Una noche de excesos en la heterogénea propuesta nocturna del distrito más rumbero de Buenos Aires, donde la cumbia y el reguetón conviven con el rock y los ritmos góticos. Bienvenido a la nueva cara del viejo barrio cool de la capital argentina, ahora convertido en una decaída zona de turismo barato y desenfreno etílico.
Palermo SoHo — Buenos Aires — Argentina
“Ay, sí, mi amor”, dice ella, la Tequilera, y él –el caraqueño Óscar, hoy residente en Buenos Aires– hunde la narizota entre los pechos de Melina, la Tequilera, que se dice “calieeeente”. Discursea la Tequilera sobre su pasado como actriz porno del subgénero gang bang a las órdenes de los popes de la magra industria local. Hoy devenida en promotora, la Tequilera se aprieta otro tequilita entre las tetas redondas, mientras que Isaac –que hasta la semana pasada esquivaba perdigones en las manifestaciones anti Nicolás Maduro y que está buscando trabajo para instalarse “por un tiempo más que largo”– jadea y dice: “Esto es lo que yo llamo ‘la magia’ porteña”.
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Eso dijo Isaac, pero fogoneado –eso sí– por los cuatro bares previos a los que lo llevaron de visita en esta propuesta de bar hopping tour, que incluye la degustación de alcoholes y experiencias “excitantes”. Estos contingentes masivos –guiados por emprendedores locales– le están cambiando la fisonomía al distrito más “rumbero” de la capital argenta, mi Buenos Aires querida. Ya es la sombra de lo que era, ¡Palermo!, hoy que la gentrificación (ese avance del desarrollo urbano y el consumo hacia zonas periféricas, luego relevadas por otras más lejanas) eligió desplazarse hacia el noroeste, hacia los barrios de Villa Urquiza y Colegiales, dejando a Palermo a la buena de Dios. (Noche sexy de Buenos Aires)
Hoy rigen los ecos for export en lo que ayer fue vanguardia culinaria y coctelera, en bares como Olsen o Kim & Novak. Claro que esto, a su vez, es muy interesante, por los matices que presenta su nueva escena diversa. En sus antros dominados por venezolanos y brasileños –que se aferran a “nuestra crisis crónica” como remanso ante sus estados de emergencia nacionales–, ya no se oye el pop ni el trance. Esto es puro pretty-dirty boy auténtico arengando: “¡Vamo’ a ser feliz, felices los cuatro!”. Y entonces, de pronto, me descubro junto a tres o cuatro señoritas, en la aún desierta pista del Palermo Club, donde se exige sentir –si no, fingir– un estado de ánimo bien arriba; ocupamos el centro de la pista (a las 0:00 horas), triste y solitaria pista, aunque para nosotros es como si estuviera en su clímax. Bocota de color de cactus y panza llena de cerveza negra, es Pamela quien pregunta:
¿Te gusta alguien de las aquí presentes?
Sin reacción, recibo en mi mano la palma de la más raquítica, la manito de Deborah –que está como ida después de tres cocteles Negroni–, y es el permiso que encontramos ambos para abandonar la conversación grupal tediosa y entregarnos a la melodía endorfínica de Sin contrato, de Maluma. Luego se suman a la ronda las amigas de Deborah, y entonces es dejarnos llevar y, tan exagerados, tan sobreactuados somos, que inducimos un pogo (baile a empujones) e involucramos a terceros que bebían en la barra, sin intención de participar, momento en el que una morruda señorita que hace minutos nos requisó, suspicaz, los bolsos cargados de papeles y libros pide –suave, tranquilamente– que por favor nos recatemos un poco.
No hay caso, de ahí en más el recuerdo de la mirada escrutadora de la guardiana nos descoloca y nos retrotrae a una escena disciplinaria que no se lleva bien con nuestro ideal de “noche”; las chicas quedan aburridas, arrojadas contra unas vallas; y con la fotógrafa nos fugamos por la tangente.
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Bienvenidos a Palermo SoHo: en la esquina de las concurridas calles Malabia y Gorriti, un pibe porta un gran cartel con un corazón rojo furioso y nos ofrece bendecirnos desde su “ministerio del amor”, si firmamos la planilla con nuestros nombres completos y el número del documento nacional de identidad, que recolecta en busca de una tropa de benefactores desinteresados. No especifica ni a quién responderemos ni a quiénes vamos a ayudar, e igualmente firmamos, porque queremos demostrar la intensidad en un acto eufórico –estamos con resaca– porque el barrio de la fiesta permanente nos contagió su tono crispado. Poco después –justo en la puerta de la Casa Polaca– unos darkies resultan tan simpáticos y entradores que contradicen el ideal social relacionado a su tribu: el ensimismamiento y la apatía. (Una noche en el Distrito Rojo de Tokio)
Nos reclaman que bajemos el ritmo de nuestra caminata y marchemos junto a ellos, y uno –un petiso– deviene claramente en el centro; discursivamente es muy explícito y desvergonzado cuando relata al grupo la noche de su desvirgamiento anal, ocurrido hace solo unos años, en el Parque Tayrona, región Caribe. “Un saludo al pueblo colombiano”, dedica cuando se le revela el destino de este artículo y después, estimulado por su propio tono procaz, se pone a hacer una mímica de sexo oral, arrodillándose a los pies de un compañero que se deja manso. Entonces, atribulados por esa imagen explícita, algunos apuramos el rumbo y dejamos a los darkies cubriéndonos las espaldas a unos 50 metros.
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La actual gestión municipal de Buenos Aires quiere ponerle a todo un empaque yankiófilo y brillante, pasado por el marketing publicitario, y entonces el antiguo Zoológico es hoy el políticamente correcto Ecoparque –de animales desmaltratados?, y a las fondas y bodegones del anciano Palermo los reemplazan los restós y los beers bars. Pero nadie ha podido vencer la encantadora y nauseabunda atmósfera del Salón Pueyrredón, sobre la avenida Santa Fe, a metros de la tradicional y lumpenizada Plaza Italia. Britney, una gorda desparpajada que admira al ícono pop al punto de haber adoptado su nombre, nos grita desde el centro del salón: “Despejen, conchas”.
Disfrutan, indómitas, Britney y su pareja ocasional de baile, Bettina, cuando a fuerza de remolinos y trombas dancísticas se quedan completamente solas, amas y señoras de la pista vomitada, y ni se apuran a levantarse cuando resbalan casi encima de los restos de algo que fue viscoso. Heterogéneo y plural, el Salón celebra la diversidad en sus desmadres y despojos, y alienta la convivencia del tanguero señor Rubén, de 70, con los seguidores teen de la banda No Somos Nada, gran revelación de la localidad de Remedios de Escalada, al sur del conurbano bonaerense. Ya perdimos a los darkies, arrebujados en la zona de los baños, y escapamos del aire pesado que se da ahí a las 3:00 de la madrugada, cuando en otros sitios no tan lejanos Buenos Aires recién se despereza e ingresa en el clímax nocturno, hecho de bocas y lenguas babeantes sobre las pocas opciones de tragos al infinito en bares como Beoir, Río, Soria, Caracas, el Podestá –los hits del distrito–: la caipiriña de maracuyá, el daikiri rojo, la margarita con jengibre y menta, con tanto azúcar y ron o vodka baratos, producen mareos en forma instantánea. (En Londres no se puede bailar)
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Hasta acá: el perreo desaforado sobre una botella, todas deteniéndose al ras del vidrio; la fuerza rítmica de un reguetón matizado por estos pantanos: menos sexy que obsceno, menos rozado que manoseado, menos cadereado que copulado. Las horas que pasaron fueron un frenesí de contingentes de tour insultándose en los cruces accidentales en plena calle; y fueron “chicas volcadas” en la puerta del Miloka Bar, donde cada noche de sábado hay más de tres trifulcas. Pero es suficiente con atravesar una calle ancha, la cicatriz que divide a Palermo SoHo de Palermo Hollywood –su versión coqueta y vip–, la avenida Juan B. Justo, para replicar lo que se siente en México DF cuando se deja atrás la Zona Rosa para ingresar, de golpe, en la Condesa: puros rosas fluorescentes y neones palpitantes, rubias teñidas y fortachones recién salidos de las clases de CrossFit –la gimnasia de moda– que pagan fortunas a los trapitos (cuidacoches) para estacionar en la calle. Viviendo a pura compulsión el derroche.
Hemos cruzado una frontera importante, y acá estamos gozando de las mieles de una fiesta moderna, donde la consigna temática es regocijarse al compás de los hits de los años ochenta, devueltos a un mundo pequeño y burgués que, unos pocos años atrás, no le tenía tanto asco al SoHo, ni se había corrido tan al noroeste porteño. Jessi, la anfitriona, cumple sus 40 a todo lujo, y los invitados piden ser inmortalizados ante la lente de la fotógrafa de SoHo, dándose ingenuos piquitos sin candor ni fuego. Entonces, suena en el parlante el tema Chipi chipi, de nuestro máximo ídolo rockero, Charly García: “Yo nunca fui a New York, no sé lo que es París; vivo bajo la tierra, vivo dentro de mí”. (Las drag queens que prenden la fiesta en Síndey)
Amanece un cielo limpio de nubes, para una extraña y seca Buenos Aires de un invierno templado. Es tan nítido a esta hora –tan abrupto– el contraste entre los empastillados que vuelven a las calles en busca de los after para seguir de fiesta y los ejércitos del alba, que se recuperan de la noche oscura; estos últimos son los “sin techo” que, desde hace algún tiempo, se replican en toda Buenos Aires –por supuesto, también, en los Palermos– y son síntoma del ensanchamiento de la brecha social. Van a la olla popular que los consuela, todos los domingos, antes del mediodía –van con tiempo para hacer la fila–, en los pórticos de las iglesias, donde los guisos de lentejas humean con lo básico –que es mucho–, mientras la “gente bien”, adentro, se confiesa y se redime ante los curas.
* Periodista y escritor argentino. Autor de La ciudad y el deseo; guía gay de Buenos Aires (Sudamericana).