Cómo es cocinar para un batallón

Por: Simón Posada. Fotografía: Camilo Rozo © 2010

El ritmo de la cocina es tan frenético y peligroso como el del campo de batalla. Si alguien parpadea más de la cuenta, puede perder un dedo mientras pica las habichuelas. Por eso, no es exagerado decir que los brazos más fuertes del Ejército no están cargando morteros ni cavando trincheras en la selva, sino que están en la panadería de la Escuela Militar de Cadetes, una dependencia que se encuentra dentro de la cocina principal.

El brigadier de servicio entrecierra los ojos para evitar la luz del sol y grita: "¡Atención! Sacar el gel antibacterial". Al frente de él están formados bajo el sol 1769 cadetes de la Escuela Militar de Cadetes General José María Córdoba. Todos sacan de sus bolsillos un frasco con un gel transparente. De nuevo, el brigadier grita: "Lavar manos con el gel antibacterial". En ese momento, el olor a jabón de 3538 manos frotándose invade todo el lugar y llega hasta mí, que estoy a cerca de veinte metros en un balcón viendo la escena. El brigadier grita por última vez: "Guardar el gel antibacterial", y a continuación toda la tropa empieza a marchar hacia el comedor para tomar el almuerzo al son de una banda de guerra que toca el himno de la escuela.

—Imagínese cuánto tiempo perderíamos si todos van al baño a lavarse las manos antes de comer —dice el mayor Polo, que mira con el pecho hinchado de orgullo el paso organizado de la tropa. Si ese orgullo fuera un bolo alimenticio, moriría ahogado al instante. Es un orden extremo, que raya con lo ridículo, pero que de no ser así, la tarea de alimentar 1769 bocas todos los días, tres veces al día, sería tan difícil como partir un coco con los dientes. Aunque, en el Ejército Nacional, todo es posible.

Esa mañana, el mayor Polo tomó su desayuno con toda la escuela, entre las 5:45 a. m. y las 6:05 a. m. Un caldo de costilla y papa, pan, chocolate y jugo de lulo, que fueron preparados desde las 2:00 a. m., cuando se encendieron las calderas para producir el vapor de las diez marmitas de la cocina, unas ollas gigantes y redondas repletas de tubos y mangueras que hacen pensar más en un laboratorio que en la cocina de un batallón. No hay soldados sentados en medio de montañas de papas peladas purgando un castigo, sino hombres y mujeres con gorros, tapabocas y batas de médicos.

El ritmo de la cocina es tan frenético y peligroso como el del campo de batalla. Si alguien parpadea más de la cuenta, puede perder un dedo mientras pica las habichuelas. Por eso, no es exagerado decir que los brazos más fuertes del Ejército no están cargando morteros ni cavando trincheras en la selva, sino que están en la panadería de la Escuela Militar de Cadetes, una dependencia que se encuentra dentro de la cocina principal. Por ahí pasan 1600 kilos de harina a la semana para transformarse en panes, croissants, mantecadas y en la creación culinaria más emblemática de las Fuerzas Militares: los pasteles de hojaldre. El panadero Tomás Rueda Triana trabajó 25 años en la panadería de un batallón y 25 más en la de la escuela. Sus pasteles de arequipe, chantilly y bocadillo quedaron consignados en la memoria alimenticia de los oficiales que han pasado por la escuela en los últimos años. La gloria del Ejército Nacional está, incluso, en los 5500 pasteles gloria que producen al día. La escuela tiene planes para venderlos a la población civil en el futuro, pero por ahora les dan de regalo a los visitantes una caja que dice "Hojaldra Esmic. Llévame contigo".

—Cuidado se quema, porque el arequipe sale muy caliente del horno —me dice Jorge Alberto Díaz, un aprendiz de Tomás Rueda que ahora dirige la panadería. En ese momento, pienso en el gran poder destructivo que tendría un bombardeo con pasteles gloria recién horneados a un campamento guerrillero.

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En la escuela existe una cocina para oficiales, suboficiales y cadetes. La de cadetes es la principal y más grande, y se llama rancho. Ahí no hay un chef, sino un ranchero, Benedicto Castro, que lleva trabajando 19 años con el Ejército. Su 1,80 m de estatura lo convierte en un cocinero a la medida de la cocina: los cuchillos son tan grandes como un antebrazo, los cucharones y palas para revolver los alimentos son tan grandes y pesados como palas, picas y arados para el campo.

—Yo no tengo una medida específica de agua para el arroz. Son 50 kilos de arroz por marmita y mido el agua con mi mano, pero como cada mano es diferente, no puedo decirle una medida exacta —dice Benedicto a gritos en mi oído para hacerse entender en medio de los estallidos de vapor del rancho. Él no cocina para un batallón, sino para tres: Batallón de Cadetes de Primer, Segundo y Tercer año, para un total de 1769 personas que se comen, al mes, cuatro toneladas de papa, diez de arroz, una de sal, 1,2 de pescado, 1,6 de carne de res y 1,6 de pollo. En un desayuno se comen 4500 huevos y 100 litros de leche, con la que preparan los 125 kilos de café y de chocolate que se toman al mes. Los viernes hacen 8000 hamburguesas y se gastan 500 litros de leche para servir 250 kilos de cereal en el desayuno.

Algunos ingredientes llegan a diario o una vez al mes a una pequeña bodega y a tres congeladores de diferentes temperaturas. Ese es el economato, o la despensa de las tres cocinas que tiene la Escuela Militar de Cadetes. Allí hay 28 cocineros —que trabajan en dos grupos de 12 horas, con un día de descanso día por medio— y una ingeniera de alimentos que cada tanto toma muestras de los ingredientes y de las manos del personal de cocina para analizarlas en un laboratorio. Nunca nadie ha visto una rata en la cocina y sus alrededores, porque el edificio está rodeado con unos tubos con veneno que las mantienen alejadas. En cambio, las palomas los asedian, y corren detrás de ellas cada vez que las ven caminar entre las mesas.

Una cocina de estas proporciones no puede dejar un solo cabo suelto. Por eso, es necesario el ingrediente militar para que todo funcione como debe ser. El capitán Gómez es experto en explosivos, al punto de que ha sido instructor de instructores. Incluso para él es un misterio el porqué un hombre que es capaz de desactivar un carro bomba está al frente de una cocina. Pero en eso consiste la vida militar: cumplir las órdenes a la perfección, sin cuestionarlas, y lo ha hecho tan bien que extendieron su periodo de servicio. Su familia siempre ha tenido restaurantes y son dueños de un viñedo en Boyacá. Es enólogo aficionado, tiene movimientos como de un maître y suele dar dos pasos atrás en cualquier momento para echarse un aerosol en la boca contra el mal aliento.

—Es muy curioso. Yo siempre quise estar alejado del mundo de la cocina, porque ese es el negocio familiar. Pero aquí estoy feliz —dice con un gesto permanente en su cara que es muy particular: uno siempre cree que va a explotar de la risa en cualquier momento.

—¿Quién pensaría que Gómez, que está al frente de la cocina, es un comando excelente? —dice el mayor Polo y explica una a una las medallas que el capitán Gómez lleva en su pecho. Una de ellas, un rectángulo azul con una estrella blanca, significa que fue herido en combate. El 16 de noviembre de 2002 estaba en una misión de reparación del oleoducto Transandino, entre Putumayo y Nariño. La guerrilla dejó el terreno repleto de minas y los emboscaron cuando empezaban a subir una colina. Gómez pisó una mina, pero no perdió la pierna. Todavía lleva seis esquirlas en la derecha. Se arrastró hasta el hueco que dejó la explosión para usarlo de trinchera. Empezó a disparar su Galil y vio cómo daba de baja a un hombre de pantalón camuflado y camisa verde. Luego se enteraría de que era un comandante guerrillero. Gómez recibió un balazo en el hombro derecho y otro en una granada que llevaba colgada. La bala pasó a un milímetro del detonante.

—Fue un milagro —dice Gómez—. Recibí también tres tiros en el Galil, y cuando se me acabó la munición me arrastré y me lancé por un barranco de 20 metros de altura. Ellos me seguían disparando hasta que me escondí debajo del tronco de un árbol caído y me empecé a tapar con hojas. Empezó a llover. Tuve que pasar la noche ahí, hasta que el helicóptero pudiera rescatarme. Murieron dos de mis hombres. Son conocidas las historias de soldados que comen gallinazos en el monte durante las misiones. Algunos dicen que saben a pollo duro. El mayor Polo y el capitán Gómez no hablan al respecto. Dicen que en el "área" llevan 60% en víveres secos y dinero para comprar verduras y carne. También tienen una ración de campaña con maní, gulash, garbanzos a la madrileña y tamal, que preparan al baño María.

—También llevamos unas arepas a las que hay que abrirles ocho huecos con un palito porque, de lo contrario, se inflan por dentro y explotan —dice el mayor Polo y remata con gran entusiasmo—. ¡Hay tantas cosas de este Ejército tan lindo que les quisiera contar!

El mayor Polo es, quizá, el oficial que tiene más gastadas las suelas de sus zapatos. Es el encargado de atender a todos los visitantes civiles y militares y darles un tour por las 80 hectáreas de la escuela. Toma diez cafés al día, no deja de hablar y se detiene a mirar con fijeza cada sol, estrella, escudo, retrato de ex presidente, edificio y paisaje. "¡Magnánimo!", dice a cada momento. Su hobby son la jardinería y la cocina. Aparte de The History Channel, no se pierde los programas de cocina del Gourmet.com, Utilísima y Casa Club TV. Aprendió a cocinar en los Boy Scout cuando era niño. En Navidad preparó un lomo de cerdo relleno con zanahorias, tocineta y habichuela. Tiene cinco kilos de sobrepeso.

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Uno a uno, después de lavarse las manos con el gel, los 1769 cadetes entran al comedor, se sientan en mesas de ocho puestos, hacen una oración, se pasan por la derecha los alimentos que diez soldados han dispuesto minutos antes en cada mesa, platos con ocho rodajas de tomate, ocho pedazos de carne, ocho yucas fritas.

—Me salió una de las habichuelas que picó Simón —dice el mayor Polo cuando nos sentamos a almorzar a la 1:15 p.m. junto a los cadetes. Tomó una habichuela gigante con su tenedor, mal cortada, y la miró con detenimiento. De seguro esa fue una de las que piqué yo antes de desertar a la tarea cuando me enteré de que faltaban 70 kilos más. También partí tres canastas de huevos en un balde y más de treinta zanahorias antes de meterlas en una máquina que las pelaba en tres minutos. En ella también se pelan las papas.

—En los casi veinte años que llevo en mi Ejército, nunca he visto que castiguen a alguien pelando papas —dice el mayor Polo, y saca de un bolsillo un librito, Reglamento estudiantil— Aquí están los correctivos que se deben hacer según las faltas. Dice cuántas flexiones de codos, cuántas vueltas a la escuela, cuándo se les debe quitar el día de descanso…

—Por ejemplo… —interrumpe el capitán Gómez, tomándose la palabra con delicadeza al hacer una señal de "pare" con la mano—, hace poco uno de los soldados encargados de poner los alimentos en las mesas se le olvidó servir seis pescados. No tuvo día de descanso el domingo.

Estos soldados son bachilleres y tienen la responsabilidad de que todo esté listo en la mesa para que el acto de comer sea lo más rápido posible. Esa es su forma de prestar el servicio militar. Hace un año, los cadetes solo tenían veinte minutos para comer, pero decidieron darles diez más para que lo hicieran de forma más relajada y mejoraran sus modales en la mesa.

—Algunos tomaban la carne con las manos —dice María José de Gamboa, una profesora que lleva 40 años trabajando en la escuela. Ella es la que vela por los buenos modales y la etiqueta. Camina de puesto en puesto mirando cómo comen los cadetes—. El tomate, por ejemplo, debe partirse con el tenedor, no con el cuchillo, porque es un alimento blando. Y los alimentos deben ir a la boca, no la boca a los alimentos.

—Vamos a implementar unos samovares, que van a funcionar con un gel inflamable, para que los cadetes encuentren la comida caliente en la mesa, y el soldado que la sirva le dé ese calor de hogar, ese amor de mamá que tenían en la casa —dice el mayor Polo—. Además, estamos probando unas mesas redondas, porque son más elegantes, y mi coronel compró vajillas marca Corelle para probarlas… —dice el mayor Polo y se detiene ante una nueva y señal de "pare" del capitán Gómez.

—La norma técnica dice que para este volumen de personas los platos deben ser metálicos, para mayor asepsia y para evitar que se rompan.

—¡Pero mi coronel compró dos vajillas Corelle para probarlas!…

—Pero en el casino de oficiales, aquí no, porque la norma técnica recomienda la vajilla metálica —concluye el capitán Gómez. Allá, en el casino de oficiales, donde solo comen 80 personas y las mesas tienen manteles, el almuerzo ese día fue milanesa de cerdo, plátano al horno y muslos de pollo en salsa de mango. Nosotros, en el comedor de cadetes, comimos arroz con estofado de pollo, una rodaja de tomate y una yuca frita con jugo de guayaba. En la noche, a las 8:00 p. m., después del tercer ritual del jabón del día, van a comer arroz con verduras, plátano con melao, carne asada y agua de panela con limón. El desayuno, el almuerzo y la comida cuesta para cada cadete 6609 pesos al día. Todos los días de la semana hay un plato diferente, pero el menú cambia cada dos meses.

Cuando terminan de comer, los cadetes llevan sus platos a un carrito, que después arrastran los soldados bachilleres hasta el lavaplatos. Allí quitan los restos de comida y dividen las labores: uno lava siete mil platos al día, otro siete mil cucharas, otro siete mil tenedores, otro siete mil cuchillos, otro siete mil vasos, todos con agua caliente y un jabón neutro. Los soldados que lavaron los platos de 2009 ya terminaron su servicio militar, y en los últimos meses se daban el lujo de poder descansar entre comida y comida. Los nuevos todavía no tienen tanta práctica.

—Estos jóvenes, sin saberlo, están haciendo la guerra. Los estadounidenses dicen que por cada hombre de combate debe haber uno de logística. Nosotros pronto llegaremos a eso —sentencia el mayor Polo. Cada palabra la marca con su dedo índice en alto, señalándome, como el Tío Sam en ese afiche que el ejército estadounidense usó en la primera y segunda guerra para reclutar hombres. "I want you for U.S. Army", decía.