Es imposible pensar en la política colombiana sin los partidos
Liberal y Conservador. Imposible hablar de la historia patria de los últimos 100 años sin mencionar los apellidos López, Gómez, Ospina, Santos o Pastrana. Rojos y azules determinaron durante décadas quién se sentaba en el despacho presidencial, pero nunca antes estas dos instituciones habían sido tan irrelevantes en la definición de unas elecciones como lo son hoy.
Los liberales tienen un candidato de lujo. Humberto de la Calle tiene experiencia, genera empatía y es nada más y nada menos que el arquitecto del acuerdo de paz que acabó con la guerrilla más antigua del continente. En el papel es uno de los mejores candidatos presidenciales en la baraja; su mayor debilidad: pertenecer a un partido que solo lo apoya de dientes para afuera.
Para nadie es un secreto que la dirigencia liberal no está con su candidato. Pese a las múltiples declaraciones públicas de apoyo ?la mayoría de ellas tardías?, algunos congresistas del partido saltaron del barco hace mucho tiempo, viendo con preocupación las encuestas, con dos destinos claros: las campañas de Iván Duque y Germán Vargas Lleras.
Ese actuar desleal lo siente la gente y se verá reflejado en las urnas. Difícil pensar que una campaña con pocos recursos y sin la lealtad de sus soldados pase a segunda vuelta y más cuando fue el fuego amigo el que impidió llevar a buen puerto la alianza con Sergio Fajardo, que pudo haber sido el hecho político necesario para darle un segundo aire a De la Calle en la carrera presidencial.
Durante buena parte del año electoral, los titulares de prensa se centraron más en los nombres de César Gaviria, Juan Fernando Cristo y en los congresistas que apoyaban a uno u otro, que en el del candidato liberal, lo que denota la falta de unidad en el partido.
Y qué decir de la entrevista del expresidente Gaviria con Yamid Amat en El Tiempo. Se vio al capitán del barco derrotado a medio camino, mientras lanzaba afirmaciones como: “Es evidente que no hay suficiente asociación de nuestro candidato Humberto de la Calle con el pueblo liberal”, o “De la Calle es muy buen candidato. Puede ser que no hayamos logrado que mucha gente que lo admira y respeta lo considere el mejor de los candidatos”.
Y si en casa de los liberales llueve, donde los conservadores no escampa. Después de meses de repetir el discurso de la unidad en las elecciones presidenciales y de la necesidad de tener candidato propio, no pasó ni lo uno ni lo otro. El Partido Conservador no solo aterrizará en la primera vuelta sin candidato, sino que llegará totalmente dividido entre quienes apoyarán a Germán Vargas y a Iván Duque. Como sucedió en 2014, los congresistas azules buscarán ganar con cara y con sello, intentando mantener su influencia en el gobierno de turno.
“En Colombia hay más conservatismo que Partido Conservador”, sentenciaba Álvaro Gómez Hurtado con razón. Mientras que el partido pierde participación parlamentaria por una cadena de malas decisiones, colectividades como el Centro Democrático parecen recoger las bases conservadoras, huérfanas desde hace muchos años pero determinantes, como siempre.
Los partidos como instituciones están haciendo agua, es cierto, pero ese proceso parece ir a paso acelerado en los dos partidos tradicionales, que no muestran tener vocación real de poder y de transformación para cautivar a un nuevo electorado.
Claro, conservadores y liberales siguen teniendo votos, no en vano sumaron casi dos millones de apoyos cada uno para el Senado, pero eso no es suficiente. No hay unidad, no parece haber hambre más allá de la burocrática y la renovación es casi inexistente. Los colores rojo y azul se han ido destiñendo, y con ellos la legitimidad de dos instituciones históricas que se ven hoy con más nostalgia que admiración.