Los partidos se pierden en el último minuto. Alguien.
Cómo no acordarme de tu último partido, Felipe, de tu tragedia.
¿Te acordás?
Arrancaste desde nuestra portería con el balón pegado al pie y te sacaste a uno y a otro y a otro y a todo el equipo y te devolviste para volver a empezar; sacándotelos de nuevo. ¡Te perseguían como remordimientos! Y la veintiuna y la bicicleta y la rabona y un quiebre de cintura a la izquierda y otro a la ultraderecha; desbaratándolos. Y con la diestra y con la siniestra y túnel aquí y allá y de taquito y de pechito y de cabeza… El ídolo del barrio: vos solo, sin nosotros, Felipe Rodríguez, podías ganarle a cualquier equipo del barrio, del mundo. ¡Eras un sobrador, una barbaridad, un Maradona chiquito! Y un gol y otro y golazo. Tres en cinco minutos. Se les venía la avalancha. La historia se repetía. Seguro Los Imperecederos (nunca vencen) se arrepentían de la apuesta.
Luego… Luego… todo cambió; para mal. ¿Quién se iba a imaginar que ese fuera tu último partido?
¿Te acordás?
Te decían VIH porque acababas con todas las defensas, hacías lo que se te daba la gana con los rivales sin importar que fueras el más pulga de los seis. Parecía, a veces, que te llevaría el viento como una cometa. Toque y me voy y toque y me voy y centro al pecho y de chilena, de colombiana, de tijereta, de escorpión, de chalaca, y allí, justo allí, en las canchitas que nos alquilaba Chivirico, se clavaba el balón, como una bala. ¡Un dios, Felipe Rodríguez, un dios!
Con vos en la nómina les ganamos a todos; tan pequeños y les ganamos la litro a todos. A La toco y me vengo, a Fui a la pelota, a Ganen pero no abusen, a Los destalentados… Muchas veces a Los imperecederos, todos a Los imperecederos. Por eso no entendíamos el porqué de desafiarnos.
¿Te acordás?
—¡Queremos jugar con ustedes! —te dijo el capitán de ellos, desafiándote.
Que apostemos tres litros, no uno, tres de Coca-Cola pura, una barra de salchichón cervecero y 50.000 para el ganador… Que habían entrenado, que nos tenían estudiados, que habían descubierto en aquello de la marcación personal la estrategia para vencernos, que nos tenían una sorpresa, que el 1-2-1-1 era letal. Que si nos daba miedo, que lo pactáramos a diez goles… En el momento no dijiste que sí. Se te hacía extraño el desafío: eran los peores, nosotros los mejores. Dijiste que nos consultarías la disponibilidad, nuestro punto de vista…
—¡Son muy malos, apostemos! —nos dijiste.
—¿Y si nos ganan? —pregunté—, si nos ganan de dónde sacamos la plata.
No había forma de que eso sucediera, el fin del mundo sería el día que nosotros, los dioses del balón, Los del otro equipo, perdiéramos con Los imperecederos (nos hiciste saber). Por eso apostamos.
—Eso sí —le dijiste a su capitán, como presintiendo tu destino—, no se vale llegar con gente rara. Jugamos los mismos cinco y con un solo cambio, ¡los mismos cinco! Nada de aparecerse por allá con la Gambeta Meléndez o con la Patrulla González…, nada de eso.
—Nada, los mismos cinco por equipo y un cambio —te aseguró.
¿Te acordás?
Qué tocata, qué dominio, qué dribling, qué espectáculo. Cinco a cero en diez minutos era el presagio de su derrota anunciada. Y acariciabas el balón con la planta del tenis y te los bailabas en una baldosa y les hacías ochos, dieciséis, sesentainueves y te librabas de la marca asfixiante y te divertías y hacías la pausa y los pases con la cabeza levantada y la gente se divertía y nosotros tus compañeros nos divertíamos y hasta los rivales lo hacían también y te sacabas a uno y a los cinco…
Y me entregaste el balón (ahí nació el sexto) y te lo devolví de primera en nuestro campo, antes de la mitad de la cancha, así como Enrique a Maradona para que hiciera el gol frente a Inglaterra en el 86. La jugada de todos los tiempos: y te sacaste a cuatro en la carrera y giraste como un trompo dejándolos en el camino y llegaste a la portería y… y… y ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta, goooooooool, goooooooool.
Y volvías y hacías lo mismo. Y la patada violenta en la rodilla y vos al piso y la gente pidiendo falta y ellos argumentando falta pero de sopa y el chiste (ese equipo no tiene defensas sino autodefensas, qué carniceros), y te parabas como si nada y seguías como si tuvieras pilas y todo el mundo hablando de vos y las niñas del barrio babeándose por vos y preguntando que cuántos puntos has hecho y el Pitufo mirándote embobado y gritándote que vas a ser el orgullo del barrio y que ese balón te va a llevar rodando rápido a Europa y vos deseando que así sea para poder salir de este barrio tan peligroso y sacar a tu familia de la pobreza y que tu hermanito pueda estudiar y continuabas luciéndote y los marihuaneros hablando de vos y los de la loma hablando de vos y los de más arriba divirtiéndose, subiéndote al cielo, y el Pitufo recordando cuando eliminaron a su equipo y mirando para todas partes para que no lo eliminen a él en pleno partido y gol, qué golazo. Ya van siete; faltan tres.
Pero todo cambió de un momento a otro. Como en el fútbol: de la felicidad pasamos a la tristeza absoluta. El público se quedó sin palabras. No lo podía creer, aún nadie lo cree. ¡La fatalidad había creado el sexto jugador, al Zarco, que no entraba aún a la cancha!
Tendría que ser un mago, un crack, un enviado del cielo para que Los imperecederos aguardaran el cambio hasta el último momento, para que apostaran de semejante manera y contra semejante equipo… ¿Qué estaban esperando? ¿Lo querían dejar para el final y sorprendernos, dejarnos ilusionar, cogernos cansados…? Sin embargo, y aunque siempre nos preocupó el tema, el partido estaba más que ganado, no importaba ya que entrara.
¿Te acordás?
Y ya cansado empezaste a perder el balón y la gente a gritar que la soltaras que eso no da leche y que si eras el dueño del balón y ellos toque que toque y de aquello nada y el del cambio calentando, carburando, y nosotros pensando, mientras hacíamos los últimos esfuerzos, en el premio, y el sol quemando y las señoras de misa de doce corriendo por la cancha y el humo y las cervezas y las motos y el sudor y los muchachos malos en la esquina gritando disfrutando fumando y la música a todo volumen y los que llegaban preguntando cómo va el cotejo y vos sacando energías de no sé dónde, jugando a medias y con la lengua afuera y 8-0 y por fin, por fin, el grito que nos hizo brincar el corazón, que nos quedó retumbando: “Cam-bio, caaaaam-bioooooo”.
Tan solo unos minutos después pasó lo que pasó.
Le dio el último plon, tiró el resto del cacho al suelo, se dopó con su polvito blancomágico y entró a la cancha levantando las manos, como un ídolo. ¡Del barrio no era!, pero los muchachos malos de por acá lo conocían y comentaban que el Zarco es de esa gente que es el arma de la fiesta. Siguió levantando las manos, haciéndose notar. No tardaron los silbidos y las risas, las carcajadas. Sus ojos estaban en otro mundo, y muy rojos. Con la cabeza rapada y un mechón en el copete que con el viento se movía libre. De camisa (amarilla) y pantaloneta (violeta), muy anchas (parecía un globo); sin tenis, sin guayos, con zapatillas negras y medias rojas. Esquelético.
—No se vaya a hacer partir, Felipe, juguemos a puro toque y me voy, toque y me voy —te dije, previniéndote de una lesión—. Solo nos faltan dos y este está de manicomio.
¿Te acordás?
Y corría y corría detrás del balón esperando la oportunidad de interceptarlo o de partir una pierna como mínimo. Y oooooleeeeee, ooooooleeee, ooooooleeee, oooooooleee, gritaban los aficionados en coro, y aplaudían todos y todos se reían y saltaban, y el Zarco detrás del balón babeándose y sin ningún éxito, y los de su equipo se miraban entre sí decepcionados y afirmaban que era un paquete, y nosotros nos mirábamos ratificando la afirmación y sabiendo que ahora sí, ahora sí no había ningún riesgo de perder el partido. Y ooooooleeeeee y las carcajadas y ooooooleeeee y los gritos y los murmullos y los del equipo sentíamos una sensación inefable, un vértigo en todo el cuerpo, una alegría inmensa.
¡Todo duró tan poco, Felipe, todo se derrumbó de un momento a otro!
Y en cinco minutos el Zarco ya no podía más. “A jugar con los de su edad, petardo”, gritaban. “Estás volando, Zarco ojirrojo, hacete uno de avioncito”, burlaban. “Zarco, goleador, dedicate a golear bolsos que de eso sí sabés y dejá de inventar con el fútbol”, molestaban… Y Los imperecederos, decepcionados de su esperanza, de su refuerzo, abandonaban la cancha de a uno, con la mirada en el piso; renegando.
Y el Zarco nos miraba feo, amenazante, retador, como para que nos intimidáramos, nos desconcentráramos, nos muriéramos de miedo y abandonáramos el partido y nos declaráramos perdedores o nos dejáramos hacer los diez goles… Pero nosotros seguíamos divirtiéndonos con el balón y con la pelota del Zarco, recobrábamos energías, volvía el aire a los pulmones, no queríamos que el partido se acabara nunca, estábamos felices…
Y te le acercaste mucho, arriesgando un pie, y el túnel y el amague rompecintura y la cabriola y la moto y la bicicleta y tiros al arco y a todas partes y la descarga y el balón rodando, perdiéndose por la loma, y los gritos y la gente corriendo y la moto perdiéndose abajo en la loma también y vos ahí, sin vida, con una bala en tu cuerpo que era para el Zarco (que corre, que se vuelve a salvar, que está rezado), ahí, tendido en el piso, con tu inocencia, a solo dos goles de la gloria y mamá llevándome a casa de la mano, arrastrándome para que no llore más por vos, sacudiéndome la melancolía, evitándome imágenes… y Chivirico llevándose las arquerías para que no se las roben los oportunistas y los muchachos del barrio puedan hacer deporte y no se metan a malos.