Cuando me desperté el 1 de junio de 2009 en la casa de un amigo en Río de Janeiro, pensé: “Me hubiera devuelto ayer a París como lo tenía planeado, pues con esta lluvia no voy a poder salir ni a la esquina”.
Pero cuando prendí mi celular supe que algo muy grave había pasado: tenía más de 30 llamadas perdidas de mi familia, mensajes de voz desesperados y una cantidad de correos de mis amigos preguntando si estaba bien, si me había subido al avión que, unas horas antes, había desaparecido en el Océano Atlántico con 216 pasajeros y 12 tripulantes.
El viaje a Brasil lo hice con un amigo de la oficina. Los dos trabajábamos en Air France e, irónicamente, mi cargo se llamaba mánager de seguridad y calidad, aunque no en la división de vuelos comerciales sino para la de carga. Como éramos empleados de la compañía, teníamos la opción de viajar de forma ilimitada, simplemente cubriendo el costo de los impuestos. Lo que uno hacía era reservar su cupo y llegar al aeropuerto para ver si había disponibilidad en el avión, y si había, lo montaban a uno. Ese vuelo no iba lleno, así que lo más seguro es que nos hubieran dejado subir.
El viaje había empezado el 22 de mayo y desde que lo planeamos teníamos reservado el regreso a París —donde vivía por esa época— en el vuelo 447 de Air France que salía de Río de Janeiro. Pero un día antes del regreso cancelamos la reserva en ese vuelo y la cambiamos para el mismo trayecto del día siguiente, pues queríamos aprovechar un día más con un grupo de amigos que tenemos allá.
El avión que se accidentó salió de Río el 31 de mayo a las siete de la noche, y unas seis horas después cayó en el mar. Como el accidente ocurrió en la madrugada del 1 de junio, cuando nosotros nos levantamos ese día no teníamos ni idea de lo que había sucedido. Luego de lo del celular, prendimos la televisión y nos enteramos de todo. Como éramos empleados de Air France, lo primero que hicimos fue llamar al aeropuerto para ver si podíamos ser útiles en algo. Hablo francés, pero no domino el portugués, por eso nos dijeron que, en ese caso, no podíamos ayudarlos. Sin embargo, decidimos irnos al aeropuerto para ver qué podíamos hacer.
La escena que se vivió en el aeropuerto nunca se me va a olvidar. Cientos de personas —familiares y amigos de los pasajeros— estaban desesperadas por obtener más información. Muchas lloraban, otras insultaban a la gente de la aerolínea y otras callaban a la espera de alguna noticia, pues aún no se sabía si había sobrevivientes. Eso era lo peor: la incertidumbre que reinaba.
Llegamos a las oficinas de Air France, y cuando nos dimos cuenta de que no íbamos a ser útiles sino que, por el contrario, podíamos incomodar, decidimos tomar el siguiente vuelo a París. En caso de accidente no se cancela ningún otro vuelo y, por supuesto, van desocupados. Me subí tranquila, primero, porque no le tengo nada de miedo al avión; segundo, porque por mi trabajo sé que cuando ocurre una eventualidad como esa, los vuelos que siguen siempre se hacen con los mejores aviones y los pilotos más capacitados, y, tercero, porque, por simple probabilidad era imposible que dos aviones de la misma aerolínea, en el mismo trayecto, se cayeran en menos de 24 horas.
Recuerdo que los tripulantes de vuelo estaban conmocionados, pues algunos eran amigos personales de los que, en ese momento, estaban desaparecidos. Cuando llegamos a París, una cantidad de periodistas nos atajó a la salida del avión. Todo el mundo quería saber qué había pasado, pero nosotros no teníamos mucha información que ofrecer, solo que estábamos felices de estar vivos, que la suerte nos acompañó y que éramos de los pocos sobrevivientes.