Un día, hace seis años, el cronista argentino Emilio Cicco decidió volverse musulmán. Hoy cuenta para SoHo por qué tomó la decisión, cómo es su nueva religión y qué opina del ataque a Charlie Hebdo. Crónica desde una mezquita a 100 kilómetros de Buenos Aires.
A ver si adivino: estás leyendo esto solo porque en la foto hay un barbudo bastante raro, y porque aún no llegaste a los portafolios de chicas destapadas. Los sabios del islam dicen que, cuando tiene una erección, al hombre se le duermen dos terceras partes del intelecto. Así que, vaya uno a saber, tal vez aún estemos a tiempo. Tal vez, leas esto con todas las luces. (Qué pasa después de la muerte según el Islam)
Imagino, claro, que leés esta crónica porque aún estás indignado con los ataques a la redacción de Charlie Hebdo en París y sabiendo, como habrás visto en los títulos de esta nota, que yo también soy musulmán, tal vez te puedas ensañar conmigo.
Imagino que sos uno de los que se sumaron a la cruzada por la paz y dijeron a los cuatro vientos desde el muro de Face: “Yo también soy Charlie”. Tal vez hasta mandaste a estampar una remera con esa leyenda. No está mal, claro, no voy a ponerme aquí a discutir tus decisiones. Hay tanta leyenda idiota estampada en las remeras que no significan nada, al menos esta te da una identidad. Sabés lo que no te gusta: ni la violencia ni el terrorismo. Y sabés lo que sí te gusta: la libertad de expresión y, claro, las chicas de esta revista.
No pienses que, como soy parte del islam, voy a defender a estos criminales. Estamos en el mismo bando. A decir verdad, esa gente ni siquiera pertenece al mundo islámico. Pertenece al mundo de los asesinos.
Meses atras, los 120 máximos referentes del islam, eruditos de las mezquitas y universidades más reconocidas del mundo, firmaron un comunicado en el que sostenían que ninguno de estos grupos que emplean la violencia y el terror —el Hezbollah, los talibanes o el Isis, no importa—, ninguno, te decía, pertenece al islam. Nada tienen que ver con un camino donde el perdón es mejor que la revancha. Y donde nuestro Profeta imploraba a Dios hasta por aquellos que lo odiaban. Y para no entrar en guerras, firmaba acuerdos que estratégicamente parecían una retirada.
En fin, imagino que no leíste ese comunicado, ¿no es cierto? Es natural: si alguien no me lo comentaba, tampoco yo lo hubiera leído.
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Las cosas en este mundo llegan ampliadas o borradas o recortadas, y uno, en su mente, se arma su propio collage. Te montás tu película. Y en las películas, siempre la gente que dice cosas como “Allahu akbar” y se inclina, como yo, sobre una alfombra, la gente que gira en multitudes en torno a un cubo negro en Meca, que en cada asunto se encomienda a Dios, que no le entendés una palabra porque habla en árabe y a veces, las mismas películas ni siquiera las subtitulan —para qué molestarse, ¿no?, si es claro que el héroe los va a ametrallar o en pocos segundos van a detonarse—. Toda esa gente, en tu película, se encuentra en el bando de enfrente. Forma parte de un mundo que escapa de tu comprensión. Otro mundo. Un mundo, te decís, peligroso.
Seis años atrás, cuando aún no era musulmán, pensaba como vos. Nos montábamos el mismo filme. Antes veía en los noticieros misiles cayendo sobre Irak, Palestina o Afganistán, y me importaba un rábano. Hoy, cuando en el noticiero anuncian bombas en Oriente Medio me imagino sitios donde vivían santos destruidos para siempre. Antiguas mezquitas transformadas en ruinas. Tumbas de maestros cuyas enseñanzas te volarían la cabeza, borradas de la faz del mapa. (El lado oculto de Muhammad Ali)
Seis años atrás, vos y yo llegábamos a la misma conclusión: el de barba tiene la culpa. Pero las cosas, al menos para mí, han cambiado.
Un comentario, entre paréntesis: ¿viste que cuando el protagonista se deja la barba, es que perdió el trabajo, la chica lo dejó o está abandonado porque una pandilla asesinó a toda su familia? ¿Y has tenido en cuenta que si la mujer lleva pañuelo, en tu película mental, concluís que padece una enfermedad terminal? Así es como los medios hacen que tomes distancia de los 1200 millones de musulmanes que hay en el planeta —el 21 % de la humanidad, tres veces más que los budistas— y los veas como gente que, como mínimo, se perdió el tren del progreso.
El islam es la única religión —te dicen los medios y las películas— que si la llevás al extremo terminás detonándote en un lugar público. No hay cristianismo extremo. Ni budismo extremo.
Desde hace 20 años que trabajo en diarios y revistas. Y descubrí algo: si existe una cosa en la cual los medios del mundo coincidan en atacar, seguramente hallarás ahí escondida una verdad.
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Papá insiste en que, para él, hubiese sido más fácil aceptar que me declarara gay o decidiera cambiar de sexo. Pero hacerme musulmán fue demasiado.
¿Cómo este periodista de futuro próspero, autor de libros, profesor universitario, decide tirar todo por la borda y hacerse musulmán?
Papá no me pregunta qué opino de los atentados en París. Papá no pregunta por qué hay grupos terroristas que se autoproclaman islámicos. Papá no quiere saber qué es el sufismo, el camino en el cual decidí iniciarme, el islam sin política, tal como se practicaba en los orígenes. A papá solo le basta con ver mi barba, mi gorro y mi ropa un poco gastada para saber que su hijo, el menor, está perdido para siempre.
Papá tampoco prestó mucha atención cuando le conté que, durante una entrevista en 2009, había conocido a un sheikh sufí llegado de Alemania y me había impactado. Venía yo de practicar tres años budismo zen —camino cool si los hay, hasta había recibido la ordenación de boddisatva, el paso previo a convertirme en monje—, pero no estaba satisfecho con el maestro, por razones que algún día te contaré. “Un camino sin maestro”, me dijo aquel sheikh, alto, feliz y, claro, barbudo, “es como una operación sin anestesia”. Una semana más tarde, me convertía al sufismo, el ala mística del islam, daba el testimonio de fe —se repite tres veces, en árabe “no hay dioses, sino Dios” — y recibía nuevo nombre: Abdul Wakil, “el servidor del guardián”. No sabía qué me esperaba. Pero para mí, la búsqueda se había terminado. (Detestable Globalización, por Javier Uribe)
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El islam es la religión más incómoda que existe, de ahí que estés leyéndome aquí a mí y no a un pastor de iglesia bautista. No tanto por lo que hace un puñado de locos en nombre de este camino. Lo que eriza los pelos al poder es que el islam no baja la cabeza ante nadie excepto Dios.
A las corporaciones les cuesta el doble venderte un buzón. Desde que uno abandona el alcohol, no te queda otra que estar siempre lúcido, siempre despierto, siempre atento a tomar la mejor de las decisiones. Por si fuera poco, el islam no acepta obtener plata de intereses —así que chau bancos y chau, también, explotación de los que más tienen a los que menos tienen—. El islam es una patada a la ingle de la moda: ¿viste alguna campaña publicitaria, algún desfile o el glamour capturándolo? Nah, no se puede.
Ser musulmán es una declaración de que uno acepta que todo lo que le llega viene de Dios. El musulmán —que significa literalmente aquel que se somete a la voluntad del Creador— sabe que el guion de este mundo está en las mejores manos. No más reproches. No más protestas. No más por qué a mí.
El islam es un gran hechizo. Desde afuera, la gente ve desierto y ruinas. Privaciones y fanatismos. Desde adentro, sin embargo, te paseás por un jardín de flores, cómodo y a salvo. Y te reís de las artimañas de Dios para dejar afuera a la gente que no tiene bolas para atravesar la prueba.
Ya que estamos acá, vos y yo, aprovechemos para quitarnos algunos malentendidos del medio. No quiero que me veas como un fanático. Solo quiero que aclaremos juntos unos puntos básicos. ¿Sabías que los musulmanes no están en contra de las religiones que la preceden? Creen en Jesús y en la inmaculada concepción. Por si fuera poco, la peregrinación a Meca se inspira en la estadía de Abraham, patriarca de los judíos, en el desierto, con su hijo Ismael y su madre, Agar. Eso no es todo: cada vez que veas a un musulmán en sus oraciones arrodillado y murmurando algo por lo bajo, entre otras cosas pide que a su profeta le lleguen las bendiciones que le fueron dadas a Abraham. Curioso, ¿no?
Abrazar el islam es como si vivieras en un pueblo y te enamoraras de la chica que nadie mira, y todo el mundo considera medio chiflada. Una mujer de cuya familia los vecinos hablan pestes. Y ahí vas vos, paseando con ella del brazo por la plaza, enamorado en el fondo de tu corazón. Tus amigos, tu familia, tus vecinos, no lo pueden entender: nadie sabe qué le viste. Con tantas chicas disponibles, tanto camino espiritual sin mala prensa, tanto maestro que no toca ni una pata de pollo para no dañar a un ser vivo, y uno va y se enamora del islam. Dios mío. Sienten que has dado un salto al vacío. Y ahí estás vos, buscando que la gente comprenda que la chica no es lo que parece. Que lo tuyo es puro amor. Y de hecho, no hay otra chica igual.
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Ahora bien, nada más sencillo que dejar a los musulmanes mal parados. Es fácil: basta con ofender a Muhammad, nuestro profeta, paz y bendiciones, para que venga alguien, se tome revancha y la desgracia sea portada de todos los medios. Y el mundo así se ponga de tu lado.
En buena parte de mi carrera como periodista empleé el humor. El humor: qué arma poderosa. Puede derribar lo que sea. Puede poner al mismo nivel al papa y a una stripper. El humor es dinamita pura: no discrimina.
Sabés: si hay algo en lo que insiste el islam es que tu conexión con Dios y el ejemplo del profeta Muhammad hay que cuidarlos como oro. Tan sagrada es su vida que, de común acuerdo, nos negamos a retratarlo. Lo que se sabe de nuestro profeta es gracias a los relatos de quienes lo conocieron, preservados de generación en generación, recogidos siglos más tarde, por estudiosos que se ocuparon de que cada historia fuera 100 % confiable. Para que te des una idea: una vez el imam Bujari, el recopilador más reconocido de historias en el islam, visitó a un narrador que, se suponía, tenía muchos dichos del Profeta para contar. El hijo del hombre estaba lejos y lo llamó, engañado: “Vení que tengo unos dulces para vos”. Cuando el niño llegó, lo tomó de las solapas y lo metió en la casa. No había caramelos. El imam se puso de pie, abrumado por el engaño al niño, y lo tachó de la lista. Así era esta gente. Así cuidaban el legado de su profeta.
Uno, claro, se empeña en cuidar tanto de su profeta que verlo dibujado en una parodia le duele en el corazón. Y que alguien en nombre del islam decida masacrar a los autores es, uf, demasiado.
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A pesar de las diferencias internas que incluso han terminado en guerras, en el islam, uno se siente como una gran familia. De eso se trata precisamente la peregrinación a Meca, uno de los pilares de fe que debes cumplir, si tienes el dinero. La peregrinación es el movimiento humano más grande de la Tierra: tres millones de personas haciendo lo mismo. Uno se despoja de sus ropas, se pone dos túnicas, un par de sandalias, y se siente por primera vez, parte de ese océano llamado humanidad.
En Oriente, para acercarse a Dios, te proponen el ejemplo de la montaña. Si querés ascender, dicen, hay que dejar el mundo atrás y subir la cuesta solo. En el islam, en cambio, tenemos un método más radical: el amontonamiento. Todos para uno. Todos para el Uno. (¿Qué es el Estado Islámico y por qué tiene a medio mundo comiéndose las uñas?)
Cada vez que alguien menciona mi vida anterior al islam es como si hablara de otra persona. Es el equivalente a responder por los actos de un primo lejano. Para serte sincero, mi vida no iba nada mal. Tocaba el cielo profesional con las manos. Una revista incluso me llegó a proponer el sueño de todo varón: “Elegí cualquier mujer acompañante, tené sexo con ella, te cubrimos los gastos y te pagamos la crónica”. ¿Qué más puede pedir un hombre en este mundo?
Esta vida, claro, es bella pero empalagosa. Mirá si no, la cara de los ganadores: ¿viste cuánto les dura la sonrisa? El mundo es un contrato prometedor, pero con una nota al pie minúscula donde te advierten que hagas lo que hagas, llegado el momento, vas a tener que abandonarlo todo. Y sí, uno se muere. En este camino, te lo advierten: los ganadores del mundo terminan perdedores en el más allá. Los que ríen acá lloran en el más allá.
Una vez, unos eruditos ateos le preguntaron a Saiddina Ali, primo del Profeta, y el cuarto en sucederlo a su muerte, por qué rezaba tanto si tal vez, luego de la muerte, no había nada. “Miren, si no sucede nada —les dijo—, entonces, estamos iguales. Pero si hay, como nosotros creemos, una rendición de cuentas con Dios, entonces, mi esfuerzo tendrá su recompensa. Ustedes, en cambio, se quedarán sin nada para toda la eternidad”. Todos esos eruditos se quedaron callados. Y eso que estaban con todas las luces. Sin portafolio de chicas en mente.
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No es para venderte nada, pero mi vida islámica se pone cada día mejor. Hace tres años me casé con Tahirah, una mujer musulmana a la que amo, y con ella tuvimos un hijo, Bahauddin —tengo otros dos niños hermosos, Rosario y Vicente—. Hace dos años nos propusimos construir una mezquita, la primera de Lobos, el pueblo donde vivo, a 100 kilómetros de Buenos Aires. En el islam, al que construye una mezquita, Allah le construye otra en el paraíso.
Si en la familia pensaban que estaba loco, mientras me veían con la ropa rota y vieja, ahora, rociada de cal y cemento, básicamente esperaban el momento de internación. Yo les explicaba: ¿qué harías con tus ahorros y tu tiempo? ¿Viajar a Cuba antes de que caiga el comunismo? ¿Viajar a Roma a conocer al papa y llevarle una remera del club San Lorenzo para que la bendiga? ¿Vas a atiborrarte de comida en un all inclusive caribeño, mientras media parte del planeta no tiene qué llevarse a la boca? Yo no tuve dudas: lo mejor es jugársela por Dios. ¿Qué otra cosa iba a hacer? (Visita guiada a la Mezquita más lujosa del mundo)
Hace meses inauguramos la mezquita y ese día rezamos con sufís llegados de todo el país. A la apertura, hasta vino el intendente de mi pueblo, una ciudad 99,9 % católica, donde muchos aún creen que, por mi pinta, soy un rabino. “¿Se imagina —le dije al intendente— este pueblo sin alcohol, ni drogas, y con niños y grandes yendo a rezar cinco veces al día?”. No se lo imaginaba. “Así sería si fuera islámico”.
Hoy en día, llueve o truene, cruzamos el jardín con mi señora a rezar en la mezquita cinco veces diarias, mientras mi hijo juega con panderetas y se nos cuelga de la espalda. En esto mismo lugar, el bebé Bahauddin empezó a gatear. ¿No es un amor? Y sí, los de barba también tenemos sentimientos.