Estadios enteros corean su nombre, pero pocos en el país han oído de él. Esta es la historia del colombiano goleador de las ligas de Myanmar, Vietnam e Indonesia, quien acá nos cuenta cómo es ser ídolo al otro lado del mundo y desconocido en su tierra. Édison Fonseca, futbolista colombiano.
El fútbol me ha llevado a visitar cerca de 50 países —46, para ser exacto—, a conocer numerosas culturas y a vivir experiencias que jamás imaginé posibles, aunque poco tienen que ver con el hecho de ser futbolista: desde comer carne de perro hasta degollar cabras. Definitivamente, la vida en países asiáticos y de Oriente Medio es única. ¿Ser goleador en el fútbol de allá? Eso también es único.
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Esta historia empieza en Colombia, en mi natal Cartago, Valle del Cauca, donde a los 5 años me enamoré del fútbol y, rápidamente, me destaqué como delantero. Me la pasaba cerca del arco rival, y de ahí no me movía nadie. Fue así como, tras jugar un torneo nacional de primera C, a los 15 años firmé mi primer contrato con un equipo de primera categoría y debuté como profesional en el Deportivo Pereira, donde estuve tres años… tres años llenos de altibajos. También estuve en varios ciclos de la Selección Colombia Sub20, cuando el técnico era Reinaldo Rueda, y creo que por eso llegué al poderoso Atlético Nacional, donde no tuve muchas oportunidades. Pasé por el Deportes Tolima, luego por el Cobresal, de Chile, y volví a Colombia para hacer parte del Cúcuta Deportivo, que acababa de llegar a la semifinal de la Libertadores, pero el técnico y yo no nos entendimos, así que me tocó buscar nuevos aires.
Debía empezar de ceros y quería demostrar que aún me faltaban muchos goles por meter, así que acepté una propuesta del club Alianza de El Salvador. Allá metí 12 goles en 16 partidos, una cantidad significativa que catapultó mi paso al fútbol asiático. En ese momento no conocía bien ninguna cultura de Asia, por lo que me entró algo de miedo, me puse nervioso. Afortunadamente, mi familia me apoyó y tomé el riesgo de jugar en el fútbol de Indonesia.
INDONESIA: EL ATERRIZAJE FORZOSO
Primero llegué a Indonesia, al Pelita Jaya FC de Karawang, una ciudad pequeña a unos 40 kilómetros de Yakarta, la capital. Indonesia es un país increíble, el cuarto más poblado del mundo, donde casi el 90 % de la población es musulmana. Se ve mucha pobreza, y las calles, siempre sucias, viven plagadas de motocicletas: manejar allá es un peligro. La gente es muy cariñosa y respetuosa, pero el idioma indonesio es bastante complejo. A mí me tocó manejar la situación con algo de inglés y con la ayuda de un traductor que tenía el club. No duré mucho en esa liga: apenas estuve doce partidos porque llegué cuando la temporada ya había iniciado. De entrada, me sorprendió la pasión de la gente de allá por el fútbol. Es igual que en Suramérica: hay barras bravas, todos cantan, alientan, y a uno le reconocen el esfuerzo. Yo sabía que en Colombia quizá pocos conocían mi nombre, pero eso no me afectaba. Así fuera tan lejos de mi país, estaba haciendo lo que más me ha gustado siempre: jugar fútbol, hacer goles.
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En Indonesia no renové mi contrato, pero tenía clarísimo que mi carrera debía continuar en Asia. Ya me estaba acostumbrando a ese estilo de fútbol: veloz, técnico, de transiciones rápidas. Sentía que tenía mucho para aportar, y así, mi próximo destino, en enero de 2011, fue Irán.
IRÁN: LA PESADILLAM
Me habían contado que la liga iraní era competitiva, y además, el mediocampista caleño Carlos ‘el Caliche’ Salazar estaba jugando allá. Llegué al equipo Mes Kerman de la ciudad de Rafsanjan, que tiene aproximadamente 140.000 habitantes. Yo estaba contento, con ganas de seguir haciendo goles, pero todo —absolutamente todo— salió mal
El representante portugués que me llevó a Irán me había asegurado que mi contrato era por seis meses. A mí me pareció prudente que fuera corto, para tener opciones de finalizarlo o renovarlo pronto, pero el club manejaba otra información: a ellos se les había dicho que yo llegaba por dos años, y por ese negocio ya le habían pagado 250.000 dólares al empresario. Cuando intenté contactarlo, él ya se había ido del país. Y cuando le pregunté por mi caso al presidente del club, me dijo, tajante, que debía cumplir el contrato completo. No contento con eso, retuvo mi pasaporte para asegurarse de que yo no me fuera a volar.
Yo no quería seguir ahí. El fútbol era lo de menos. Me habían engañado y me empezaron a tratar como a un criminal. Mi esposa, Vanessa, y mi hija, María Isabel, siempre me acompañan a cualquier lugar al que vaya por mi carrera, pero lo que vivimos en Irán fue una tortura: casi no dormíamos de la angustia, no podíamos viajar a ninguna ciudad por lo del pasaporte y nos costaba mucho trabajo comunicarnos con las personas que debían solucionar el problema, pues la mayoría solo hablaba árabe. Nos sentíamos secuestrados.
Vanessa casi no salía del apartamento, las pocas veces que lo hizo le tocó ponerse el hiyab, ese velo que debe cubrir toda la cabeza, por respeto y religión. Además, ella, por la misma religión, tenía prohibido hablar con desconocidos. Yo, cuando podía, me iba para un café internet desde donde llamaba a la Asociación Colombiana de Futbolistas Profesionales (Acolfutpro) y a los abogados de la Fifa en Suiza. Ellos, con una respuesta tibia, me aseguraban una y otra vez que mi caso estaba en estudio.
Mientras tanto, me tocaba ir a entrenar y a jugar. Fue duro. Además, las costumbres en Irán son muy complicadas. Por solo mencionar algunas cosas: no se puede salir en pantaloneta, en las piscinas no se puede compartir con mujeres y la música es privada: nada de ponerles una canción a los compañeros o ir bailando por ahí. En las concentraciones del equipo, tocaba orar tres veces al día: a las 5:00 de la mañana, a las 3:00 de la tarde y a las 6:00 de la tarde. Y lo más fuerte de todo: antes de los partidos nos traían un par de cabras y entre todos las degollábamos para limpiarles el alma, según dictaba la tradición. Por suerte, mi caso finalmente tuvo solución un par de meses después, cuando la Fifa pidió al equipo devolverme el pasaporte y liquidar mi contrato. Eso sí, el club me obligó a firmar una cláusula en la que yo aceptaba no cobrar unos salarios que me debían, hacerme cargo de mis tiquetes de salida del país y pagar por mis propios medios una operación de rodilla que tenía pendiente. Fue un desastre. Por fortuna, de ahí pasaría a la liga de Vietnam.
VIETNAM: LA CONSOLIDACIÓN ASIÁTICA
Luego de pasar un tiempo en Colombia, un empresario holandés me contactó y me propuso jugar en Vietnam. Otra liga exótica, otro idioma nuevo e inentendible, otra cultura milenaria por conocer. Allá la primera división es muy competitiva: uno juega con brasileños, argentinos, italianos, españoles… Por eso, a mí me gustó la idea.
Llegué al Navibank Saigon FC, de Ho Chi Minh, la ciudad más grande del país. Me adapté de una. Me di cuenta de que los vietnamitas habían logrado dejar atrás 50 años de guerra. Tienen un país hermoso y tranquilo, con tantas motos como Indonesia, pero con una cultura basada en el respeto. Hay ciudades, como Hanói, la capital, en las que uno siente que está en Europa. Y lo mejor: el fútbol les encanta.
El equipo pasaba por un buen momento y mi llegada cayó bien. Empecé a ser titular y a meter goles de local y de visitante, de cabeza, con la derecha y con la izquierda. Definitivamente, cuando uno está en racha, está en racha. Jugamos la Liga de Campeones de la Confederación Asiática de Fútbol, que es algo así como la Libertadores de acá, y en seis juegos anoté ocho goles, ¡una barbaridad! Fui el goleador y estuvimos cerca de llegar a la final.
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Pero si bien las cosas me salían en la cancha, con la comida no me iba tan bien. En especial porque allá todo animal que se mueva va a la sartén. Una vez, en un restaurante, pedí algo que pensé que era arroz con pollo, pero realmente era carne de perro. Otro día, en plena concentración, probé un pescado que se veía muy rico, pero me cayó pésimo: a los cinco minutos empecé a sudar como loco y un dedo en la mano izquierda se me paralizó. Yo estaba muy angustiado, pero mis compañeros solo se reían. Vine a entender lo que pasaba cuando el médico del equipo me comentó que me había comido un pescado venenoso. También me explicó que no afecta a los vietnamitas porque ellos tienen entrenado el cuerpo desde niños para comérselo. Lógicamente, me tuvieron que poner una inyección y estuve un par de días sin poder tocar un balón. Después de eso, me llegó una oferta de otro fútbol desconocido, el de Myanmar.
MYANMAR: LA GLORIA
Después de esa exitosa temporada en Vietnam, me fui a Myanmar, también conocido como Birmania, un país budista en el sudeste asiático que por mucho tiempo sufrió una dictadura militar y que hoy, poco a poco, se recupera. También está plagado de cultura y, cómo no, de fiebre futbolística. Uno realmente se sorprende con lo mucho que quieren el fútbol en Asia. Llegué al Yadanarbon FC de la ciudad de Mandalay, la segunda en población con casi un millón de habitantes. El equipo, el juego, el torneo, todo me cayó como anillo al dedo: titular y gol en mi debut. Quedamos campeones del torneo local en 2014 y fui el goleador con 22 anotaciones en 18 partidos, ¡la mejor temporada de mi carrera!
Recuerdo que antes de un clásico, en plena oración, un compañero llegó tarde y con la cabeza rapada. Eso lo hacen en honor a los Bhikkhu, también conocidos como los monjes budistas, que suelen tener el cráneo pelado. Al saltar a la cancha, yo le di un beso en la cabeza y todos quedaron sorprendidos: pensaron que era una deshonra. Yo, por mi parte, lo vi como suerte, pues ese día metí tres goles. Con el Yadanarbon FC también disputamos la Liga de Campeones de Asia, y aunque no tuvimos un buen torneo, llevar el equipo a la copa más competitiva de todo el continente ya era un honor.
Hace dos años, me moví al Ayeyawady United FC, de Rangún, la ciudad más grande de Myanmar. Soy el único latinoamericano del equipo, pero eso ya no es problema: me acostumbré al fútbol de acá, vivo bastante bien y, sobre todo, reconocen mi trabajo, es decir, mis goles. La temporada actual apenas va por la mitad y tenemos un buen chance de pelear por el campeonato.
Ahora, después de recorrerme los países —y las ligas— más desconocidos, siento que estoy en el lugar adecuado. Sí, soy el goleador de las ligas exóticas, y no es casualidad: para eso he trabajado muy duro, para eso y para adaptarme a otras culturas. En Myanmar estoy anotando goles que da miedo, y de acá nadie me mueve… por ahora.