Le propusimos al cineasta Lisandro Duque que les llevara el cine por primera vez a los habitantes de un pueblo alejado de las grandes ciudades y contara la experiencia. El resultado: este testimonio de un experimento fallido en arroyo hondo, bolívar, donde los “tiempos modernos” se anticiparon a Chaplin.
Valió la pena haber hecho un viaje a Cartagena, y desde allí salir en horas de la noche hacia Montes de María, para al final descubrir que las razones en que se motivó ese periplo resultaron muy distintas a las obtenidas. Y todo por una conjunción de equívocos de la que fui coautor, lo que por lo menos quiere decir que conservo cierto grado de inocencia.
Una semana antes, la joven periodista Juanita Monsalve, de SoHo, me había invitado a escribir una crónica sobre un acto demasiado importante y frente al cual no podía rehusarme: la exhibición de una película por primera vez en la historia de una comunidad.
El viaje iba a ser a Puerto Inírida, en el departamento de Guainía, adonde llegaríamos en avión para inmediatamente abordar una lancha que por uno de los varios ríos —esa zona se llama “la región de muchas aguas”—, nos llevaría, en media hora, hasta las orillas donde se asienta una comunidad, los caranacoas, que 118 años después del invento del cinematógrafo asistiría a la primicia de las imágenes en movimiento. La experiencia que estaba en vísperas de vivir me daba unas ínfulas simultáneas como de Lumière y Livingstone.
No obstante lo lejano de esa aldea, y a causa de que hoy en día es escaso un sitio en la Tierra —planeta del que tal vez forma parte Colombia—, que merezca considerarse remoto, incluido ese, muy para mis adentros yo dudaba de que todavía quedara alguien en este milenio que jamás hubiera visto aunque fuera un pedazo de proyección de una película.
Aun así, el preparativo era formidable, pues SoHo iba a tirar la casa por la ventana trasteando un proyector de cine, en 35 milímetros, lo que le agregaba a la travesía prevista —sobre todo al trayecto fluvial—, un aura demencial tipo Fitzcarraldo. Lo de la pantalla sí no me figuraba cómo iba a ser, pues era imposible tirar los chorros de luz contra una maloca, una construcción que no tiene paredes. Pero bueno, ahí se vería. No todo es susceptible de una planeación minuciosa.
Discutí con Ignacio Prieto, amigo y compañero de trabajo en la carrera de cine de la Universidad Central, documentalista y antropólogo, los títulos probables dignos de exhibirse en esa gesta inaugural. Barajamos, obviamente, Nanook el esquimal, de Robert Flaherty. Ese aborigen de Alaska, seguramente, significaría un factor de identificación cultural muy fuerte para los nativos de la comunidad en la que íbamos a cumplir ese rito de iniciación fílmica. También pensamos en Chaplin, sobre todo en La quimera del oro, para juntarle a la revelación del lenguaje la noción de la comedia, además de que en esas tierras hay minería. Por supuesto tampoco estábamos en un plan de ortodoxia como para que se nos ocurriera llevar La salida de los obreros de la fábrica, como en aquel 28 de diciembre de 1895, en París. De cine colombiano —y aunque no fue propuesta mía ni de Ignacio—, Juanita Monsalve me sopló que un funcionario del Ministerio de Cultura había sugerido Los niños invisibles, pero no, me dio pánico involucrar mi película en empresa tan ambiciosa, así que ni siquiera le dejé a la idea cobrar vuelo. Qué tal semejante despliegue, y que se me durmieran los espectadores. Mejor cualquier otra, aunque, por supuesto, cuando un pajarito me dijo que también sonaba El paseo 2 —no de parte de nadie de SoHo, advierto—, dije que esa menos, salvo que se llevaran a Dago o a Harold Trompetero para que alguno de ellos escribiera la crónica. Los cineastas somos unos egoístas, qué vaina.
Estaba en esas, cuando Juanita me llamó a informarme que no había cupos aéreos, ni de ida ni de vuelta, para las fechas asignadas, lo que malogró el proyecto. Yo había alterado mi agenda en función de los tiempos iniciales, y cambiar ese calendario me sometía a incumplimientos que no podía permitirme. No me arrepiento de esa rigidez, que ha sido una norma de vida de la que no me enorgullezco en absoluto. Y cuánto me agradecerían, si lo supieran, aquellos a quienes les llegué a tiempo a las citas en momentos en que me hubiera sentido mucho mejor estando en otra parte.
Juanita trató de convencerme de las nuevas fechas, para una semana después, pero no pude. Es increíble cómo es de fiel uno a sus tedios. Yo miraba por Google esos ríos del Guainía de los que me iba a perder, y se me iban las babas.
Para respetar las fechas ya pactadas y no dejar inconclusa la expedición que se coronaría con esta crónica, la que además ya estaba prevista en el cronograma de cierre, SoHo consultó entonces otros lugares ignotos en los que nunca antes de nuestra llegada hubiera sido vista una película, y seguramente en un comité de redacción alguien sugirió que ese lugar era Montes de María. Todo contribuía a que se celebrara esa elección: allí hubo una guerra dura, todos los grupos armados ilegales confluyeron en la zona otorgándole una reputación de inaccesible y dejada de la mano de dios. Aquí en Bogotá nos emocionamos fácil con los territorios vírgenes, y en pleno siglo XXI se nos inflama la fantasía selvática de igual manera que al decimonónico don Tomás Rueda Vargas, quien escribió que la civilización llegaba hasta el borde de la sabana, y que de ahí para abajo comenzaba la barbarie, pues esas eran tierras calurosas, en las que la gente sudaba mucho y el sudor era un acto de mala educación.
Iluminados, pues, por esa sapiencia geográfica y cultural, partimos hacia Cartagena la periodista de SoHo Juliana Mejía y este servidor. Y desde La Heroica, luego de dos días en un hotel en el que me la pasé mirando para el techo y “estudiando” telenovelas de Televisa, mientras Juliana organizaba lo del transporte, arrancamos en una camioneta hacia los benditos Montes de María. Juliana le decía “Mario” a Marcos, el chofer del vehículo, y a él eso le resbalaba, pues era un tipo de pocas palabras, lo que yo decidí atribuir —aunque se trataba de un cartagenero— al temperamento arisco que imprimen las tierras solitarias. Escasamente habló para decirme que eso no era Montes de María propiamente, sino una estribación. Y sí, aquello era mera sabana, por la que él nos movía a más de 100 por hora. Como quien dice, ni siquiera. Destino final: la comunidad de Arroyo Hondo. Del proyector de 35 podíamos desentendernos, pues un joven llamado Émerson lo llevaría desde El Salado, el mismo sitio donde Cadena y Juancho Dique, por órdenes de Carlos Castaño, desmembraron a machete y abrieron en canal a 66 campesinos en 1999. Pero de eso no iba a hablar, pues no soy de los que llegan a alguna parte, en visita de médico, a hacerle preguntas a la gente sobre temas nerviosos. Además, para mi decepción, entre lo poco que alcanzó a hablar Marcos, me quedó claro que El Salado estaba más distante de nuestro destino que este de Cartagena.
Ya en el terreno, no dejó de causarme extrañeza el que a pocas horas de la ciudad que tiene el festival de cine más antiguo de América hubiera un grupo humano que no conociera el reflejo de las imágenes en movimiento. Qué le pasaba a Salvo Basile, carajo. Pero eso lo asumí a favor mío, pues me seducía la posibilidad de estar viajando hacia un prodigio del atraso, a una especie de excepción inexplicable de la sociología, a un pueblo que mediante quién sabe qué virtudes había logrado esquivar las ventajas de la civilización. Aún me quedaban revelaciones pendientes en esta vida.
De repente empezaron a ponerse en evidencia algunas rarezas: el lugar no quedaba “a pocas horas” de Cartagena, sino a hora y media, pues su distancia de esa capital es de 73 kilómetros, 80 % de los cuales son una autopista que hasta fragmentos de doble calzada ofrece. Arroyo Hondo resultó ser no un “asentamiento” fortuito sino un municipio antiguo, fundado en 1791 por pobladores afros. Un palenque con himno heroico de esclavos que rompieron sus cadenas.
Ya entrado en gastos morales, quise íntimamente que el trecho final hacia el pueblo, unos 20 kilómetros sin asfaltar pero perfectamente transitables, significaran que estaba llegando a tierras incultas. Atrás quedaba una arteria luminosa y bien señalizada, por cuya berma trotaban esos vestigios buenazos de un mundo rural anterior: los burros con sus jinetes sin ninguna agenda.
Un gato montés pardo, del tamaño de un beagle, se nos atravesó en la vía y quedó hipnotizado ante las farolas. Pero Marcos frenó con buenos reflejos y la pequeña fiera se devolvió por donde había venido, luego de mirarnos asustado desde sus dos bombillos. Un kilómetro más adelante, fue una zorra la que cruzó la vía. Me bastó esa fauna para decidir que estaba en zona originaria, en pleno límite de la naturaleza. Para ayudarme a la certeza de que Arroyo Hondo era inexpugnable y que por lo tanto el cine no había sido descubierto.
Finalmente entramos y lo primero que vi fue un televisor prendido en la sala de una casa. Qué debacle. Qué fracaso el de esa pequeña expedición emprendida para mostrar el advenimiento del cinematógrafo. Si mucho, íbamos a refundar el séptimo arte. Al fondo, frente a la iglesia, una muchachada afro, muy linda toda, de entre 10 y 12 años de edad, ocupaba un centenar de sillas Rimax. Nos bajamos, y mientras Juliana se reportaba ante Émerson, “somos los de SoHo”, y le entregaba una tela enorme que había comprado en Cartagena para armar la pantalla, ocupé un asiento en la única tienda, bastante grande, diagonal del punto donde nuestro contacto había dispuesto un proyector de DVD.
En cuestión de segundos me rodearon todos esos pelados, averiguándome muy afectuosamente quién era.
—Soy periodista —les dije e inmediatamente les pregunté como un idiota—: ¿Ustedes han visto películas aquí?
—¡Claro! —respondió todo ese orfeón—. Cuáles, a ver, los oigo —les pregunté. A lo que empezaron entre ellos a disputarse la palabra:
—Yo tengo en la casa la saga completa de Crepúsculo —dijo una. —¿Y es que eso es una saga? —le repliqué. —Claro, hay Crepúsculo 1, Crepúsculo 2, y así, hasta cinco.
Sabían más que yo. Ellos eran los que me estaban enseñando el cine a mí. Y siguieron: ¡El Rey León!, ¡Buscando a Nemo!, ¡La chica de fuego!, ¡El despertar del diablo! Y dele con los títulos, como 15.
—¿Y cómo han visto todo eso? —dije, defendiéndome de semejante ataque, escuchándoles varias respuestas: —Las trae mi papá de Barranquilla...
—Las bajamos por YouTube...
—Pues por HBO…
Bueno, decidí, por lo menos voy a fundar aquí un cine arte, y voy a exhibirles lo más arqueológico que les trajimos: al Chaplin de Tiempos modernos, pues La quimera del oro era para Puerto Inírida. Hice un preámbulo, brevísimo, a ese auditorio agradecido y hermoso de cien niños, y echamos a rodar la película. Pero los subtítulos resultaron en inglés, y por más que el pobre Chaplin se empeñaba en arrancarles carcajadas, la sardinería empezó a distraerse. Algunos sacaron sus celulares y se aplicaron al chateo.
Desesperado, y cual profeta de una religión empeñado en el poder de la imagen más que en el de la palabra —traición en la que incurrí solo por salvar a Charlot—, les pedí que miraran con juicio la pantalla que yo les juraba que no demorarían en reírse. Pero nada. Entonces una chiquita de la primera fila, que sintió pesar de mí, propuso: “¿Y por qué más bien no pone una de Cantinflas?”, con lo que logró que el resto de asistentes pronunciara un “¡Sííííí…!” estruendoso.
“¡¿Qué…?!”, fue mi respuesta. Émerson, nuestro contacto en Montes de María, el joven llegado de El Salado, viéndome al borde del colapso, me dijo: “Señor, si quiere yo tengo aquí El circo, de Cantinflas. Casi lo abrazo, y le pedí: “¡Arranque, hermano, póngala!”. Y se salvó la patria.
Hasta yo vi una parte, repantigado como un abuelo en una mecedora. A las diez de la noche, un niño me despertó con un “señor, la película ya se acabó, muchas gracias”. “Hombre, de nada, fue con mucho gusto”, y me puse de pie. Las sillas estaban vacías. Ni siquiera alcancé a fundar el primer cine foro de Arroyo Hondo.