SoHo visitó en Chinú, Córdoba, al delantero centro de la Selección Colombia Indígena de fútbol. Se llama Víctor Contreras, tiene 20 años y es zenú. Tras quedar segundo con el equipo nacional en la Copa América Indígena, está esperando que algún club se fije en él. Tal vez así llegue a ser tan reconocido como Falcao, su par en la selección absoluta.
La última vez que el equipo del barrio Santodomingo ganó un torneo de fútbol en el municipio de Chinú, Córdoba, recibió dos carneros de 45 kilos como premio. (10 Razones para volver a creer en El Tigre Falcao)
—Eso fue en San Mateo y desde allá nos trajimos los animales en moto; veníamos encaravanaos haciendo bulla; el carnero se trae en las piernas y cuando uno se cansa se lo pasa a otro. Hay que turnarse porque un carnero es pesado —dice Víctor Contreras, que en esa tarde de domingo también recibió el trofeo de goleador.
Esa fue la séptima vez que Víctor Contreras ganó el botín de oro desde que comenzó a jugar fútbol a los 4 años en la cancha del barrio San Francisco. Le decían Pitufo. El octavo reconocimiento lo recibió hace tres meses, en Bogotá, como goleador del Campeonato Nacional Indígena de Fútbol.
Por esos goles, Carlos ‘el Pibe’ Valderrama, técnico del equipo nacional, escogió a Víctor Contreras como uno de los delanteros de la Selección Colombia Indígena que acaba de ganar el subcampeonato de la Copa América Indígena de fútbol, disputada en Chile, en julio pasado.
Víctor juega con la camiseta número 9 en la Selección Zenú y en la Selección Colombia Indígena. La sola idea de portar la misma camiseta de Falcao, uno de sus ídolos, hace brillar los ojos achinados del muchacho.
Al igual que el Tigre, cuando Víctor Contreras se fue para Chile iba con los pergaminos del goleador. Acababa de coronarse como el Botín de Oro del torneo nacional de selecciones indígenas, con once goles, muy lejos del joven wayúu que ocupó el segundo lugar, con cinco tantos.
En el torneo continental de Chile, Víctor Contreras anotó tres goles, una suerte parecida a la de su ídolo, que no logró confirmar del todo sus dotes de cazador de área en la pasada Copa América.
Esta vez, la sorpresa la dio el volante número 6, Wílmer Cervantes, un gigantón que anotó cinco goles y se trajo el trofeo de goleador de la Copa América Indígena. Cervantes había sido considerado el jugador más técnico del Campeonato Nacional Indígena.
Víctor Contreras tiene 20 años. Ya jugó un torneo juvenil internacional en Barranquilla, con la selección de Córdoba, e hizo parte del equipo del municipio de Sahagún en el torneo Postobón Sub-20, en 2013.
—Es un goleador nato. Tiene condiciones físicas y técnicas y mucha disciplina. Es buen cabeceador, le pega con ambas piernas. Es colectivo: si él tiene la pelota y ve que un compañero está bien ubicado, se la da y cuando le toca resolver solo, encara y patea —me dijo Víctor Montaño, el técnico del equipo zenú, en su casa de Tuchín. Ese municipio, donde se concentra la mayor población indígena del resguardo, fue escogido como sede de la Selección Zenú.
Víctor Contreras vive en Chinú, un pueblo vecino, con sus padres y su hermana menor, en una casa esquinera de cuatro habitaciones; sin cielo raso, con piso de cemento y paredes —en su mayoría— sin pintar. El goleador se acuesta todos los días a las 8:00 de la noche y se levanta de madrugada para ir a trotar. Ya terminó el bachillerato, pero no ha querido iniciar una carrera porque tiene la esperanza de llegar a un equipo profesional.
—Si este año no lo llaman de algún equipo, se pone a estudiar una licenciatura en Educación Física —dice el papá.
En un costado de la vivienda están ubicados el lavadero y un corredor con piso de tierra, separados de la calle por una malla. Allí se ven tanques metálicos y recipientes plásticos para recoger el agua. Un poco más allá está el solar donde conviven un perro negro, dos gallinetas, tres pollas, dos gallinas ponedoras y un gallo chino que se pasea arrogante. (En defensa de Falcao)
Al otro lado de la calle, en un lote, está el “cerezo parrandero”. Le dicen así porque es el lugar donde los vecinos se apertrechan con canastas de Costeñita, un buen equipo de sonido y varios CD de vallenatos. Casi siempre hablan de fútbol, de los torneos veredales, pero también de la Liga Águila, de la Champions League, de los técnicos y de otros asuntos similares.
Cuando los Contreras tienen algún invitado, casi siempre almuerzan bajo las ramas del “cerezo parrandero” en una mesa Rímax de color blanco. Wilson Contreras, el papá del goleador, dice que aquí sopla el fresco, aunque yo no lo siento. Sudo a chorros frente a la taza humeante de un sancocho cargado de ñame.
—Más rato prueba mi sazón —me había anunciado casi una hora antes Sadit Sáenz, la prima de Víctor Contreras, mientras tasajeaba con un cuchillo de cocina una oreja de marrano sobre la tabla de picar.
La muerte del carnero
Un vecino, Ferney Madera, pasa a saludar a los Contreras. Es un mototaxista que gasta buena parte de sus ganancias en patrocinar equipos de fútbol. El sol cae pleno sobre la calle pavimentada. Las mujeres caminan con sombrillas, dos perros jadean bajo el alero de una casa, en alguna parte truena un vallenato de Peter Manjarrés. Hace rato era Diomedes Díaz. Aquí no se oye otra cosa.
—Ahora mismo debe estar por los 39 grados a la sombra —dice Wilson Contreras, quien trabajó con la EPS Indígena y ahora es concejal de Chinú. Su principal proyecto es iluminar el estadio municipal.
—Imagínate —prosigue Wilson Contreras—: esos muchachos... ir de este clima a jugar en Bogotá, con el frío que estaba haciendo ese día. ¡Muy guapos!
Ese día fue el 25 de abril pasado. Se jugaba la final del Campeonato Nacional de Fútbol Indígena en El Campincito. Bogotá amaneció gris, con la temperatura por los 12 grados y una llovizna casi imperceptible. Los zenú, ateridos por el frío, se enfrentaron al equipo de Caldas, conformado casi en su totalidad por indígenas embera. (La última raya del tigre Falcao)
En Chinú cuentan que esa mañana el territorio indígena de Córdoba y Sucre se paralizó gracias a la transmisión de Canal Capital. Al final, los zenú vieron perder a su equipo 2 a 1, pero igual celebraron con sancocho, música y aguardiente, y aún siguen hablando del penalti que, según ellos, el árbitro dejó de pitarles cuando el partido agonizaba.
El barrio donde viven los Contreras es uno de los más populares de Chinú. La mayoría de sus habitantes son obreros o desarrollan otros oficios rasos. También es uno de los barrios más alegres y más afiebrados por el fútbol. Han ganado doce veces el campeonato municipal, participan en cuanto torneo aparece, hablan de fútbol a toda hora y buena parte de la vida familiar está ligada a ese deporte.
—Cuando los muchachos juegan en las veredas, a veces nos vamos todo el día. Se le coloca la planta y un parlante al motocarro y llevamos una olla, la carne, las verduras y allá se busca la leña. Nos venimos por ahí a las 6:00 de la tarde, en caravana con las motos y con pitos. Vamos más de 50 personas —cuenta Fanny Meza Lozano, la mamá de Víctor Contreras.
Paradójicamente, Santodomingo no tiene cancha de fútbol. O al menos algo a lo que se pueda llamar cancha de fútbol sin que suene a sarcasmo. Después de almuerzo vamos con los Contreras a darle una mirada al lugar donde han jugado por generaciones los habitantes del barrio. Está ubicado a tres cuadras de la casa de los Contreras, en la parte posterior de las casas construidas a orillas de la vía que atraviesa el barrio. La cancha es un pedazo de potrero salpicado de cagajón de vaca. De hecho, Wilson Contreras lo llama el “San Ciro mierda de vaca”. Wilson tiene 58 años y allí jugaba de niño.
Cuando el monte se crece demasiado en este potrero, los hombres de Santodomingo lo rozan a machete y las mujeres los asisten con limonada, porque ellas también juegan allí. Sadit y Laudy del Carmen, la hermana de Víctor, hacen cuentas de haber participado en más de 20 torneos.
Tres chulos vuelan en círculo desde hace rato sobre unos matorrales donde se alcanza a ver el lomo de algunas reses.
—Vea, allá nació un ternerito. Los goleros están esperando para comerse esa cosa que deja la vaca —dice Víctor Contreras.
—La placenta —precisa el papá del goleador.
—Ajá, eso. La placenta. El ternerito ya tiene más de dos horas de nacido porque está paradito y está mamando —agrega el muchacho.
En el barrio corre el rumor de que en aquel inmenso potrero van a construir 400 casas de interés social. Ellos esperan que cuando eso ocurra les donen hectárea y media para construir una cancha de verdad, como la del estadio municipal, ubicado en la salida para Sincelejo.
De vuelta a la casa, le pregunto al goleador indígena por la suerte de los chivos que se ganaron en el campeonato de San Mateo.
—Los matamos y nos los comimos guisados —responde.
Entonces me explica que entre los zenú, los animales que entregan de premio en los torneos tienen una finalidad: fortalecer la amistad entre los jugadores, sus familias y los vecinos. Por eso llegan más de 50 personas a cada festín. A todos les toca su pedacito.
Fanny Meza Lozano, la mamá del 9 de la Selección Indígena, es la dueña del caldero Imusa, de 24 litros, en el que se hacen los sancochos colectivos. Y es la que sabe exactamente cómo se mata el chivo. Es espeluznante.
Víctor comienza a explicarme:
—Primero se guinda de las patas traseras…
Su mamá lo interrumpe.
—¿No sabe cómo se mata un carnero?
Está aterrada de que yo desconozca el procedimiento. En el Cauca he visto matar novillas, marranos y patos, pero chivos, jamás.
—No, ni idea —respondo.
La mamá de Víctor asume entonces el rol pedagógico:
—El carnero lo guinda de las dos paticas para que la sangre se agolpe en el cuello y en la cabeza. Si es macho se le cortan las bolas vivo.
—¿¡Vivo!?
—Sí, claro, vivo. Se capa, porque si no la carne sabe a orines y no se puede comer.
—Eso debe doler mucho.
—¡Hommmbe...! Hay unos animales que hacen ¡beeeee! Por eso lo capan con un cuchillo de cocina bien afilado, de esos de matar cerdos, para que sea rápido.
—El cuchillo tiene que estar bien afiladito —enfatiza el goleador.
—Después lo degüellan y lo dejan colgadito para que bote la sangre.
—¿Y demora mucho el carnerito así?
—No, hombe, como diez minutos. Eso es rápido, el carnero comienza a patalear hasta que se queda quieto. Después lo pelan así guindado para que la carne no se llene de pelo. ¡Y ya! Lo rajan, le sacan las tripas aparte y se lavan con limón. Hay personas que las preparan guisaditas. Hacen mondongo de carnero. La carne se adoba con una salsa especial de ajo, zanahoria, cebolla, cebollín... eso se licúa con gaseosa y una cerveza. No se le echa ni miga de agua, porque el carnero mismo suelta agua, y se prepara en un caldero a fuego lento. Queda un guisadito, un sudado. Es el premio que se ganan los jugadores aquí en los campeonatos.
El cuero se lo echan a los chulos porque es muy delgadito y no sirve para nada. Y no les cuento lo que hacen con los testículos del chivito, porque a mí se me erizaron los míos cuando escuché los detalles.
A Cervantes lo enloquecieron
Por lo general, al campeón también le dan trago y plata. Eso me lo confirmó al día siguiente Adalberto Villalba, el cacique del resguardo de San Andrés de Sotavento. En su oficina con aire acondicionado me explicó que ya tienen listos los 500.000 pesos, dos garrafas de aguardiente y los dos pavos que se llevará el campeón de un torneo de micro que se juega todos los sábados, de 4:00 de la tarde a 2:00 de la mañana, en una cancha cercana a la casa del cabildo donde se reúnen hasta 2000 personas a hacerles barra a los equipos.
—La otra vez dimos una novilla, y en Jején, una vereda aquí cerquita, fueron cuatro carneros grandes, de 50 kilos. Al otro día hicieron una fiesta y se los comieron. Aquí el fútbol es una fiesta. A los partidos sale toda la familia, los abuelos, los niños. Hay música, puestos de frito, cerveza. La pasan bueno —agregó el cacique.
Los seis jugadores del pueblo zenú escogidos por el Pibe para la Selección Colombia Indígena entrenan dos o tres horas diarias, de lunes a viernes, bajo la dirección del profesor Víctor Montaño, quien fue alumno de entrenadores de la talla de Francisco Maturana y Luis Fernando Montoya en una escuela para técnicos de fútbol en Medellín. Los fines de semana juegan partidos amistosos o descansan.
Víctor Contreras viaja esta tarde en su moto AKT-125 azul hasta el lugar de entrenamiento, en Tuchín, a media hora de su casa. El estadio está ubicado junto a un caño de aguas fétidas, en las afueras del pueblo. Es una cancha en regular estado, protegida por un muro de cemento y mallas metálicas. Tiene camerinos, un cuarto de aparatos para gimnasia y una enramada de paja de casi 100 metros de larga.
En pocos minutos llegan más de 20 jugadores, mayores y juveniles. La mayoría tiene rasgos indígenas muy marcados, pero algunos son mestizos, como Víctor Contreras, nieto de un barranquillero que llegó a vender pan en las calles de San Andrés de Sotavento y se casó con una indígena zenú.
El profesor Montaño presenta a los seleccionados: el arquero y cinco jugadores de campo, entre ellos Wílmer Cervantes. Montaño dice que Contreras y Cervantes podrían debutar hoy mismo en el profesionalismo.
Lo mismo piensan algunas personas vinculadas al fútbol que se han acercado a los muchachos y a los papás con cuentos de que los pueden poner a jugar hasta en Europa.
—¡Vuelven locos a esos pobres muchachos! Imagínese que el día de la final en Bogotá contra el equipo de Caldas, un tipo llamó a Cervantes a la malla del estadio y le dijo: “Yo soy representante Fifa y vine a verte jugar”. Ese pelado no aguantó la presión y se puso a tirar pelotas como loco. Jugó su peor partido —dice Montaño. (Sufrimiento y gloria: 5 documentales de grandes deportistas que hay que ver)
Por esa misma vía, el profesor Montaño perdió a su primer delantero.
—Era un indio grande, fuerte. Una mole. Venía de la ciénaga de Chimá. Tenía una patada de mula, como Valenciano. Solo vino a cuatro entrenamientos. Me contaron que un tipo le dijo: “No te pongas a perder tiempo con ese equipo que eso no va a llegar a nada. Mejor espérate que yo te pongo en el Deportivo Cali”. Allá está esperando ese pobre muchacho a que lo llamen —cuenta Montaño.
Al papá del goleador también le han endulzado el oído: que Jaguares, que el Independiente Medellín, que el Huila, que el Getafe…
—Nooooo. Toca ir despacio —dice Wilson Contreras—. Si el Pibe le ve condiciones, lo puede recomendar en algún equipo. Víctor es un muchacho sano. Entrena todos los días. No se toma una cerveza y siempre está con la familia.
Después de una controversia sobre cuántos taches tienen los guayos Nike originales, Víctor se pone a patear un balón con el otro delantero de la Selección Zenú, Luis Enrique Feria. Es menudo, de acentuados rasgos indígenas. Feria trabaja como jornalero en la vereda Flechas y pedalea tres horas diarias —ida y vuelta— para asistir a los entrenamientos. Le dicen Avispa desde que uno de esos insectos lo picó en un párpado después de que destrozó de un machetazo su panal cuando limpiaba un potrero. Avispa anda feliz. Cuenta que el alcalde del municipio, Eligio Pestana, le ofreció públicamente donarle una motocicleta durante el homenaje que le hicieron al equipo el día de su regreso al pueblo como subcampeón nacional.
Después del calentamiento, el profesor Montaño escoge dos equipos. Algunos curiosos se ubican bajo la enramada de palma para ver jugar a sus estrellas. Después de todo, aquí hay cuatro miembros de la Selección Colombia Indígena y otros tres muchachos que juegan el nacional Sub-20 con un equipo de Sincelejo.
Los curiosos solo hablan de fútbol: que la cancha donde entrena Jaguares es un peladero; que el volante número 5 de los zenú, un indígena grueso y metelón al que llaman Súper, también debería estar en la Selección Colombia. La práctica termina al cabo de unos 50 minutos. Esta vez, Víctor Contreras no hizo gol, pero puso los pases para las dos anotaciones con las que ganó su equipo.