A comienzos de los noventa puso a bailar a medio mundo con sus canciones. Se volvió famoso y millonario, pero renunció a su vida de lujos para dedicarse a Dios. Hoy, a Edgardo Franco su pasado le parece una cosa del diablo. Vive en un barrio pobre, alejado de todo. Hasta allá llegó un periodista de SoHo y esto fue lo que encontró.
Ala estrella mundial de reggae en español Edgardo Franco, El General, ídolo panameño e internacional de los amantes del meneo de cuerpos y las letras morbosas sexistas, no le interesan los lujos. El predecesor de Daddy Yankee vive entre pobres. Su casa queda entre la de un mecánico y la de una señora que tiene dos loras de cabeza roja y barre el patio con escobas de ramas y hojas. Tampoco le interesan los autos. Tiene una Range Rover vieja, con una cadena que ata una de las llantas a una cerca. Aparenta que nunca se mueve. Tampoco le interesa la música, ni las fiestas, ni las mujeres con senos enormes y culos de igual dimensión. A Edgardo Franco, según gente muy cercana, no le interesa nada de lo que presumen este tipo de artistas. (El día que naufragué en el río Orinoco y otras anécdotas memorables)
Edgardo Franco es el vecino que uno nunca ve. Se levanta de madrugada, sale muy temprano de la casa y regresa al anochecer. Su vida es un misterio notable entre sus vecinos. Si usted le consulta qué es de Franco al mecánico que vive a cinco metros de su puerta, no sabe. Tampoco saben la vecina propietaria de las loras de cabeza roja, ni la hermana de esta vecina, ni los niños que caminan por el lugar, y menos la propietaria del kiosco. Nadie sabe precisar dónde está El General y cuándo llegará a casa. Por ello, de Edgardo Franco se habla a través de anécdotas en el barrio donde vive, en Chiriquí, una provincia de Panamá que hace frontera con Costa Rica, donde desaparecen misteriosamente jóvenes en las montañas. Unos dicen que lo vieron con su hijo pequeño y que le regalaron unos huevos de gallina de patio. Otros, que les fue a leer la Biblia a sus casas. Otros más aseguran habérselo cruzado en un parque, a unos metros de su vivienda, donde los niños juegan a ser estrellas de fútbol. Los adultos lo recuerdan cuando cantó sus temas más sonados, por una causa social, un fin de año, en una plaza popular a orillas de la carretera, para la época que ponía a bailar multitudes y a Ricky Martin en Viña del Mar. Franco, a diferencia de los artistas de esta industria, vive del silencio.
Una calle de piedras y lodo conduce a la casa del ganador de más de 30 discos de oro, certificación que se otorga a quien vende miles de copias en todo el mundo. La casa de Franco es la más moderna de su comunidad, de cinco vecinos, y no tiene nada de espectacular, al menos desde afuera. Techo horizontal, ventanales industriales. Una puerta de metal conectada a un muro amarillo. Candados que se podrían romper con una piedra. No hay cámaras de seguridad. En el patio interno, un perro callejero ladra. El jardín tiene días sin ser arreglado. Las ventanas están protegidas por cortinas oscuras, verdes y ocres. Hay mobiliario en extinción, sillas, sobre todo. Detrás de la casa, se ve algo parecido a un bosque. Usted puede pasar todo un día llamando a la puerta y nadie atiende. Al artista que le gusta que le abran la puerta de las casas vecinas no le gusta que toquen la suya. Un día me atendió una señora que ayuda al padre del artista, don Víctor, en la cocina y la limpieza, y estaba muy incómoda con mi presencia, en medio de esa paz que es su barrio, donde la delincuencia se limita al robo de una gallina. Temblaba con una pluma y una hoja en blanco mientras me interrogaba. Me pidió el nombre. Se lo di. Mi celular. Le di mi teléfono personal. Mis intenciones. Soy escritor —le dije— y quiero conocerlo. Respondió: “No sé dónde está el señor Franco” y se fue. Nunca más la vi. Sin embargo, en el pueblo existen rumores que indican que la casa tiene ciertos bienes, televisores, una bañera especial y decoración asombrosa. Un comentario muy frecuente entre sus conocidos es que a El General le molesta que lo llamen El General. “No le gusta que le hablen de su pasado”, me dijo una vecina.
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En tiempos en los que la marca individual es una herramienta indispensable para que los artistas puedan comer, El General no quiere la suya. Tampoco quiere seguidores de Instagram ni de Facebook. Nada. Edgardo Franco prefiere el anonimato. Lo logró, en efecto. Desde que anunció su retiro, en 2008, hasta hace pocas semanas, estuvo desaparecido del mundo que le presta atención a Trump. Ese día supimos por qué le dijo a un diario que su éxito era un proyecto del diablo y que, por cierto, no le interesaba más.
Edgardo Franco intenta escapar de su pasado hace más de una década. Pero su pasado es enorme y sigue muy presente en su día a día. El General era amigo de Celia Cruz. Se hizo famoso en Estados Unidos y Europa cuando Nicky Jam era nada. Es un clásico de las fiestas en Panamá —y en muchos países de América Latina—. Favorito de las emisoras populares, sus videos en YouTube siguen acumulando visitas. Sus coros machistas los cantan indígenas, negros, blancos, ricos, pobres, quien sea. A El General, en Panamá, lo conocen como conocen a Rubén Blades o a Roberto ‘Mano de Piedra’ Durán: como a un hermano. Y lo tienen en el púlpito de leyendas vivas. Le conocen sus movimientos de cadera, sus uniformes militares que usaba para los conciertos, su debilidad por las mujeres, sus cortes de pelo con figuras geométricas o con rulos. Saben que es de Río Abajo, un popular barrio afrodescendiente de la capital de Panamá, donde inició su carrera, que luego desarrolló en Brooklyn, Nueva York.
Uno se puede esconder de todo, menos de los vecinos. Un pasajero de un taxi que nos lleva a Los Anastacios, la comunidad donde vive el artista actualmente, se ríe porque hace unas semanas El General estaba en casa de su padre estudiando la Biblia y le dijo: “Vaya, si aquí está el rey del Pum Pum”. Acá se sabe que le incomoda su pasado y que guarda un silencio de malestar cuando le toman del pelo con él. El taxista me dice que cuando lo ve, le canta: “Muévelo, muévelo… Para joderlo, tú sabes. Pero lo queremos”. Una señora de la comunidad me había dicho que en ocasiones los jóvenes le ponen su música con alto volumen cuando lo ven caminando. Tal vez El General logró huir de su éxito para el público internacional, pero no se puede librar de sus vecinos.
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Los artistas se transforman. Por ejemplo, Giovanni Papini, el italiano autor de Un hombre acabado (“Yo nunca he sido niño/ No he tenido infancia”), que pasó de ser ateo a católico radical. El caso de Edgardo Franco es algo parecido: pasó de ser la encarnación del macho sensual latinoamericano, un héroe de la reivindicación afrocaribeña, a un hermano en una congregación de los Testigos de Jehová. Pero antes de su fama tuvo un pasado religioso, de niño, con evangélicos, como cientos de panameños que viven en los barrios donde no hay rascacielos y se crece entre la inmundicia y la violencia. El General está hoy de vuelta en su camino inicial, profundizando su acercamiento con Dios y dejando atrás su época de fama, que para su vida actual sería como el diablo. Una época oscura de despilfarro, de contratos con disqueras internacionales y gasto en casinos y prostíbulos. Una época en que fue empresario de discotecas costosas que quebraban y en la que llegó a acumular millones de aplausos que ya no le gustan. (Los tres personajes más saludados en los vallenatos)
“Nunca lo vimos como una forma de vivir, como un negocio o algo parecido. Esos eran momentos muy buenos, realmente bellos”, le dijo Edgardo Franco al periodista alemán Christopher Twickel para explicar los motivos altruistas de los inicios del reggae en español en Panamá. En Río Abajo, una comunidad donde aterrizaron cientos de familias de Haití, Trinidad y Tobago y Jamaica para trabajar en la construcción del Canal de Panamá a finales del siglo XIX, un intelectual afrodescendiente le suministraba música de Jamaica cuando era joven, y Franco, junto con un grupo de amigos, adecuaba a su entorno eso que escuchaba, un ritmo caribeño que competía con el reggae tradicional; lo llamaban dancehall y aportaba letras menos moralistas y ritmos más rápidos. Era sensación entre sus amistades en Jamaica y ellos lo imitaban. El reggae en español primero se cantó en inglés y luego en patois jamaquino, le dijo Franco a Twickel. Antes de que fuera un fenómeno global, se escuchaba en los buses, que eran discotecas móviles, y en fiestas de 15 años.
El mayor éxito musical del reggae en español de Panamá nació en Estados Unidos. Era 1990 o 1991 y Edgardo Franco vivía en Nueva York. Tendría unos 20 años cuando grabó Tu pum pum. La música llegó en un casete a un productor musical jamaiquino y en un tiempo corto se ubicó entre las cinco canciones más sonadas de las emisoras. Todo eso le cuenta Franco a Twickel en el libro Reggaeton, una antología de ensayos, reportajes y análisis sobre esta música, que se editó en la Universidad de Duke. En este libro aparece una de las entrevistas más esclarecedoras sobre los inicios de la fama de El General. El productor musical lo llamó. Le ofreció presentarse en un bar. Solo tenía una canción en la radio, Tu pum pum, y un repertorio desconocido de Panamá. El bar estaba repleto y nadie sabía quién era. El General subió al escenario y cantó las canciones que nadie había escuchado nunca. El público no paró de bailar con esa pegajosa música que motiva al desorden del cuerpo. “Esa noche vi cómo reaccionaron las personas —dice Franco—. Vi que había hambre por esta música. Así que dejé mi trabajo y me dediqué a la música”.
El resto lo saben sus fanáticos. Decenas de discos de oro y de platino con esa mezcla entre reggae, calypso, hip hop y dancehall que improvisaban unos pelaos en barrios de Colón y Ciudad de Panamá. Tu pum pum fue el mejor video latinoamericano para la cadena de televisión MTV, cuando esta tenía algo de dignidad. Giras internacionales. Amigos estrellas. En Chile no pudo cantar uniformado porque Augusto Pinochet dijo que él era el único General en ese país. El dictador le temía a la popularidad del otro General. Edgardo Franco, el niño rapero que era marginado por su color de piel y su pelo rasta, repentinamente era una sensación mundial y recibía millones de aplausos. Un productor musical que trabajó con el artista me dijo que era muy disciplinado en el estudio. Que llegaba temprano y se iba de último. Que no permitía ninguna influencia musical mientras grababa, para lograr la mayor autenticidad posible. Que tiene más de una década de no verlo. “No le gusta que le hablen de su música”. Sobre este tema, le dijo a una cadena de televisión relacionada con su iglesia: “Las letras causaban conflicto con mi conciencia, pero me dieron unos tragos y las grabé. Esas canciones sonaban en todas las radios. Ese fue un trofeo de parte de Satanás”.
La entrevista que le realizó el periodista alemán, esa en que habla con tranquilidad de su pasado y sin molestarse, fue en 2003. En ella, decía:
—¿La religión fue parte importante de su movimiento?
—Sí. Sí.
—¿Y es aún parte importante?
—Bueno. Ya no soy rasta como al inicio. Están en mi corazón, pero no en ciertas cosas.
Franco vivía, por aquellos días, en un apartamento lujoso a orillas de la Bahía de Panamá, la zona más exclusiva de la capital, y le habían escrito en el costado derecho de la cabeza el nombre de su país. Hoy, vive en un barrio pobre del interior y lleva un corte de pelo tipo militar.
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Algunas celebridades tienen amigos pobres. Un amigo de Edgardo Franco llamado Eliécer Montenegro es carnicero de Los Anastacios. Vive al fondo de un camino de lodo y lo acompañan esta mañana cinco perros que podrían ser familia. Ahora es ebanista, porque lo reemplazaron las máquinas de los supermercados donde trabajaba. Edgardo Franco y Eliécer conversan casi todos los martes y los jueves. Lo hacen desde hace dos años. El General apareció un buen día con una Biblia en su casa y nunca se fue. El artista le encarga trabajo. Hace poco, le pidió un marco de madera para un póster de la clínica que tiene Franco, a unos metros de Los Anastacios, donde cura dolores de espalda y problemas de obesidad con soluciones naturales y tecnología de luces neón. El General es un médico naturista que atiende en privado. Su clínica también es un misterio y permanece cerrada la mayoría del tiempo. Sus ventanas están selladas y es casi imposible mirar hacia adentro. Varios vecinos me dijeron que allí no pasa nada, pero Eliécer me dice que sí y que él fue atendido ahí. Con El General rebajó más de 45 kilos y recuperó la tranquilidad con un masaje en el cuello. (Basquiat, de miseria a leyenda)
“A él no le interesa nada, solo Dios”, dice el ebanista. Franco, según Eliécer, es un excelente predicador porque nunca pierde la paciencia. “Te puede responder la misma pregunta varias veces y no se enoja”. En este taller, justo donde estoy sentado, en medio de decenas de maderas que terminan en muebles, El General suele decirle a Eliécer que los hombres no pueden ser machistas. “La mujer es una compañera que no nos pertenece”. También le cuenta su preocupación por la separación de muchas familias tradicionales, pero nunca hablan de su pasado.
—¿Y por qué cree que sufrió este cambio?
—Yo creo que fue porque perdió a su familia.
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Los testigos de Jehová son modernos. Siguen la predica esta noche en tabletas y teléfonos inteligentes. Tienen una aplicación para hacerles seguimiento a sus argumentos, que consultan en este salón cuadrado donde los hombres llevan saco y corbata, y las mujeres, trajes largos. Afuera de la congregación hay algunos vehículos nuevos. Adentro, un hermano es el responsable de dirigir la discusión. Esta noche identifican las malas compañías. El hermano les ha dicho a los otros fieles que la conciencia funciona con conocimiento, entendimiento, discernimiento y sabiduría de la Biblia, y les ha recordado que los panameños presentes no deben asistir a carnavales ni tomar licor.
En esta congregación participa Edgardo Franco. En un tablero de responsabilidades se dice que el 18 de mayo le tocó predicar públicamente en Dolega, un lugar cercano a Los Anastacios. Allá lo vieron por última vez con sus libritos de la iglesia y las Biblias que regala a la comunidad. En la iglesia lo tienen asignado para pasar los micrófonos entre el público. Unos días antes de esta reunión me encontré con unos testigos de Jehová en la terminal de transporte y me advirtieron que Franco no hablaba de su pasado. “Ni le consultes”. También visité a una hermana de la congregación. Cuando le pregunté por sus miedos, me dijo que Noé hizo un arca para que se salvaran algunos. Y que solo los obedientes sobrevivieron.
Al final, Franco no llega a la congregación, y eso que es uno de los hermanos más dedicados. Se levanta de madrugada. Reza muy temprano y pasa los días visitando familias para comentar la Biblia, que se conoce de memoria. Nadie lo ha visto en la semana. Los hermanos consultados, como sus vecinos, tampoco saben dónde está. El evento avanza. Un joven con voz de locutor lee la asignación de la semana. Un señor de lentes, con apariencia de cajero, le dice al auditorio que Dios debe estar en todas las decisiones. Nadie refuta. Esta noche el hermano les pregunta: “¿Cómo reaccionaremos cuando alguien alabe nuestros logros?” Y, uno a uno, responden: “Somos esclavos que no servimos para nada”. (Galy Galiano El día que canté para Pablo Escobar)