Rodrigo Fresán escribe su diatriba contra las Redes Sociales.
UNO Recuérdenla, no la olviden nunca: aquella canción de Roberto Carlos. Esa en la que el brasileño trinaba eso de “Yo quiero tener un millón de amigos…” y eso otro de “Pero no quiero cantar solito, yo quiero un coro de pajaritos…”. Bueno, tantos años más tarde —pero no demasiados— a Roberto Carlos y a millones de amigos a lo largo y ancho de Facebook, Twitter, Formspring, Tuenti y siguen las firmas, se les ha cumplido el deseo. Pío-pío. Twit-Twit.
DOS Porque —sépanlo también— cada vez hay más gente suelta, millones de enredados a lo largo y ancho de la telaraña de ese otro mundo que está en este, convencidos de que tienen cada vez más amigos. Aunque a esos amigos les mientan sin cesar y no vayan a conocerlos nunca por su nombre y aspecto verdadero.
TRES Vivimos tiempos extraños. Lo que alguna vez pertenecía al terreno de los futuristas y de la ciencia ficción ahora es el presente no-ficción pero cada vez más científico en que vivimos. Y es un presente raro, porque cómo es posible que los teléfonos hayan evolucionado tanto y poco y nada los aviones de pasajeros. Y que las computadoras —alguna vez símbolo de poder, sabiduría o genio loco— ahora sean algo así como celestinas mecánicas. Sí, manejamos tecnologías sofisticadísimas, hemos caído rendidos ante la hedónica tiranía del envase sin preocuparnos demasiado por la democracia de los contenidos, y nos hemos lanzado a una suerte de pacífica pero agresiva carrera armamentística en la que la gente hace cola durante toda la noche para recibir primero y temprano la nueva dosis/modelo de iPad. Después, las puertas se abren, se paga caro, y se sale dando gritos frente a las cámaras de noticieros que cubren el nuevo alumbramiento como si se tratara de la primicia de que se ha descubierto una cura para todos los males del universo. Pero no: lo que se ha descubierto es una nueva cepa de la misma enfermedad de siempre: el miedo (real) a estar solo y el alivio (falso) de sentirse parte de una secta de privilegiados.
CUATRO Hace dos eneros, festejé el que la emisión en vivo y en directo de Steve Jobs presentando su iPad fuera interrumpida —al menos por unos segundos— por la mala nueva de la muerte de J. D. Salinger. Me pareció un acto de justicia poética. Una breve victoria de la literatura y de alguien que escribió pocos/suficientes/inmortales libros por encima del efímero y casi inmediatamente desactualizado artefacto capaz de almacenar miles de títulos que jamás se leerán. Porque, claro, ¿quién va a tener tiempo para leer vastas novelas decimonónicas cuando hay que estar chequeando y contestando y reportando a tantos amigos ansiosos por saber qué comimos y cuál fue la posterior consistencia y tonalidad de la materia fecal resultante de ese almuerzo? Buen provecho y a modo de infusión digestiva: a la hora de la verdad, me temo que a nadie le importa nada y no es lo mismo estar que ser.
CINCO Y salir para entrar, ir para volver, juntarse para aislarse. Y está muy mal eso de no conversar con los demás comensales —con los amigos de carne y hueso— para pulsar la pantalla cada dos minutos y ver qué hay de nuevo, qué ha sucedido tan cerca y tan lejos, en ninguna parte.
SEIS Me pasó hace poco: fui a comer con alguien que apenas me dirigió palabra y mirada. Estaba en lo suyo: siendo comido crudo y masticado vivo por la cada vez más famélicamente hambrienta vida social ahí dentro, en esa cajita de Pandora rebosante de rumores y humores. Contradiciendo a Sartre, el infierno no son los otros. El infierno es esa persona a la que creíamos conocer y que ahora es un zombi que ya no puede estar con uno y sin los otros. Alguien que ya ni siquiera puede lanzar un SOS por estar demasiado ocupado hundiéndose y naufragando entre tanto SMS. Y mejor, por las dudas, ni pensar en cómo funcionarán —si es que funcionan— el romanticismo y la seducción y el amor y la pasión en la Era del Pulgar Erecto y Erógeno. Nota para amnésicos o recién llegados: hubo un tiempo en que uno se comunicaba con la persona deseada a través de algo llamado boca. Ese lugar del que brota la voz y al que penetran los besos. Y —en autos, metros, trenes, barcos, bares y plazas— se escribe y se lee más que nunca. El problema es que lo que se lee no son novelas y lo que se escribe no son cuentos.
SIETE Esto no quiere decir que el tema no me resulte interesante. Y que no aprecie su utilidad y virtudes a la hora de difundir información sensible o generar movidas sociopolíticas (atención: no me refiero aquí saqueos o megafiestas alcohólicas; tampoco me parece bien que Facebook sea el próximo blanco de Anonymous Inc., pero no puedo dejar de preguntarme a dónde irá a parar y qué uso se acabará dando a toda esa información alguna vez privada y ahora exhibicionista flotando en el ciberespacio). He leído con atención The Faceboof Effect, de David Kirpatrick; The Accidental Billionaires, de Ben Mezrich, y el celebratorio a pesar de su título Help! I’m a Facebookaholic, de Tanya Cooke. He disfrutado con el film The Social Network, de David Fincher. Y hasta he intentado convencerme que detrás de ese ser con cara de pocas luces llamado Mark Zuckerberg hay un genio iluminado. Pero el mío es un interés producto de cierta inquietud bordeando con el temor. Probablemente, lo mejor reflexionado sobre todo el asunto sea The Shallows, de Nicholas Carr. Allí —el libro ha sido traducido al español como Superficiales y editado por Taurus— se nos advierte no de lo que ocurrirá de seguir así, sino de lo que ya está ocurriendo: vamos perdiendo capacidad para trazar el pensamiento lineal y músculo para hacer memoria (porque para recordarnos todo está Google), funcionamos cada vez más como en un frenético pinball de links, nos cuesta concentrarnos por más de una o dos páginas, resulta difícil terminar una idea sin comenzar otra, vamos convirtiéndonos en el fantasma de nuestra propia máquina y, ante la ausencia al menos evidente de vida inteligente en otros planetas, mutamos con prisa y sin pausa transformándonos en nuestros propios aliens, en alienados domésticos.
E.T. mobile-phone home.
OCHO Y, de acuerdo, la fascinación por la comunicación constante, por la velocidad de la luz, por el plasma que pasma… Pero hay muchos días en los que yo extraño cierta lentitud y el saber que todo el saber no estaba en un solo sitio a segundos de distancia. Extraño esa felicidad de buscar algo y de encontrarlo yo solo y por las mías. Extraño encontrarme con un amigo —un amigo de verdad— y demorar varias horas en ponernos al día. Y extraño sentirme inaccesible, incomunicado, soñando, solo.
NUEVE Extraño, también, cierto sentido del honor y de la ley. Internet es, por ahora, como el Far-West sin justicieros pero con demasiados forajidos. No hay ley allí, y mi relación con ella no ha sido muy buena: me han puesto en Facebook para hablar de lo que escribo (no tengo problemas con eso) pero también alguien se ha hecho pasar por mí en un blog y alguien se hace pasar por mí en Twitter. Y parece que eso es gracioso y democrático. El que eso mismo sea delito penado en papel o en persona parece no molestarle a nadie. Pero son pequeñeces. Lo que a mí más me perturba es un asunto de fondo: durante décadas se consideró como tormento el tener que someterse al visionado de fotos o diapositivas de vacaciones y bautizos y cumpleaños y bodas ajenas. Ahora, parece, no hay nada más apasionante que estar emitiendo data privada, sin parar, hasta que la muerte nos separe. El fin de lo privado y de la intimidad. Un reality-show en constante emisión que cabe en el bolsillo y donde todos son pequeños Gran Hermanos y la fama que no dura 15 minutos sino constantemente renovables 140 caracteres. En algún lugar, estoy seguro, Andy Warhol está sonriendo. Mucho más que la Gioconda.
DIEZ La semana pasada vi en la televisión (aquella caja boba que, en comparación con los contenidos de las redes sociales parece ahora inteligentísima) una publicidad de Entel de Chile, en la que a un usuario, de pronto, se le aparecían en su casa, los más de seiscientos amigos de su red social. Todos juntos. Llamaban a su puerta e iban pasando de uno en uno a su sala. Y entraban y entraban y no dejaban de entrar. Como en aquel camarote de comedia operística y nocturna de los Hermanos Marx. Y el tipo —un chico joven— primero se mostraba desconcertado pero, enseguida, tan pero tan feliz.
Pobre imbécil.