Una colombiana tuvo la oportunidad de cenar con Donald Trump poco antes de que se convirtiera en el nuevo presidente de Estados Unidos. El magnate quedó tan impresionado con su belleza que no solo la invitó a bailar, sino que le hizo una tentadora propuesta. ¿Quiere saber cuál fue?
Por curiosidades del destino tuve la oportunidad de compartir un par de horas con quien ahora asume una de las posiciones más importantes del mundo. En ese entonces era simplemente un millonario excéntrico sobre el que se hacían apuestas tontas: ¿tendrá peluquín? ¿A cuál de sus aprendices de reality show despedirá en el próximo episodio?
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Desde hace tiempo participo voluntariamente en comités que organizan eventos de recaudación de fondos para fundaciones en el sur de Florida. En un principio lo consideraba una causa noble, pero rápidamente me di cuenta de que en realidad son pantallazos sociales a los que la gente asiste para aparecer en revistas, desfilar carteras astronómicamente costosas y, cómo no, deducir impuestos gracias a sus aportes. Sin embargo, por lo general se cumple el objetivo principal: recaudar considerables sumas de dinero.
Hace tres años, organicé con mi amiga Ángela una gala benéfica para una fundación de niños autistas. La corporación Trump participó de manera indirecta, pues nos rentó a un precio muy cómodo el salón principal del club privado de su jefe, el mismísimo Donald Trump, en West Palm Beach. Mar A Lago es el sitio perfecto para atraer a señores ricos que quieren mostrar a sus señoras, que a su vez quieren mostrar su estiramiento facial y su nueva cartera Hermès.
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Sin que nadie lo esperara, Donald Trump apareció. Estaba rodeado de su grupo personal de seguridad y seguido por miles de cámaras y luces. Apenas entró, se me acercó y me preguntó si yo era colombiana. Tras contestarle con un “¿por qué sabía?”, me dijo que las colombianas eran las mujeres más hermosas del mundo. Agradecí su cumplido y me fui a sentar a la mesa.
Minutos después, se me acercó un señor y me dijo al oído: “El señor Trump desea bailar con usted”. Yo le dije que por supuesto, y me llevó del brazo a la pista. El hoy presidente de Estados Unidos me esperaba, todavía rodeado de sus agentes de seguridad. Bailamos una canción animada que no daba pie para agarraditas.
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Después, cuando estaba terminando de cenar, se me volvió a acercar el tipo de antes y me dijo que Trump “quisiera que lo acompañara a comerse el postre”. Como ya no era en el salón de la fiesta sino en otro restaurante, invité a mi amiga Ángela a que fuera conmigo. Abandonamos la mesa y dejamos a su mamá sola con otros viejitos desconocidos.
Al rato llegó Trump y, al ver que no estaba sola, nos invitó a las dos a sentarnos en una mesa con unos jóvenes golfistas y el magnate árabe que los representaba. La velada, para desgracia del amarillismo, resultó bastante agradable. Yo, que hasta ahora no le he hecho venia a nadie, no me preocupaba por llamarlo Mr. Trump, sino que me dirigía a él con mi naturalidad de siempre y le decía simplemente Donald. Él me llamaba Laila, como lo hacen Ángela, mis familiares y mis amigos de infancia.
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Hablamos de Miss Universo. Le reproché esa rabiecita que le tenía a Colombia y que lo impulsaba a no coronar a ninguna candidata de nuestro país. Nunca me he quejado cuando me miro al espejo, pero su respuesta, más que coqueta, me la reservo para jugar de modesta. Aunque confieso que su halago me ruborizó un poquito y me subió todavía más la autoestima. Y a mis 37 años… Lo curioso es que ese año Colombia quedó Miss Universo.
También hablamos de sus proyectos inmobiliarios en Colombia, de la economía emergente de los países tercermundistas, de lo mucho que me aburre el golf, de todo lo que admiro a Obama y a su familia; le dije, incluso, que Obama era el hombre en la Tierra que más me gustaría conocer y que me sentía afortunada de haber vivido en Estados Unidos durante su gobierno.
Dos horas después, el mismo señor de siempre se le acercó a Ángela y le susurró al oído: “Su mamá está cansada y quiere irse”.
Así que muy cortés, el magnate le dijo a su jefe de seguridad que anotara mis datos, porque quería volver a hablar conmigo. Luego, me acompañó al auto, me abrió la puerta y se despidió como todo un caballero. Otro de los tipos de Trump me llamaría después para invitarme a tomar unos tragos con el ahora presidente. Eso ya me pareció demasiado y, muy educada, le dije que gracias pero no. Meses más tarde, me contactó Lewandowski, su primer jefe de campaña. Quería que me uniera a ella. Pero esa ya es otra historia.