Había salido tres días seguidos con aquella mujer, en el cinema le había agarrado el trasero y lo encontré en aceptable condición; su beso era largo y espeso pero sabía mover la lengua.
Aunque todavía no se lo decía, me gustaba mucho y pensé que con el tiempo podríamos llegar a algo serio. Era alta y tenía un carácter tranquilo y una voz dulce. En la cuarta cita me había llevado a conocer a su madre: una señora huraña, con el vestido sucio de grasa y sarro en los dientes. Nos sentamos con ella en la oscura sala y permanecimos viéndonos las caras cerca de 20 minutos; al cabo de ese tiempo nos despedimos. La señora ni siquiera nos acompañó a la puerta. Pero esa historia había quedado atrás y ahora ella estaba quitándose cinco o seis kilos de ropa en la mugrienta habitación de un motel y yo, con el órgano ya tieso, esperaba. Los senos eran diminutos, pero el trasero era auténtico. Por fin se tiró en la cama y empezamos la faena. Las caricias preliminares me produjeron fastidio, sentía mi torpeza y quería ya estar dentro de ella para apaciguar la ansiedad, pero ella no parecía tener ninguna prisa, al parecer le gustaba mucho el jueguito de manos y besos. Por fortuna, cuando ya empezaba a irritarme, ella abrió sus lindas piernas. La penetré lentamente, ella se quedó quieta como una enorme ostra en la mesa del cirujano; un breve quejido escapó por sus labios entreabiertos. Me sentí mejor y seguí camino hacia el fondo de aquella deliciosa cavidad. Entonces pegó un chillido lastimero y me empujó hasta sacarme de su entraña.
—¿Qué pasa?
—Me lastima… —dijo, señalando mi órgano.
—Es un tamaño normal —dije.
—De largo, sí —dijo.
—Quizá seas estrecha —dije.
—¿Estrecha yo? —su cara estaba roja—. Ya he atorado unos cuantos pitos sin problema, pero nunca vi uno tan duro y grueso como el tuyo.
—¿Entonces?
—Ni modo —dijo.
Empecé a vestirme. Ella se puso a fumar. Era increíble la cantidad de cosas en común que habíamos tenido hasta ese momento: nos gustaban los mismos libros y las mismas canciones, teníamos fobia a los mismos insectos, odiábamos los mismos deportes y queríamos viajar a los mismos países. Cuando salí del cuarto, ella seguía tumbada en la cama con la vista clavada en el techo de espejos como una turista en una playa solitaria mirando el cielo al atardecer. Avancé por el oscuro pasillo, de las habitaciones llegaba el seseo de las parejas alegres y congruentes. Mi órgano seguía duro, así que antes de salir entré al baño y me saqué un buen buche de aceite, enseguida mis pensamientos se aclararon y mi corazón fue otra vez una víscera apacible. En la esquina volví a encontrarla, me tomó del brazo y quiso empezar una conversación, pero ya había perdido el interés, me daba igual si mi órgano era el moco de un elefante o cualquier cosa que ella sugiriera.
—No es culpa tuya —dijo—. Creo que el maldito cirujano que me operó me dejó el hueco muy chiquito.?Traté de abofetearla pero me burló con una finta. Sus ojos echaban chispas. Aproveché el cambio de luz para cruzar. Nunca más volví a verla. Sé que debí ser más comprensivo o al menos decirle que quizá quien había exagerado era mi cirujano, al cabo ya tenía pensado ponerme una prótesis más pequeña.