harbor.

De ahí en adelante, el resto de su vida fue melancólico. En 20 años había pasado de ser el hombre más adorado de su país y del mundo entero a ser visto como uno de los admiradores de Adolfo Hitler. A los 72 años, murió en un relativo olvido en Mawi, una de las islas hawaianas donde se fue a pasar solo con su esposa los últimos años de su declive.

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