De espantapájaros a mensajero, de mensajero a gran estrella y de gran estrella a encarnación de la decadencia, la vida de Diomedes Díaz fue desmesurada y desordenada. Luego de casi cuatro años de investigación, el mejor cronista de Colombia le cuenta cómo fue la vida del cantante vallenato.
1. Gracia y desgracia de un espantapájaros
Ese hombre que desde hace unos minutos se encuentra en la tarima, al lado del presentador, es idéntico a Diomedes Díaz: en la risotada chillona, en la gesticulación teatral. Sin embargo, es difícil hacerse a la idea de que, en efecto, es él, debido a que presenta cambios notables. El rostro está enmarcado por una barba selvática que distorsiona sus facciones. La melena revuelta y el bigote tosco partido en dos mitades espaciadas, como el de Cantinflas, le confieren el semblante de un condenado que acabara de escaparse de su mazmorra. El hecho resulta absurdo: Diomedes Díaz lleva casi un año huyendo de la justicia. No tendría ninguna lógica que se hubiese atrevido a abandonar su escondite, donde es intocable, para exponerse a ser capturado en esta plaza pública repleta de policías. En todo caso, el tipo se parece mucho al cantante: en su pronunciación cantarina, en sus ademanes grandilocuentes. (Entrevista al odontólogo de Diomedes (o la historia de un diente de diamante))
La escena transcurre en Badillo, pueblo agrícola en el que se celebra, desde hace tres días, el Festival del Arroz. El lugar se encuentra a unos treinta kilómetros de Valledupar, la meca del folclor vallenato. Es una noche de junio de 2001. Muchos espectadores siguen desconcertados, acaso porque no entienden cómo es que un artista tan vitoreado y tan perseguido aparece de pronto entreverado con ellos en esta feria menor. Pero, a fin de cuentas, ¿sí será Diomedes Díaz? Está vestido de un modo que jamás se le ha visto en ningún otro escenario público: con una pantaloneta que deja al descubierto sus muslos flacos y unas alpargatas indígenas. Se ve desaliñado, empobrecido. De repente, el supuesto Diomedes toma un micrófono y dice que su vida no tendría sentido sin el cariño de sus seguidores. Él canta es por ellos, añade después, enfático, mientras se golpea el pecho con la palma de la mano derecha. En seguida, arqueando el tronco hacia atrás, como para gritar con más fuerza, suelta uno de sus estribillos inconfundibles.
—¡Con mucho gustoooooo!
El animador aclara de una vez por todas que no se trata de una alucinación. El hombre que acaba de hablar —agrega, con esa voz estrepitosa típica de los locutores de bazar— es nada más y nada menos que El Cacique de La Junta, señoras y señores, el mismísimo Diomedeeeeeeeeeeeees Díaaaaz. Las cinco mil personas que están arremolinadas en la plaza largan un aplauso que parece interminable. Entonces el animador se explaya en una retahíla de elogios impetuosos para referirse al rapsoda del pueblo, el turpial que mejor trina, el chivo que más mea, el gallo que alborota el corral, el mandacallá de los cantantes. El público delira, ruge. Diomedes se dirige al otro extremo de la tarima, donde se encuentra el conjunto vallenato que participa a esta hora en el festival. Tambalea como si caminara dentro de una canoa en el mar. Se nota que, por la borrachera, se le dificulta mantenerse en pie. Sin embargo, se las arregla como puede para llegar donde el acordeonero y pedirle que entone Tres canciones, uno de sus temas clásicos. En seguida, sin ninguna concertación previa, el grupo comienza a tocar la pieza mientras Diomedes lanza un alarido:
—¡Ay, mujeeeeeereeees!
La multitud acompaña, enardecida, los primeros versos de la canción:
Hágame el favor, compadre Debe,
y en esa ventana marroncita
toque tres canciones bien bonitas
que a mí no me importa si se ofenden.
¿Qué hace el más celebrado cantante vallenato de todos los tiempos trepado en esta tarima de conjuntos principiantes? ¿De dónde salió y cómo llegó a este lugar? ¿No se suponía que andaba huyendo de la justicia que lo solicitaba por el homicidio de su amiga Doris Adriana Niño? Todas las personas que están en esta plaza saben que, en agosto del año 2000, Diomedes fue condenado como reo ausente debido a que había desaparecido de su casa en Valledupar. Desde entonces existen versiones contradictorias sobre su destino. Algunos habitantes de la región murmuran que se aloja en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, bajo la custodia de un escuadrón de paramilitares. Otros comentan que se refugia en una ranchería de indígenas wayúu en la desértica Alta Guajira, frente al mar Caribe, cerca al Cabo de la Vela. Varios noticieros de televisión han mostrado fotografías del cantante en la clandestinidad. En casi todas las imágenes Diomedes exhibe la misma catadura de ermitaño que se le ve esta noche aquí en Badillo: peludo, descuidado. Sin embargo, en esas fotos queda claro que, dondequiera que se encuentre, no está consumiéndose de tristeza ni humillado por su condición de hombre fugitivo. Al contrario, se emborracha con sus compadres, se atraganta de chivo guisado o suelta una carcajada colosal que deja al descubierto el famoso diamante que tiene incrustado en uno de sus dientes delanteros. En las fotos hay músicos endomingados, políticos distinguidos, banquetes generosos servidos sobre hojas de bijao, rondas de gregarios radiantes que baten las palmas. La conclusión forzosa es que Diomedes vive su vida de convicto en una farra permanente, sin pesares y sin remordimientos. Tal deducción es aún más lógica si se considera que, recientemente, los comerciantes informales del centro de Valledupar comenzaron a vender, como la gran novedad musical de la temporada, un disco compacto que contiene la canción inédita El tigrillo, grabada por Diomedes en una parranda furtiva en su escondite. (Los tres personajes más saludados en los vallenatos)
Oiga, primo Alejo,
tráigame el jabón
que me meó el tigrillo
y no aguanto el olor.
Tanto las fotografías como la grabación clandestina generan reproches. El comentario generalizado es que Diomedes Díaz se burla de la justicia colombiana. A estas alturas nadie cree que las autoridades realmente ignoren dónde se esconde, pues su paradero es la comidilla preferida de los chismosos de la comarca. Algunos dicen que lo han visto en la hacienda de su ex mánager y compadre Joaquín Guillén, ubicada en el caserío conocido con el nombre de El Alto de la Vuelta. Otros advierten que se oculta en su propia finca, llamada La Virgen del Carmen. Las malas lenguas cuentan que hasta se da el lujo de ir ciertas noches a Valledupar para dormir con su mujer, y que, en tales casos, franquea sin problemas los retenes del Ejército. En este punto los más suspicaces abren un paréntesis para recordar una historia que ocurrió a finales de 1999, cuando a Diomedes Díaz se le adelantaba el proceso judicial por el presunto delito de homicidio agravado. En vista de que padecía el Síndrome de Guillain-Barré —un trastorno del sistema nervioso—, fue exonerado temporalmente de la medida de aseguramiento proferida en su contra, y por esa razón no estaba en la cárcel, como ordena la ley, sino aposentado a placer en su propia casa. Pese a la enfermedad, por esos días se internó en un estudio fonográfico, donde grabó con el acordeonero Franco Argüelles su disco Experiencias vividas. Pues, bien: cuando cantó la canción Cabeza de hacha, Diomedes le envió al comandante regional de la Policía el más ruidoso y zalamero de sus saludos:
—Mi coronel Ciro Hernando Chitiva: ¡insignia nacionaaaaaaalllll!
Los más maliciosos se preguntaban si el comandante de la Policía se atrevería a capturar a Diomedes después de ese saludo tan efusivo. Pero, además, en los altos círculos sociales de Valledupar se sabía que el coronel Chitiva y Diomedes eran compañeros de parranda. En aquel diciembre de 1999 los funcionarios de la Fiscalía General de la Nación que manejaban el expediente intentaban verificar si la enfermedad del acusado era cierta o si se trataba de una coartada para evadir la justicia. En caso de que fuera lo segundo, la medida de aseguramiento recobraría vigencia y, por tanto, Diomedes sería trasladado de su casa al calabozo. A mediados del año 2000 un perito enviado a Valledupar por la Fiscalía conceptuó que Diomedes se encontraba en perfecto estado de salud. El Guillain-Barré, si acaso existió, era ya un asunto del pasado: Diomedes disfrutaba plenamente de su capacidad de locomoción. Había que ponerlo inmediatamente tras las rejas, como establece la ley. Justo en ese momento decidió escaparse, un gesto que no podía entenderse sino como un desafío a las autoridades judiciales. Entonces los malpensados recordaron el saludo de la canción Cabeza de hacha. La amistad entre el cantante sindicado y el coronel encargado de su arresto se volvió un tema inevitable en las habladurías callejeras. Nadie entendía por qué los escondites de Diomedes Díaz, frecuentados por romerías de parranderos, resultaban invisibles para los agentes de Policía del departamento del Cesar. La prensa nacional e internacional no tardó en referirse a esta situación anormal. El enviado especial de The Financial Times, James Wilson, publicó un reportaje en el que aseguraba que Diomedes se hallaba resguardado en su finca La Virgen del Carmen, localizada a unos cuarenta kilómetros de Valledupar. El columnista D‘Artagnan, quien normalmente escribía sobre cuestiones políticas, exigió en su columna de El Tiempo que Diomedes fuera apresado de una buena vez para que respondiera por el delito que se le imputaba. Pero quienes pensaban como él conformaban una parte reducida de la sociedad. La mayoría de la gente percibía la muerte de Doris Adriana Niño como un simple gaje de la parranda, una jugarreta del destino por la cual no se justificaba interrumpir la celebración que los tenía a todos tan contentos.
Tan contentos como lucen los espectadores esta noche en Badillo. Es evidente que entre ellos no hay nadie que quiera ver a Diomedes encarcelado. Ni siquiera los agentes que custodian la plaza, quienes en vez de echarle el guante disfrutan de su presentación como meros fanáticos. Y ni hablar del resto del público: muchachos que se extasían al verlo actuar, mujeres que se sienten tocadas por su canto. Los rostros de todos ellos indican a las claras que están dispuestos a perdonarle cualquier barbaridad con tal de que siga cantando. Y lo que Diomedes hace ahora, justamente, es seguir cantando. La canción que entona es una de las más celebradas de su extenso repertorio:
Para qué me quieres culpar
si tú eras para mí como agua pa‘l sediento
acaso no recuerdas ya
que me sentí morir sin la miel de tus besos.
Lo que sucede esta noche en Badillo es lo acostumbrado en los escenarios donde actúa Diomedes Díaz: los seguidores parecen más interesados en idolatrarlo a él que en regocijarse con sus canciones. Algunos se muestran alelados, los de más allá agitan sus pañuelos. En los conciertos de los otros cantantes vallenatos el público quiere divertirse, básicamente. Los asistentes cantan, tocan las palmas, brincan, bailotean. Pueden pasarse la noche entera sin mirar hacia la tarima donde se encuentra el conjunto, porque para ellos lo que cuenta es su propia alegría. Se entregan al deleite que produce la música y se desentienden del intérprete. En los conciertos de Diomedes, en cambio, el público necesita admirarlo a él. Miles de hombres y mujeres que se habían cuadrado para bailar quedan de pronto petrificados, como si el canto fuera un conjuro que les arrebatara el movimiento. Y se dedican a observarlo nada más. Maravillados, sometidos. Entonces, lo que antes era puro disturbio de los sentidos, gozo en su estado más primitivo, se convierte en culto pagano. Los concurrentes ya no son simples parroquianos en busca de esparcimiento para amortiguar el cansancio o brindar por sus logros, sino feligreses que se postran ante su Mesías. A menudo, los fanáticos pasan de la adoración sosegada, contemplativa, a las expresiones de idolatría más delirantes: una chica se arranca el sostén y lo lanza con fuerza hacia la tarima. Otra se quita el calzón y lo hace girar, desafiante, en su dedo índice levantado como el asta de una bandera. Un muchacho descamisado alza un cartel que tiene escrita la siguiente frase: "eres lo máximo, DIOSmedes". Una señora borracha se tira al suelo y se suelta el cabello. Un joven que conoce la devoción de Diomedes por la Virgen del Carmen carga una figura de la santa que mide más o menos metro y medio de alto. Otro, enterado de que a Diomedes le gusta la colonia Jean Marie Farina, le ofrece un frasco.
Ninguno de esos episodios extremos se registra esta noche aquí en Badillo. Entre otras cosas porque los habitantes no sabían que Diomedes venía. Lo que sí se ve, desde luego, es la misma veneración de siempre. En este momento la muchedumbre canta en coro con él.
Y hoy cuando de la nube te bajas
Es demasiado tarde, qué vaina
Pues ya no queda nadaaaaaaaaa
De aquel amor tan grandeeeeeeeee.
El fervor del público es motivado, en parte, por una característica de Diomedes que sus allegados definen como carisma. Es una capacidad única de hacerse notar en cuanto llega, de atraer a la gente. Según algunos de sus amigos más cercanos, se trata de un don innato con el cual Diomedes empezó a cautivar a sus interlocutores desde mucho antes de ser famoso. Los ejemplos abundan. Cuando Diomedes tenía nueve años desempeñaba el oficio más triste que le haya tocado realizar a niño alguno en la región: era espantapájaros. El periodista Luis Mendoza Sierra, su biógrafo y amigo, cuenta que en aquella época Diomedes se calaba un sombrero rojo, se calzaba unas abarcas hechas por él mismo con llantas viejas y se ponía una camisa manga larga de algodón. Con ese atuendo se paraba en la mitad del cultivo de maíz que le había sido encomendado por su patrón, y comenzaba a ahuyentar a cuanto pájaro se arrimaba a picotear las matas. Para no aburrirse en la inmensidad de aquel sembrado expuesto al sol bravo de La Guajira, el chiquillo cumplía su tarea a punta de música: hacía sonar un palo contra una lata vieja, mientras cantaba coplas compuestas por él mismo:
Yo llegué de Carrizal
porque me buscó Teodoro
pa‘ que viniera a espantar
perico, cotorra y loro.
Pericos que no me jodan
que no me jodan, carajo,
si se comen las mazorcas
me botarán del trabajo.
Según cuenta Jaime Araújo Cuello, otro amigo de infancia, la primera vez que Diomedes entonó esas coplas varios indígenas de la etnia wayúu que cuidaban una parcela contigua a la finca donde él trabajaba como espantapájaros se arrimaron a la cerca común y se dedicaron a contemplarlo, fascinados. Cuando el niño descubrió que lo observaban, se quedó en silencio. El mayor de los indígenas le dirigió la palabra. (¡Ay hombe! Escuche la versión vallenata de Game of Thrones)
—¡Hey, niño, sigue cantando!
El niño, malicioso, vio en seguida el camino que se le abría gracias a su voz cautivadora.
—Lo que pasa es que yo tengo hambre, indio. Si me das una totuma de café, canto.
De ese modo aprendió a defenderse desde temprano usando su canto como moneda de cambio. Un día lo trocaba por un trozo de panela, otro día por una ración de carne molida, después por una arepa, y así.
El canto fue también su talismán cuando la familia se mudó de Carrizal, donde él nació, para Villanueva. Entonces, a sus once años, era uno de los niños vendedores de fritos que merodeaban por el colegio del profesor Rafael Peñaloza. En los recreos, recuerda el compositor villanuevero Rosendo Romero, aquellos niños se tomaban en bandada el patio de la escuela. Diomedes tenía la costumbre de amenizar su venta entonando versos improvisados, lo cual entusiasmaba a la clientela. Así, mientras los otros niños necesitaban toda la mañana para deshacerse de sus fritos, Diomedes vendía los suyos en un soplo.
—A él se le vio desde pelao que tenía un gancho poderoso para jalar a la gente —dice Romero.
En 1975, cuando contaba dieciocho años, Diomedes se enseñoreaba con su magnetismo por las instalaciones de Radio Guatapurí, en Valledupar, donde trabajaba como mensajero. Había conseguido ese empleo con el único fin de dar a conocer sus canciones entre los cantantes y acordeoneros que frecuentaban la emisora. En aquel momento lo que más le impresionaba a la gente que se topaba con él eran sus zapatos de tonos vivos. Curiosamente, todos los zapatos que usaba eran del mismo modelo: solo se diferenciaban en el color: unos eran marrones, otros azules, los del día siguiente rojos. Los compañeros estaban intrigados: no entendían cómo se las arreglaba el mensajero para comprar tantos pares de zapatos con el sueldo mínimo que devengaba. Fue el locutor Jaime Pérez Parodi quien resolvió el misterio: el muchacho solo tenía, en realidad, un par de zapatos, pero para aparentar que tenía muchos los pintaba diariamente de un color distinto. Tal vez por pudor quería disfrazar su pobreza, dice Pérez Parodi. O tal vez suponía que para sus planes de ser cantante resultaba inconveniente mostrarse como un hombre necesitado. Lo cierto es que en aquella época los zapatos de Diomedes se robaban las miradas de todo el mundo.
—Pero eso sí —concluye Pérez Parodi—: puedes jurar que si el tipo hubiera estado en chancletas o descalzo, de todos modos hubiera llamado la atención.
Marciano Martínez, protagonista de la película Los viajes del viento y compositor, dice que Diomedes es dueño de un carisma que no tiene ningún otro cantante de vallenato.
—Si tú paras a Jorge Oñate o a Iván Villazón en esa esquina —explica— no va a faltar el que los reconozca y los salude. Pero tú sabes que el único que puede revolucionar el gallinero es el papá de los pollitos, y ese es Diomedes. Pon a Diomedes en esa esquina, y verás esta calle nublada de gente en menos de treinta segundos.
El compositor y folclorista Félix Carrillo Hinojosa apela a una metáfora para explicar el fenómeno: Diomedes no se hace sentir en la selva con el rugido autoritario del león sino con el trino armonioso del sinsonte. En vez de intimidar, encanta, pero ese encanto deriva, de todos modos, en una forma de poder. Cuando Diomedes canta, deslumbra, conquista, desarma, se impone. Su canto le sirve lo mismo para granjearse favores que para predisponer a la gente a ser indulgente con sus errores. Quizá por eso —reflexiona Carrillo— Diomedes se acostumbró desde muy joven a la idea de que la Tierra gira al compás de su canto.
—Yo ya perdí la cuenta de las veces que he dicho: a ese hombre no vuelvo a hablarle nunca más. Pero resulta que cuando me lo encuentro no solo le hablo, sino que hasta me dan ganas de darle un beso.
Esa es la misma indulgencia que manifiesta hoy el público de Badillo. A las cinco mil personas que rodean la tarima les tiene sin cuidado que Diomedes sea prófugo de la justicia. Están hipnotizadas, sencillamente, por el trino del sinsonte. Claro que aquí, en esta selva, también se sienten los rugidos intimidantes de los leones: varios paramilitares armados hasta los dientes se pasean por los cuatro puntos cardinales de la plaza, advirtiéndoles a los espectadores que por nada del mundo deben grabar a Diomedes, ni tomarle fotos, ni decir siquiera que lo vieron cantando en el pueblo.
***
Curioseo desde un automóvil los distintos sitios en los cuales se ocultaba Diomedes Díaz cuando andaba fugitivo. Me acompañan dos hombres cercanos a él: José Rafael Castilla Díaz, su sobrino, y Javier Ramírez, hermano de una de sus muchas ex amantes, una mujer con la que tiene dos hijos. En el centro de la carretera asfaltada veo una línea amarilla como un tajo y a los lados una vegetación estropeada por la sequía: zarzales, trupillos, ortigas, la flora típica de los parajes inhóspitos de esta región. El sol canicular nos anuncia la inminencia del desierto. Es enero de 2008. Esta es mi segunda travesía larga tras las huellas de Diomedes. El año pasado, por esta misma época, hice el primer viaje: entonces recorrí durante varios días, como lo he hecho ahora, un montón de lugares en los departamentos de Cesar y La Guajira.
Hemos transitado ya por las tres fincas que le servían a Diomedes como burladeros. Dos son de su propiedad: Las Nubes y La Virgen del Carmen. La otra —llamada El Limón— es de su ex mánager y compadre Joaquín Guillén. Las tres son fácilmente visibles, ya que se encuentran al borde de la carretera. Si uno sale en carro desde Valledupar llega a cualquiera de ellas en menos de dos horas. Todo el mundo en la región sabía que cuando Diomedes estaba prófugo vivía rotando permanentemente entre estas tres fincas. Sin embargo, acceder a él resultaba complicado debido a que contaba con la protección del Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Para visitarlo en sus guaridas durante aquel periodo había que pertenecer a su círculo íntimo de amigos y familiares. O ser un líder importante dispuesto a prometerle dinero o tráfico de influencias judiciales, a cambio de ser admitido en el Olimpo de sus parrandas. Me pregunto por qué las autoridades fueron incapaces de capturarlo en este territorio expedito, libre de montañas y boscajes.
Pasamos ahora frente al río Badillo, el mismo que fue inmortalizado por el compositor Octavio Daza en una canción preciosa grabada por los hermanos Zuleta. Se me viene a la memoria la fundación de Macondo, el mítico pueblo de Cien años de soledad: también este río se precipita por un lecho de piedras blancas y pulidas, aunque no tan enormes como huevos prehistóricos. Súbitamente, la naturaleza, que hace un rato era desértica, ha adquirido un verdor magnífico. Veo un cultivo de arroz, una plantación de palma, un estanque rodeado de garzas y una campiña recién podada que parece un campo de golf. Justo cuando empiezo a pensar que los paisajes de la región predisponen el alma para la música, oigo la voz de José Rafael, el sobrino de Diomedes. Habla con la cadencia melódica de los guajiros. Uno podría ponerles de fondo a sus palabras una caja y una guacharaca, porque evidentemente su modulación cantarina es ya el preludio de un paseo vallenato. Al divisar estos horizontes de postal y percibir las melodías que afloran en las conversaciones cotidianas de la gente, entiendo por qué en La Guajira y el Cesar el talento musical brota silvestre como la verdolaga. Sería absurdo explorar la vida de Diomedes Díaz sin detenerse a observar los crepúsculos y los ríos que definieron el derrotero de su voz. Porque a fin de cuentas él no es génesis sino síntesis de una cultura fundamentada en la riqueza oral y en la contemplación romántica del Universo.
A estas alturas del viaje me dan ganas de oír otra vez los clásicos en los cuales Diomedes celebra su entorno. Oír, por ejemplo, la canción de la montañita donde "hay un palo e‘ cañaguate", y luego la canción del cardón guajiro al que "no marchita el sol", y después la canción del arbolito que sembró tu padre en el potrero y que "es el fiel testigo de lo mucho que sufría por ti", y en seguida la canción de la tierra que "pa‘ calmar su sed y cerrar sus grietas necesita lluvia". Las oigo en la memoria, claro, y siento ganas de destapar una botella de whisky Sello Negro para brindar por los únicos tres asuntos que, según el poeta vallenato Luis Mizar, justifican una parranda: la salud de la familia, la felicidad de los amigos y cualquier otro motivo. A continuación, ya entrado en gastos, dejo que siga fluyendo la discografía de Diomedes. Me conmuevo al oír de nuevo Camino largo: bailando esa pieza, hace mucho tiempo, una muchacha de piel canela me juró un amor eterno que solo duró dos años. Ahora, traída a mi mente por la canción, la muchacha me renueva el juramento. Y al hacerlo se le forman en las mejillas los dos hoyuelitos que tanto me gustaban. Me pongo melancólico al escuchar Sueño triste, esa canción estupenda en la que el compositor Calixto Ochoa nos cuenta cómo fue que en una pesadilla vio su propio cadáver. Me digo que hay que oír después algo alegre. ¿Qué tal la versión en parranda de El cordobés, el merengue magistral de Adolfo Pacheco? Entonces me resuena en la conciencia el acordeón de Juancho Rois: qué merengue tan sabroso, carajo. Noto que mi pie derecho empieza a moverse por su cuenta, como si tuviera voluntad propia. Y descubro que estoy a punto de gritar a los cuatro vientos una frase típica de los parranderos de la región:
—¡Ay, Dios mío, con este disco cualquiera se bebe una plata ajena!
La historia de Diomedes era la historia de todos estos asuntos placenteros de la cultura popular: paisaje, magia, poesía, bohemia, sentimiento. Pero él la convirtió en un caso de página judicial salpicado de temas terribles: drogas, homicidio, paramilitares. Justo cuando habíamos caído rendidos ante la versión feliz del Quijote que sí pudo derrotar a los molinos de viento, el protagonista se nos volvió un antihéroe de vergüenza. Teníamos entre manos una leyenda romántica que nos servía, por lo menos, para ponerle una banda sonora bonita a nuestros conflictos de cada día. Eso nos hacía suponer que para consolarnos bastaba con abandonar de vez en cuando el territorio del drama para refugiarnos en el del canto. Pero aquello era un simple espejismo: hoy sabemos que no existe ninguna diferencia entre el país que anda de rumba y el país que se derrumba. El rapsoda que nos permite repetir en nuestra memoria ciertos amores ya extinguidos, el que perpetúa con su voz los soles que nos calientan y las lluvias que nos refrescan, el que universaliza nuestras costumbres, se transmutó en un bárbaro más. Siente uno ganas de entonar un "ay hombe" tristísimo por el curso que tomó esta historia.
Lo que dice José Rafael Castilla con su voz melódica es que, al parecer, después de llevar tanto tiempo amenizando parrandas privadas en la clandestinidad, Diomedes sintió que necesitaba cantar frente a un auditorio nutrido. Por eso se presentó en la tarima de Badillo. Es un hecho cierto —añade Javier Ramírez— que tomó la descabellada decisión bajo los efectos del licor, posiblemente contra la voluntad de los allegados que estaban con él en aquel momento. Los dos hombres me han revelado durante el viaje los detalles suficientes para recrear la escena de Diomedes en la plaza de este pueblo al que acabamos de arribar. El sitio en el que hace siete años Diomedes cantó su aclamada canción Amarte más no pude está invadido ahora por una gavilla de cerdos escuálidos que husmean un promontorio de estiércol. La música, la bendita música, suele exaltar realidades que, vistas a fondo, son pedestres. Supongo que eso era, sobre todo, lo que el público le aplaudía a Diomedes aquella noche de junio de 2001: su capacidad de magnificar, a través de esa voz bellísima, ciertas cosas de la puñetera vida que a la hora de la verdad son feas. En este sentido, cantar es corregir y, por tanto, curar. En la cotidianidad es triste, por ejemplo, ver cómo los indígenas de La Guajira, pese a habitar en un territorio rico en recursos naturales, viven en una situación penosa. Pero justo cuando uno se detiene a observar esa realidad, Diomedes se pone a cantar:
Compadre, yo soy el indio
que tiene todo y no tiene nada
trabajo para mis hijos
vendo carbón y pesco en la playa
yo soy el indio guajiro
de mi ingrata patria colombiana
que tienen todo del indio
y sin embargo no le dan nada.
Así, el problema se vuelve un asunto bailable. Muchas de las personas que siete años atrás estaban congregadas en esta plaza, seguramente eran conscientes de que Diomedes les había ayudado a convertir en canto lo que antes era desencanto. Y muchas de esas personas llevaban entonces un cuarto de siglo oyéndolo cantar. La música de Diomedes les había allanado el camino para seducir, enamorarse, copular, multiplicarse, amenizar sus bautizos, solazarse en sus cumpleaños, celebrar sus navidades, alimentar sus nostalgias. Luego estaban sus hazañas comerciales: en un país infestado de piratería, él había vendido veinte millones de copias y cosechado veinticinco discos de platino y veintitrés de oro. Mientras la recua de cerdos flacos corre espantada hacia uno de los rincones de la plaza, recuerdo lo que me dijo Guillermo Mazorra, productor de la Sony Music, cuando lo entrevisté en Bogotá: Diomedes Díaz es el único artista vallenato que podría pasar diez horas seguidas cantando solo éxitos, "sin repetir ni una canción". Y también recuerdo la hipérbole maravillosa que utilizó el productor musical Óscar Fabián Calderón para referirse a este tema:
—Cuando ese hombre estaba en su época de oro, primo, los discos que sacaba al mercado le sonaban hasta en las licuadoras.
Los cerdos se pierden de vista en uno de los callejones. Y yo lamento una vez más —ay, hombeeee— que la fábula del espantapájaros más gracioso de nuestra historia se haya convertido en una novela de horror.